Adolf Hitler, a comienzos de los años veinte, era aún un agitador político en busca de notoriedad, que trataba de emular el éxito de Mussolini en Italia. En una Alemania marcada por la crisis, el resentimiento tras la Gran Guerra y el miedo al comunismo, creyó encontrar el momento propicio para tomar el poder por la fuerza.
En 1923, convencido de que contaba con el respaldo militar y político suficiente, comenzó a gestar un plan audaz: dar un golpe en Baviera, proclamar un nuevo gobierno en Múnich y marchar sobre Berlín.
El Putsch de la cervecería
El plan se puso en marcha en septiembre, inspirándose en la Marcha sobre Roma de Mussolini. Hitler contaba con el apoyo de los Camisas Pardas, la complicidad de varios importantes oficiales en el ejército y una alianza secreta con el comisionado general del estado de Baviera –y antiguo primer ministro bávaro–, Gustav Ritter von Kahr.

Primero, proclamarían una nueva república sometida a la autoridad nazi en Múnich. Luego, los Camisas Pardas marcharían sobre Berlín y exigirían que Hitler fuera nombrado canciller. La noche del 8 de noviembre de 1923, los partidarios de Hitler, siguiendo sus órdenes, comenzaron a sembrar el caos en Múnich. Von Kahr y muchos simpatizantes nazis se encontraban en la cervecería Bürgerbräu cuando irrumpió un grupo de las SA. Poco después entró Hitler. “¡Ha empezado la revolución nacionalista!”, gritó.
Pero, en contra de lo pactado, Von Kahr no se manifestó a favor de Hitler, que sufrió la indignidad de quedarse solo con su soflama revolucionaria. Furioso, el líder nazi lo arrastró a una sala adyacente y le exigió su apoyo, prometiéndole puestos en el nuevo gobierno. Una vez más, el político aceptó respaldar el golpe, aunque luego se vería que tenía sus propios planes. El general Erich Ludendorff, héroe nacional de la Gran Guerra, se sumó a los rebeldes a última hora.
A la mañana siguiente, 2.000 nazis marcharon hacia el Ministerio de la Guerra en Múnich entonando ruidosas canciones bélicas, y numerosos transeúntes se les unieron espontáneamente. Junto a Hitler iban Ludendorff y unos cuantos futuros jerarcas nazis, entre los que se incluían Röhm, Hess y Göring. Pero al llegar a la calle Residenz, la policía, siguiendo órdenes de Von Kahr, les cerró el paso; Hitler nunca olvidó la traición y lo hizo matar en la Noche de los Cuchillos Largos.

De pronto se oyeron disparos y Hitler se tiró al suelo y se dislocó el hombro izquierdo. Los guardaespaldas de las SA lo sacaron de allí de inmediato, lo metieron en un coche y lo llevaron a un lugar seguro. Göring, a pesar de que había sido herido en un muslo, pudo escapar. Se refugió en Austria junto a Rudolf Hess y no volvió hasta 1927, cuando se decretó una amnistía. El viejo general Ludendorff siguió marchando en medio de los disparos. Luego se rindió, pero fue puesto en libertad debido al respeto que inspiraba. Nunca volvió a dirigirle la palabra a Hitler, a quien, después de su huida, consideró un cobarde. El caos duró menos de un minuto, pero, tendidos en los adoquines de la plaza, quedaron cuatro policías y 14 golpistas muertos.
Un juicio benévolo y un libro incendiario
Hitler fue hallado, detenido y, en febrero de 1924, juzgado junto con Röhm y otros nazis. Los cargos eran graves –alta traición, la muerte de cuatro policías–, pero el juez Georg Neithardt no hizo nada para disimular que consideraba el Putsch de Múnich o de la Cervecería –así fue llamado– un intento de “proteger a Alemania de la plaga del comunismo”.

Además, los alemanes siguieron masivamente el proceso, y el líder nazi aprovechó la oportunidad de dirigirse al pueblo. Aparecía en la corte luciendo la Cruz de Hierro –distinción que se le había concedido en la Primera Guerra Mundial– y hablaba de su amor por la patria. En unas semanas, Hitler pasó de mero rebelde local a ser conocido en todo el país.
El 1 de abril de 1924 fue condenado a 5 años de prisión, una sentencia muy leve y abierta a una posible libertad condicional anticipada. La condena la cumpliría en la cárcel de Landsberg en una celda con todo tipo de comodidades, entre ellas las visitas de su secretario personal, Rudolf Hess, al que dictaría allí la primera parte de su libro de memorias e ideario político, el incendiario Mein Kampf (Mi lucha).
Una vez condenado, Hitler convocó a Alfred Rosenberg a la prisión de Landsberg. Había decidido traspasarle el poder a este leal arquitecto de 30 años que se había afiliado al partido en sus inicios. Lo consideraba poco ambicioso e, incluso, ligeramente vago; con él como líder, su poder no sería cuestionado durante los cinco años que teóricamente debía permanecer en prisión.
Fue mucho menos: seis meses después ya había sido liberado. No obstante, se retiró durante un tiempo a la residencia de Berghof, en las montañas bávaras, que acababa de alquilar (en 1932 la compraría). Allí concluyó Mein Kampf y optó por una nueva línea de actuación política, que consistía en olvidarse de la vía revolucionaria y consolidar un partido de masas que conquistase el poder ganando las elecciones.

