A lo largo de la Historia, muchos reyes han tenido que enfrentarse a los ataques de sus enemigos y de sus propios vástagos, deseosos de arrebatarles el trono a cualquier precio. Uno de los primeros casos documentados ocurrió en Mesopotamia, cuando el monarca Senaquerib (siglo vii a. C.) designó como heredero a su hijo Asarhadon, una decisión que desató el resentimiento de los hermanos de este, que comenzaron a conspirar contra su padre.
En el año 681 a. C., Senaquerib fue asesinado por disidentes dirigidos por sus propios hijos. Sin embargo, el intento de los conjurados de controlar los resortes del poder culminó en un gran fracaso: Asarhadon se enfrentó a sus hermanos parricidas, los doblegó y los castigó con severidad. Con la ayuda de gran parte de la nobleza, el leal hijo de Senaquerib se afianzó en el trono de Asiria. Siglos antes, en el antiguo Egipto, una conjura palaciega culminó con el asesinato del faraón Amenemhat I, de la XII dinastía. Un papiro milenario narra cómo el espíritu del rey asesinado alerta a su hijo Senwosret I acerca de los traidores. «De haber podido empuñar el arma, habría devuelto los golpes a los cobardes con una sola mano», le cuenta el espíritu de Amenemhat I.
El odio personal, la codicia, la intransigencia religiosa y los celos también han jugado un papel decisivo en numerosos complots asesinos contra reyes, emperadores y jefes de Estado. El origen del asesinato de Filipo II de Macedonia en el año 337 a. C. sigue siendo bastante oscuro, aunque pudo ser debido a una lucha por el poder acompañada de un despecho amoroso: poco antes de ser apuñalado, el monarca macedonio se había divorciado de su mujer, Olimpia, para casarse con una noble joven de la corte.
Algunos historiadores creen que el principal instigador de su muerte fue su propio hijo, Alejandro Magno, con la ayuda de su madre, la despechada Olimpia. Otros opinan que fueron los persas los que urdieron la trama asesina para deshacerse de Filipo, un rey que había acumulado un gran poder en Grecia. Fuera concebido por unos u otros, lo cierto es que el ejecutor del crimen fue Pausanias, uno de los guardaespaldas del rey, que fue abatido casi de inmediato.
De César a Calígula
Desde que alcanzó el poder, Julio César, el militar que sometió a Vercingétorix y que amplió los dominios romanos hacia las Galias, Britania y los territorios germanos, se escudó tras los integrantes de su guardia personal. Sin embargo, sus pretorianos no pudieron hacer nada el 15 de marzo de 44 a. C. (los idus de marzo) cuando su jefe fue apuñalado en la sala principal de la Curia, la sede oficial del Senado romano. Los magnicidas justificaron su crimen como un acto necesario para salvar a Roma de la tiranía de César, pero hubo otros factores que impulsaron la conspiración; entre ellos, una feroz lucha por el poder y el deseo de venganza por la muerte de Pompeyo. El emperador romano Calígula fue descrito por los escritores e historiadores de la época como un hombre profundamente desequilibrado: Tácito pensaba que era una mente perturbada y Suetonio afirmaba que su demencia lo había convertido en un monstruo. Si alguien osaba interrumpir la actuación de su actor preferido, ordenaba que lo castigaran a latigazos. En Roma se decía que mantenía relaciones incestuosas con sus hermanas, a las que también obligaba a prostituirse.

Los primeros sicarios
Si hacemos caso a los cronistas de la época, su crueldad debió ser extrema. Pero ¿lo asesinaron por sus perversidades y extravagancias? En realidad, la principal razón de su asesinato fue, una vez más, de índole política. Un grupo de conspiradores, entre los que se encontraban senadores y algunos guardias pretorianos encabezados por su prefecto, Casio Querea, decidió matar al emperador para restaurar la República, deseo que se vio frustrado cuando los pretorianos declararon emperador al tío de Calígula, el tartamudo Claudio, quien ordenó ejecutar a los asesinos de su sobrino. Una de las primeras manifestaciones históricas de conspiración armada, que podríamos asimilar al terrorismo actual, se produjo en Judea en el año 66 de nuestra era con los sicarii, un grupo de nacionalistas radicales judíos que luchó contra los romanos y los palestinos que los apoyaban, y que atacaban a sus enemigos en días festivos, cuando la multitud que se congregaba en Jerusalén les permitía actuar con mayor impunidad.
