Las sucesivas epidemias de peste que golpearon a Europa entre la Edad Media y la Edad Moderna marcaron profundamente la evolución de sus sociedades. Frente al avance implacable de la enfermedad, las comunidades buscaron respuesta en todos los medios posibles, desde la devoción religiosa hasta estrategias más prácticas nacidas de la desesperación y la observación empírica. Un estudio reciente publicado por Albert Reixach Sala analiza cómo la Corona de Aragón comenzó a adoptar medidas pragmáticas contra la peste y otras enfermedades contagiosas ya desde mediados del siglo XV. Estas medidas superaron, de forma progresiva, las respuestas tradicionales basadas solo en lo religioso. En un territorio complejo y diverso, que abarcaba Cataluña, Valencia, Mallorca y Aragón, los gobiernos urbanos empezaron a probar técnicas que anticiparon lo que más tarde sería aplicado de forma sistemática en las ciudades italianas en los siglos XVI y XVII.
Los indicios iniciales de transformación: ritos, normas morales y dominio eclesiástico
Durante los siglos XIV y XV, el avance imparable de la peste negra sumió a los territorios aragoneses en una profunda incertidumbre. Sin acceso a soluciones médicas eficaces, muchas comunidades dirigieron sus esperanzas hacia el cielo, recurriendo a la fe como escudo frente al contagio. Las calles se llenaron de procesiones penitenciales, se intensificaron las rogativas y se establecieron días específicos para rezos colectivos. Cada ciudad, además, buscaba amparo en figuras sagradas particulares, consideradas protectoras frente a la enfermedad. Así, por ejemplo, en Girona se encomendaban a santa Narcisa, mientras que en Mallorca, los rezos se dirigían a santa Práxedes, cuya intercesión se invocaba con fervor.
Hacia 1384, el consejo municipal de Manresa llegó a prohibir las blasfemias, los juegos de azar y otros pecados que se consideraban responsables de la ira divina. En este contexto, la epidemia se entendió como un castigo celestial. Por ello, las respuestas se centraban en la expiación y la moralidad.
A medida que avanzaba el siglo XV, comenzaron a asomar tímidamente los indicios de una transformación en la forma de enfrentar las epidemias. Aunque los actos religiosos no desaparecieron —seguían presentes en forma de procesiones y rogativas—, las autoridades locales empezaron a ensayar respuestas más prácticas, menos vinculadas a lo espiritual y más centradas en el control del entorno. Estas nuevas estrategias, aún incipientes pero reveladoras, marcaron una ruptura con el enfoque puramente devocional que había dominado en los siglos anteriores. En el corazón de la Corona de Aragón se gestaba, sin saberlo, un cambio de mentalidad que anunciaba la llegada de una nueva etapa en la gestión del riesgo sanitario.

Vigilancia de la mortalidad y control del movimiento de personas
Entre las primeras medidas novedosas que se tienen registradas figura la implementación de sistemas de control sobre la mortalidad. En la ciudad de Barcelona, ya en la década de 1420, las autoridades comenzaron a designar a personas encargadas de contar diariamente los fallecimientos por parroquia. Primero fue un clérigo quien asumió esta tarea, y más adelante se confió a un cirujano. Esta vigilancia temprana permitía identificar rápidamente la aparición de focos epidémicos y evaluar la intensidad del brote. Fue un paso decisivo hacia una gestión más sistemática del riesgo sanitario. Tal procedimiento supuso un cambio crucial, pues, por primera vez, la ciudad recopilaba datos objetivos para decidir sus actuaciones sanitarias.
Al mismo tiempo, los diferentes municipios comenzaron a establecer controles sobre la movilidad de las personas. Terrassa, en 1420, y Cervera, en 1429, prohibieron la entrada de viajeros procedentes de localidades infectadas. Se prestó especial atención a los hosteleros, a quienes se ordenó no dar alojamiento a forasteros enfermos.
El temor al contagio impulsó también la clausura de murallas urbanas, una medida que restringía la circulación tanto de los extranjeros como de los vecinos, y que tuvo consecuencias económicas y sociales de gran calado. El aislamiento físico empezaba a ser considerado un instrumento legítimo para frenar la propagación de la peste.
Un elemento clave en todo ello fue la capacidad institucional de los municipios. Los consejos urbanos demostraron una notable flexibilidad para ensayar soluciones inéditas en sus territorios. Sin embargo, estas medidas no siempre se aplicaron de forma uniforme ni coherente. En muchos casos, se trataba de respuestas parciales y reactivas, que dependían de la gravedad del brote o de las posibilidades económicas de cada ciudad.

