La mañana del 23 de septiembre de 1933, en un descampado a las afueras de Frankfurt y rodeado de reporteros, Adolf Hitler escenificó, junto a 720 desempleados armados de palas, el inicio de la recuperación económica alemana. A todos los trabajadores del país se les había dado un rato libre a las 10:45 para que escuchasen por radio la “histórica” retransmisión. Ese día, en palabras del propio Führer, Alemania entraba en “la era de la autopista”.
“¡Alemanes, a trabajar!”, apremió, y luego cogió con determinación una pala y la clavó en la tierra de lo que, con el tiempo, sería la autopista Hamburgo-Basilea-Frankfurt. Los 720 hombres se pusieron manos a la obra y la nueva realidad quedó a la vista de todos: ya no eran parados, Hitler les había asignado una tarea y muchos miles les seguirían.
“Trabajo, trabajo, trabajo”
La nueva red de Autobahn fue la primera señal de que Alemania iba dejando atrás la crisis económica y el desánimo. Para el nazismo, la mejor forma de ganarse a la población era acabar con el desempleo, que entre finales de 1932 y comienzos de 1933 afectaba al 30% de los trabajadores: más de seis millones de personas. En su campaña electoral, Hitler había prometido “trabajo, trabajo, trabajo”.

Tres meses después de su victoria, el secretario de Estado de Finanzas, Fritz Reinhardt, presentó la Ley para la Reducción del Desempleo. El nuevo gobierno destinó 1.000 millones de marcos imperiales a obra pública y aumentó también las ayudas a la construcción privada.
Los nazis presentaron las autopistas como si las hubieran inventado ellos, pero el primer tramo de la Autobahn, que iba de Colonia a Bonn, había sido inaugurado en 1932. Hasta el inicio de la guerra se construyó un total de 3.300 kilómetros de autopista, pero, aunque ello dio empleo a 125.000 personas, su efecto sobre las cifras generales del paro fue escaso.
Mucha más influencia tuvieron los préstamos que se concedían a los recién casados, entre cuyos requisitos se imponía el de que la mujer dejara de trabajar. Estos créditos contribuyeron a que un gran número de parejas se decidieran a contraer matrimonio. En 1933, hubo 100.000 enlaces más que el año anterior, lo que supuso que miles de hombres ocuparan los empleos que las mujeres dejaban libres.

También comenzó el rearme del ejército, al principio con cautela. La industria siderúrgica y las fábricas de armamento aumentaron la producción en secreto hasta traspasar los límites impuestos en 1919 por el Tratado de Versalles. Por último, el 7 de abril de 1933 se aprobó el llamado Párrafo Ario por el cual se despedía a todos los funcionarios judíos, cuyos puestos quedaron a disposición de los ‘arios’ que engrosaban las filas del paro.
A comienzos de 1934, cuando los nazis llevaban solo nueve meses en el poder, el desempleo se había reducido en 2,3 millones de personas, algo que fue considerado un milagro económico y causó sensación también fuera de Alemania. Pero el objetivo no se limitaba a crear empleo. Alemania era una sociedad muy claramente dividida en clases sociales, en la que las decisiones las tomaba exclusivamente una élite rica y con un alto nivel educativo.
Buenas escuelas, vacaciones pagadas
Para romper con este orden se abrieron distintas escuelas de élite destinadas a hijos de obreros y campesinos. Los mejores alumnos de las escuelas municipales eran escogidos para que continuaran sus estudios en los centros Napola con los gastos pagados.
A esto se le sumaron ventajas fiscales para trabajadores, incentivos por hijo para familias y ayudas para el campesinado para compensar eventualidades como la pérdida de cosechas o las caídas de precios en el mercado internacional. Así tomaba forma un Estado del bienestar en el que el gobierno se hacía cargo de las necesidades de sus ciudadanos; evidentemente, solo de los de la mayoría de origen alemán.
Asimismo, mejoró la cobertura pública de las vacaciones. Antes los trabajadores tenían derecho a una semana libre, pero en realidad pocos de ellos la disfrutaban. Una nueva ley duplicó el número de días y estableció que debían cogerse obligatoriamente.