Del nombre de «sicarii», que provenía de la espada corta (sica) que escondían bajo las túnicas, ha derivado la palabra sicario. Los que eran atrapados y condenados a muerte consideraban su ejecución como un martirio glorioso que les abría las puertas del paraíso; una actitud similar debió de animar al piloto suicida Mohamed Atta cuando estrelló un avión contra la Torre Norte del World Trade Center de Nueva York, en septiembre de 2001.
«Asesino» viene de «hachís»
También la secta de los Asesinos, una rama ismaelita del siglo xi, presentaba las mismas características mesiánicas que los alucinados kamikazes de Al Qaeda. Su líder espiritual, Hassan Sabbah, también conocido como el Viejo de la Montaña, urdía sus complots asesinos desde su escondite. Allí proporcionaba hachís a sus hombres para anticiparles los placeres de un paraíso celestial al que accederían tras cometer actos terroristas suicidas. El uso del cannabis hizo que esta secta ismaelita fuera llamada hachachín, un término que los cruzados franceses que merodeaban por Oriente Próximo convirtieron en assassin, de donde deriva la palabra «asesino».
Las conspiraciones criminales también pueden ser dirigidas desde el poder, como en el caso de Enrique VIII, rey de Inglaterra, que además de ejecutar a dos de sus esposas, Ana Bolena y Catalina Howard —que serían decapitadas en la Torre de Londres—, ordenó que fueran asesinados sus ministros Thomas Moro y Thomas Cromwell. Asimismo, en la Florencia renacentista la lucha por el control político de la ciudad propició más de un complot asesino. Algunos historiadores han sospechado que la muerte en 1587 de Francesco de Médici, el Gran Duque de Toscana, y su segunda esposa, Bianca Cappello, fue producto de un envenenamiento.
Un equipo científico de la Universidad de Florencia efectuó hace años unos análisis de ADN a unos fragmentos de los restos de Francesco: los resultados evidenciaron que contenían altos niveles de arsénico. Pero ¿quién envenenó al Gran Duque? Algunos historiadores creen que el asesino pudo ser su hermano, el cardenal Fernando de Médici, con quien competía por el poder. No obstante, a pesar de la presencia de veneno en los restos, otros historiadores afirman que Francesco y Bianca murieron de malaria.

París bien vale cien atentados
Si las causas de la muerte del Gran Duque de la Toscana siguen siendo motivo de controversia científica, las de otros dirigentes europeos no dejan lugar a la duda. Tras la muerte de Enrique III de Francia en 1589, la corona gala recayó en la cabeza de Enrique de Navarra. Aunque Felipe II se negaba a reconocerlo como monarca por su adscripción al protestantismo, el poderoso rey español terminó cediendo con la condición de que Enrique abjurara de su fe religiosa.
Así, en julio de 1593 se convirtió al catolicismo. Algunas fuentes históricas aseguran que Enrique IV dijo en público: «París bien vale una misa», dando a entender que daba igual la religión que profesase mientras mantuviera el trono de Francia. Muchos católicos siguieron dudando de su abjuración del protestantismo, razón por la que sufrió innumerables intentos de asesinato. En 1591, un joven orfebre de París urdió un plan para matarlo, pero pudo ser detenido a tiempo. Dos años después, Pierre Barrère fracasó en su intento de regicidio, lo mismo que André Regnard, apodado El Tonelero. En 1596 hubo dos complots más para acabar con la vida de Enrique IV y en 1600 sufrió un nuevo atentado, esta vez a manos de una mujer, dueña de una hostería, de la que se decía que era hechicera. Al parecer, intentó introducir a su marido en las cocinas reales con la intención de que envenenara al rey, por lo que fue detenida y condenada a la hoguera. Tres años más tarde, un noble llamado Françoise Richard fue acusado de haber querido envenenar al monarca, por lo que también fue quemado en la hoguera. Y en 1605, un demente armado con un puñal se abalanzó contra Enrique IV, pero el rey, que era un hombre fuerte y de cierta corpulencia, pudo reducirlo con sus propias manos.
Parece claro que su dudosa abjuración de la fe protestante fue el motivo de aquellos atentados, hasta el último y, este sí, exitoso. El 14 de mayo de 1610, el monarca salió del Palacio del Louvre en una carroza que lo condujo por París. Al llegar a la calle de la Ferronnerie —que más tarde se llamó de la Félonie—, un tal François Ravaillac salió de la nada y acuchilló al rey hasta matarlo. Todo el mundo sospechó que había alguien más detrás de aquella conspiración, cuya causa fundamental era de raíz religiosa, pero el asesino mantuvo la boca cerrada hasta el final. En sus memorias, el monarca afirma que los jesuitas atentaron contra él en varias ocasiones: «No hay necesidad de irritarlos más, ni excitarlos para que lleguen a los extremos. Consiento en su perdón, pero bien a pesar mío y por necesidad».