El mar como frontera sanitaria
La condición geográfica de la Corona de Aragón, con dominios repartidos entre el litoral mediterráneo y varias islas, obligó a prestar especial atención al peligro de contagio por vía marítima. Ante el temor de que la peste viajara a bordo de navíos comerciales o de pasajeros, comenzaron a aplicarse medidas drásticas. En Mallorca, por ejemplo, ya en 1414 se optó por expulsar a quienes se sospechaba que portaban la enfermedad. Décadas más tarde, en 1458, fue Barcelona la que actuó: vetó el desembarco de embarcaciones procedentes de la isla y ordenó la expulsión de los mallorquines. Estas decisiones no solo reflejan el pánico al contagio, sino también los roces políticos latentes dentro del propio territorio aragonés.
Estas medidas muestran cómo los puertos se convirtieron en auténticas fronteras sanitarias, vigiladas con severidad para impedir la entrada del mal por vía marítima. En Sóller, hacia 1467, se llegó a reforzar los controles terrestres mediante guardias que custodiaban los accesos al valle, lo que refleja hasta qué punto la geografía condicionaba las respuestas públicas.
Cuarentenas y primeras instituciones sanitarias
A finales del siglo XV y principios del XVI, algunas ciudades aplicaron medidas que se asemejaban a la cuarentena. En 1501, Cervera construyó barracas provisionales donde los habitantes que regresaban a la villa debían pasar un periodo de confinamiento preventivo. Los jurados de Valencia, en 1509, alquilaron una casa de campo cerca del puerto para destinarla al aislamiento de los recién llegados. Aunque estos confinamientos no siempre respetaban los cuarenta días, su aplicación muestra la creciente convicción de que separar a los posibles contagiados era fundamental para proteger a la comunidad.
Mientras tanto en Mallorca, ya en 1476, se había organizado una especie de junta de sanidad bajo la dirección de un médico. Sus estatutos regulaban quién podía ejercer la medicina, prohibían la práctica sin licencia, supervisaban el trabajo de los enterradores y vigilaban la labor de los notarios que redactaban testamentos en casos de enfermedad.
Estas acciones, que unían el control sanitario con decisiones administrativas y seguimiento profesional, representaban un adelanto notable para la época y prefiguraban instituciones de salud pública más complejas que nacerían siglos después. Junto a ellas, se implementaron prácticas complementarias como encender hogueras en las calles o frente a las viviendas afectadas, con la esperanza de purificar el aire y detener el contagio. En conjunto, estas medidas muestran cómo comenzaba a imponerse una visión más racional y estructurada del problema, donde la gestión concreta del riesgo empezaba a desplazar a la respuesta exclusivamente espiritual.

A pesar del valor de estas medidas, llama la atención la escasa presencia del conocimiento médico académico en su aplicación. Las decisiones, en su mayoría, no partían de tratados universitarios, sino de la experiencia directa, del contacto cotidiano con la enfermedad y de la urgencia por encontrar soluciones efectivas. Fue, en esencia, un saber práctico —y muchas veces improvisado— el que guio la respuesta frente a la peste.
Las ciudades gestionaban la peste con instrumentos administrativos propios, más que siguiendo recetas dictadas por el saber académico, lo que demuestra la distancia entre la medicina erudita y la realidad municipal. Aunque la consolidación de las juntas de sanidad y la regulación de la práctica médica marcaron un paso hacia la institucionalización, en este momento histórico aún no existía una plena coordinación entre médicos y gobiernos.
Un campo de experimentación
En conjunto, el análisis de Reixach Sala revela que la Corona de Aragón emprendió, desde mediados del siglo XV, un proceso de innovación gradual en la gestión de la peste. Sin abandonar las ceremonias religiosas, los municipios empezaron a vigilar la mortalidad, a cerrar murallas, a establecer controles en puertos y caminos, a ensayar confinamientos preventivos y a organizar juntas de sanidad. Estas medidas, a menudo limitadas e irregulares, demuestran no obstante una conciencia cada vez mayor de las consecuencias del contagio y la necesidad de actuar de manera colectiva.
Referencias
- Reixach Sala, Albert. 2024. "The beginning of the fight against the plague in the 15th-century Crown of Aragon". Ibero-Medievistik. DOI: https://doi.org/10.58079/11sis
- Reixach Sala, Albert. 2025. "Reixach Sala, A. (2025). "Fighting the plague in the Crown of Aragon (mid-fourteenth to early sixteenth centuries)". Journal of Medieval Iberian Studies, 17(2): 271–291.DOI: https://doi.org/10.1080/17546559.2024.2422034