Con el objetivo de que ese tiempo de ocio proporcionara el descanso necesario, el sindicato nazi DAF (Frente Alemán del Trabajo) creó la subdivisión Kraft durch Freude (KdF, Fuerza a través de la Alegría), que llegó a tener 4.000 empleados dedicados a la organización del turismo de masas. Se construyeron hoteles enormes y viviendas turísticas en zonas de gran belleza natural. Por el módico precio de 40 marcos, todo incluido, los trabajadores podían alojarse 14 días.
El proyecto más espectacular fue el complejo turístico de la isla de Rügen, en el Báltico. Aquí la KdF empezó a construir un gigantesco hotel, el Prora, de 4,5 km de largo y 10.000 habitaciones, todas con vistas al mar, frente al cual se situaba un muelle en el que debía atracar una flota de cruceros. Uno de ellos era el impresionante Wilhelm Gustloff, con capacidad para 1.400 pasajeros. Pero ningún huésped llegó jamás a disfrutar del lujo del Prora, ya que la construcción se detuvo al comenzar la guerra. El destino del Wilhelm Gustloff fue aún peor: una noche de enero de 1945, un torpedo ruso lo hundió con 10.000 refugiados del este de Prusia a bordo.

El coche del pueblo
Poco después de acceder al poder, Hitler recibió una propuesta del famoso diseñador automovilístico austríaco Ferdinand Porsche: un coche para gente corriente, es decir, un volkswagen (coche del pueblo, en alemán). A Hitler le encantaban los automóviles, por lo que la idea de motorizar al pueblo le entusiasmó. Era además una buena forma de competir con Estados Unidos, donde el 20% de la población tenía coche; en Alemania, este porcentaje era diez veces menor.
Hitler y Porsche establecieron juntos los requisitos que debía cumplir el Volkswagen: el precio no podía superar los 990 marcos, debía tener capacidad para una familia de dos adultos y tres niños, el consumo máximo tenía que ser de un litro por cada 14 km y la velocidad de 100 km/h. Puesto que pocos alemanes tenían garaje, había que poder dejarlo a la intemperie incluso cuando helaba, lo que significaba que la refrigeración del motor no podía funcionar con agua.
Ante los retrasos y obstáculos sufridos por el proyecto, Hitler decidió que no lo produjera la industria automovilística alemana. En su lugar, encargó a la DAF y la KdF que construyeran una nueva fábrica cerca de Hannover. El líder de la DAF, Robert Ley, convencido de que se convertiría en “la fábrica de coches más grande del mundo”, estableció la capacidad de producción en 1,5 millones de vehículos al año, superior incluso a la de la americana Ford.

El 26 de mayo de 1938, Hitler puso la primera piedra cerca de la ciudad de Wolfsburgo, también de nueva construcción. Poco antes había decidido por su cuenta y riesgo que el coche no se llamaría Volkswagen, sino KdF-Wagen, por lo que Ferdinand Porsche tuvo que tirar a la basura toneladas de material publicitario ya impreso.
Cuando la fábrica de Wolfsburgo estuvo por fin lista para comenzar la producción, estalló la Segunda Guerra Mundial y la actividad se reorientó de inmediato hacia los vehículos militares y el armamento pesado. Así, no fue sino hasta después de la guerra cuando los KdF empezaron a salir de la fábrica de Wolfsburgo, de nuevo con su nombre original, Volkswagen. La idea de Ferdinand Porsche se convertiría en uno de los mayores éxitos de la historia del automóvil, con más de 21 millones de coches vendidos.
Una comunidad excluyente
La idea de unir a la población era muy importante para el nazismo, que veía a los alemanes como un solo pueblo con un único destino, por lo que era esencial forjar una nación que fuese una “comunidad racial” indestructible. El 17 de julio de 1933, se ilegalizó toda oposición.
La fundación de partidos políticos pasó a ser delito, ya que a la comunidad racial le bastaba con un partido único, el NSDAP. Lo mismo sucedió con sindicatos, clubes automovilísticos, asociaciones deportivas y de cualquier otra índole: no se permitía ninguna actividad que no estuviera controlada por el partido. Este proceso se llamó gleichschaltung, que puede traducirse como “poner en fila”.
Las mujeres que ocupaban cargos de importancia se convirtieron en una especie en extinción. Debían conformarse con tareas subalternas en escuelas, oficinas y tiendas o, preferiblemente, quedarse en casa, tener hijos y ocuparse de la familia. “La idea de la emancipación de la mujer es un invento de intelectuales judíos. Creemos que no está bien que la mujer entre en el mundo del hombre. Esos dos mundos deben permanecer separados”, explicó Hitler en 1934.
Los ya mencionados préstamos para recién casados contribuyeron a crear un nuevo modelo de familia. Además de retirar a la mujer del mercado de trabajo, por cada hijo se condonaba un 25% del capital concedido. Así, el Estado esperaba que cada pareja tuviera cuatro hijos, lo que equivalía a la amortización total del préstamo.