Religión y poder
Las cuestiones religiosas han tenido gran protagonismo en otros complots. Quince años después del asesinato de Enrique IV, su hija, Enriqueta María de Francia, contrajo matrimonio con Carlos I de Inglaterra, lo que provocó el enfado de los parlamentarios ingleses, que temían que la boda con una ferviente católica frenase el asentamiento del protestantismo en la isla. Y no se equivocaban, ya que Carlos I había firmado en 1625 un tratado secreto con su cuñado, el rey Luis XIII de Francia, para favorecer a los católicos ingleses.
Tras un reinado convulso y autoritario, marcado por la lucha de poderes entre la Corona y el Parlamento, en enero de 1642 Carlos I, acompañado por guardias armados, entró en la Cámara de los Comunes. Aquella intromisión, que violaba las leyes inglesas, desembocó en la Guerra Civil y en la posterior derrota de Carlos I en la batalla de Preston en agosto de 1648. Cinco meses después de su captura, el Rey fue decapitado frente al palacio de Whitehall. En un gesto sin precedentes, el líder revolucionario Oliver Cromwell permitió que la cabeza de Carlos I fuera cosida a su cuerpo para que su familia pudiera rendirle sus respetos. La segunda mitad del siglo xix y la primera mitad del xx fue un periodo histórico muy agitado en el que proliferaron numerosas conspiraciones para acabar con gobernantes caídos en desgracia, como el general Prim, asesinado en Madrid en diciembre de 1870. Algunos historiadores han atribuido su muerte a la masonería, pero parece más probable que los cerebros del complot fueran o bien el duque de Montpensier, que aspiraba al trono tras ser derrocada su cuñada, Isabel II, o el general Francisco Serrano, que disputaba el poder a Prim.
La Rusia zarista y el antisemitismo
En aquella época no era muy seguro portar una corona sobre la cabeza, sobre todo en la Rusia de la dinastía Romanov. El zar Alejandro II fue asesinado por desafectos radicales en 1881 tras haber salido ileso de dos atentados anteriores. Los revolucionarios intentaron asimismo asesinar a su hijo Alejandro III en 1887, pero sobrevivió al ataque. Sin embargo, el hijo de este, Nicolás II, y su familia no tuvieron tanta suerte: fueron fusilados el 17 de julio de 1918, un asesinato que afianzó el proceso revolucionario en Rusia.
Años antes de que cayera Nicolás II, la policía secreta del Zar trató de fomentar el odio hacia los judíos filtrando un texto titulado Protocolos de los Sabios de Sión. Aquel embuste, que fue presentado como un documento auténtico, transcribía unas supuestas reuniones de prohombres hebreos que urdían una conspiración para controlar a los masones y a los movimientos comunistas, con el objetivo de gobernar el mundo. El régimen nazi, cuyo andamiaje estaba basado en teorías de la conspiración, utilizó aquel texto apócrifo como un elemento más en su brutal represión contra el pueblo judío.

El piolet más famoso de la historia
En la década de 1930, Josef Stalin, presidente de la Unión Soviética, inició un complot desde el poder para blindar su régimen ante cualquier ataque interno. Sin duda, el dictador se enfrentaba a una cierta disidencia, pero no tanta como él creía percibir a su alrededor. En su paranoia, Stalin veía enemigos donde no los había. En aquellos años comenzaron las purgas para desembarazarse de los compañeros que podían hacerle sombra: intelectuales, artistas, obreros y algunos bolcheviques que pelearon junto a él en los años de lucha revolucionaria fueron eliminados sin piedad.
Stalin no se fiaba de nadie, y menos de León Trotski, su antiguo camarada y un hombre que podía disputarle el poder y al que odiaba profundamente. El 20 de agosto de 1940, siguiendo las órdenes de Stalin, el comunista español Ramón Mercader se sirvió de un piolet para asestarle un golpe letal en el cráneo a Trotski, que, habiendo sido acogido por el Gobierno mexicano, residía en una casa de Coyoacán, cerca de Ciudad de México.