Retroceso y relanzamiento
En las de mayo de 1924 los nazis tenían prohibido concurrir, pero eludieron la prohibición presentándose con otras siglas y en coalición y, con el juicio a Hitler reciente, obtuvieron sus mejores resultados hasta la fecha: más de dos millones de alemanes, el 6,5% del electorado, les votaron, lo que les dio 32 de los 472 escaños del Reichstag. Sin embargo, solo seis meses más tarde, en diciembre, obtuvieron menos de un millón de votos y 14 escaños. La crisis había remitido y el partido, sin Hitler al frente, parecía perder tirón.
Este recuperó plenamente el liderazgo en febrero de 1926 y procedió a moderar el discurso del Partido Nazi para atraer así a segmentos mayoritarios del electorado y lograr suficiente músculo parlamentario, pero en las elecciones de 1928 los nazis obtuvieron tan solo 12 escaños. La estabilidad jugaba en contra de un partido de extrema derecha visto por muchos como violento y radical, un peligro para una sociedad que aspiraba a ir mejorando pacíficamente.

Dos años después, en 1930, en cambio, las elecciones darían a los nazis 6,5 millones de votos (un 18% del electorado alemán) y 107 diputados; es decir, 95 representantes más que los obtenidos en 1928. ¿Qué es lo que había cambiado?
El factor decisivo que había proyectado al partido de Hitler había sido el Crac del 29, con la terrible crisis económica que trajo consigo. El súbito colapso de las finanzas en Estados Unidos afectó decisivamente a Alemania, muy dependiente del dinero que venía de este país. Todas las magnitudes económicas se situaron en negativo: el paro aumentó espectacularmente al mismo tiempo que, con igual verticalidad pero en sentido contrario, descendían la producción industrial y agrícola y los salarios.

Alemania entró en barrena. De repente, un mensaje subversivo como el que planteaba Hitler se convirtió en la explicación perfecta para todos los males. Los extranjeros eran los culpables de la crisis, y en particular los financieros judíos que dominaban la economía estadounidense.
El régimen parlamentario de Weimar –la llamada República de Weimar– fue también presentado por Hitler como un obstáculo para que Alemania pudiese recuperar la riqueza y el poderío de antes de la Primera Guerra Mundial. La solución, según él, pasaba por tomar un nuevo camino en el que Alemania debería ser autosuficiente, para no depender de la suerte de otros países que la querían ver pobre y sometida.
Al fin, el poder
En julio de 1932 se celebraron nuevas elecciones parlamentarias, en las que el Partido Nazi consiguió 230 diputados y, con ello, la mayoría simple en el Reichstag. Pero el presidente de la República, el mariscal Paul von Hindenburg, antiguo héroe de guerra, se negó a nombrar jefe de gobierno a Hitler. Los nazis se dedicaron durante el periodo de sesiones a obstaculizar la tarea legislativa todo lo que pudieron. En muchas ocasiones, todo su grupo parlamentario se ausentaba al completo del hemiciclo para hacer imposibles las votaciones por falta de quórum.
A finales de ese mismo año, ante la parálisis del régimen, Alemania se vio abocada a adelantar elecciones. En esos comicios, el Partido Nazi perdió apoyos y bajó hasta 196 diputados, lo que parecía indicar que la estrategia de Hindenburg para debilitar a Hitler había resultado correcta. Pero la división entre los partidos de la derecha dificultaba la formación de gobierno, de forma que el hasta entonces canciller democristiano, Franz von Papen, convenció a Hindenburg para que, esta vez sí, Hitler fuera nombrado canciller. Y este, deseoso de tomar las riendas como siempre había soñado, aceptó el trágala de que el gobierno fuese de coalición.

Era un regalo envenenado con el que se esperaba debilitar a Hitler, ya que no tendría demasiada autoridad en un ejecutivo en el cual la mayoría de sus integrantes no pertenecían al Partido Nazi. Poco sabían quienes así pensaban hasta dónde estaba dispuesto a llegar el futuro Führer para lograr lo que quería. Hitler fue nombrado canciller (primer ministro) el 30 de enero de 1933. Desde ese día, puso en marcha toda una estrategia para que ese liderazgo poco consolidado pudiera transformarse, al fin, en un dominio absoluto.