En el turbulento y violento siglo xx, pocos jefes de Gobierno y monarcas se sintieron inmunes a una posible conspiración asesina. Así, si en la década de los cuarenta la Hermandad Musulmana, grupo de extrema derecha, acabó con la vida de dos primeros ministros egipcios, en octubre de 1981 otra rama del integrismo islámico asesinó al presidente Anuar el–Sadat en El Cairo. El objetivo de los conspiradores era crear un nuevo régimen teocrático en Egipto.
Dos mujeres en el ojo del huracán
Otro ejemplo: la lucha de poder entre dos etnias, enfrentadas por el control de una vasta región de la India, acabó con la vida de Indira Gandhi en Nueva Delhi en octubre de 1984. Su elección como primera ministra en un país tan tradicionalista, en el que muchos ven el nacimiento de una niña como un símbolo de infelicidad, había constituido un hecho histórico cuyo eco sobrepasó la India y retumbó en todo el continente asiático.
En 1966, Indira Gandhi entró en la Historia al ser elegida por el Parlamento indio como nueva primera ministra. La gobernante heredó algunos de los grandes problemas que surgieron en la etapa poscolonial: entre ellos, las grandes diferencias raciales, culturales y lingüísticas de una nación enorme, que resultaron un cóctel letal cuando llegó la independencia. Y, en este terreno, una de las cuestiones más peligrosas era el separatismo sij en la región del Punjab.
En 1980, la primera ministra ordenó a los militares tomar el sagrado Templo Dorado de Amritsar, una actuación del ejército que costó la vida a centenares de sijs. En respuesta a la feroz represión de sus hermanos, dos miembros sijs de su guardia personal la asesinaron el 31 de octubre de 1984. Siete años después, su hijo Rajiv, ex primer ministro igualmente, murió en otro atentado terrorista llevado a cabo por un militante suicida de los Tigres de la Liberación Tamil.
El 27 de diciembre de 2007, una bomba estalló al finalizar un mitin multitudinario en Rawalpindi (Pakistán), provocando más de veinte víctimas mortales; entre ellas, Benazir Bhutto, que en 1988 se había convertido en la primera jefa de Gobierno de un estado islámico. Desde el poder, Benazir supo enfrentarse a la fuerte oposición del Ejército pakistaní, uno de cuyos jefes, el general Zia ul-Haq, había sentenciado a muerte a su padre, Zulfikar Ali Bhutto, que ocupó el puesto de presidente. En octubre de 2007, la entonces ex primera ministra había regresado a Karachi desde el exilio. Setenta días después, los militares pakistaníes ejecutaron su complot asesino contra ella.
Conmoción mundial
El 1 de junio de 2001 se produjo una conjura palaciega en Nepal. En el transcurso de una cena de Estado, el príncipe Dipendra acribilló a balazos a su padre, el rey nepalí Birendra, y a buena parte de su familia. El motivo oficial de aquella masacre fue la decisión de la madre de Dipendra de prohibirle la libre elección de pareja. Sin embargo, la verdadera causa del asesinato fue un chapucero complot para alcanzar el poder urdido por el propio Dipendra, un hombre de escasa inteligencia.
Pero si ha habido un complot asesino que haya conmocionado más que ningún otro a la opinión pública mundial, ha sido sin duda el que acabó con la vida del presidente estadounidense John F. Kennedy, abatido a balazos en Dallas (Texas) el 22 de noviembre de 1963. La policía detuvo poco después a Lee Harvey Oswald como principal sospechoso del magnicidio, pero las motivaciones y las identidades de los verdaderos organizadores del atentado permanecen en la sombra. Algunas hipótesis sugieren que los instigadores de la conspiración buscaron un cambio de poder en Washington.
Unos años después, en 1968, el pastor Martin Luther King, activista de los derechos humanos y ferviente defensor de la población negra americana, fue asesinado en Memphis, Tennessee, sin que tampoco las causas del complot hayan sido aclaradas. Y semanas más tarde, el senador Robert Kennedy, hermano del fallecido JFK, fue tiroteado por un joven jordano. Los motivos del atentado siguen siendo confusos hoy día.
En todas estas conspiraciones aparecen estrategias de distracción y campañas de desinformación lanzadas por los medios de comunicación afines para ocultar las tramas criminales. Así, en muchos de los complots promovidos por el poder de los Estados, los hechos son manipulados para que nunca se sepa la verdad: la tergiversación de la investigación criminal y judicial asegura el éxito de las altas conjuras palaciegas.