Para aumentar aún más la natalidad, en 1938 se introdujo una distinción especial en forma de medalla, la Cruz de Honor de la Madre Alemana, que se concedía en tres categorías: bronce (4-5 hijos), plata (6-7) y oro (8 o más). La primera galardonada fue Louise Wiedenfeller, de 61 años, natural de Múnich, que le había dado a Alemania ocho hijos. Desde su creación hasta 1945, se otorgaron más de diez millones de cruces.
En auxilio de los pobres
Antes de que Hitler asumiera el poder, se organizaban ya colectas para ayudar a los pobres en las que siempre se obtenían varios millones de marcos. Este fue el precedente en el que se basó el ministro de Propaganda, Joseph Goebbels, para montar las campañas llamadas Auxilio de Invierno al Pueblo Alemán.
El astuto dirigente nazi vio enseguida las ventajas de un programa que podía repetirse todos los años: por un lado, comprometía a los alemanes en una causa común y, por otro, proporcionaba ingresos que se ahorraban en prestaciones sociales. Pronto se convirtió en tradición que Hitler inaugurara cada año la colecta con una arenga por la radio.
En los meses siguientes, más de un millón de voluntarios se echaban a la calle a recolectar ropa y dinero o vender números de lotería. En sus discursos, Hitler recordaba a los alemanes que nadie era demasiado pobre para contribuir. “Todo el mundo tiene que ayudar, los ricos y los pobres. Todos tenemos que pensar: hay alguien más pobre que yo y, como compatriota, debo ayudarle”, declaró en 1937.

Los lemas propagandísticos funcionaron y los alemanes se unieron a la lucha contra la miseria, de forma que, con el tiempo, la suma conseguida con el Auxilio de Invierno superó a la destinada por el Estado al alivio de la pobreza. Las colectas se incrementaron con otro recurso: un domingo de cada mes, las amas de casa alemanas servían un guiso en el que gastaban menos que en una comida normal. El ahorro resultante debían entregarlo al llamado blockleiter del edificio, un supervisor nazi que hacía de contacto entre el Estado y los vecinos de la finca (medio millón de alemanes ejercieron este rol). Con los guisos del domingo se recaudaban 30 millones de marcos al mes.
Al borde de la quiebra
No obstante, las transferencias de dinero a la población en forma de subsidios, pensiones, ayudas y vacaciones pagadas, unidas a los proyectos de obra pública y al rearme del ejército, supusieron una enorme sangría para el Estado. Y aunque, con la caída del desempleo, la factura de las prestaciones a parados bajó, ese ahorro era insuficiente para compensar el inmenso gasto público: tanto el Estado del bienestar como la producción de armamento tenían un coste importante.
Este problema presupuestario se ocultó desde el primer momento. Ya en 1933, el Ministerio de Finanzas falseó las cuentas para evitar que la confianza en la economía alemana se resquebrajara. De haber ocurrido así, se habría vuelto a la inflación de los años veinte y comienzos de los treinta, el desempleo habría subido otra vez y el nazismo habría perdido el control de la opinión pública. La única salida era, por tanto, hacer trampas con los números. La manipulación se volvió tan descarada que los datos ya no se podían dar a conocer. El balance habría mostrado a las claras que el nazismo estaba conduciendo al país a la quiebra, por lo que, en 1935, Hitler simplemente prohibió la publicación de presupuestos.
Uno de los trucos ideados por el Ministerio de Finanzas para ocultar el enorme déficit público fue hacer que la industria armamentística le prestara dinero al Estado con el objetivo de rearmar al ejército. Para ello, los fabricantes de armas, junto con el gobierno, crearon una entidad que operaba bajo el inocente nombre de Sociedad para la Investigación Metalúrgica (MEFO). En teoría no había conexión entre el Estado y la MEFO, que todos los años encargaba armamento por valor de miles de millones de marcos imperiales. El coste se satisfacía con pagarés emitidos por los fabricantes de armas, cuyo valor el Estado devolvería a medida que obtuviese ingresos. Hasta 1938, casi la mitad del presupuesto militar se sustentó en pagarés de la MEFO.
Los judíos pagaron el precio
Pero, fundamentalmente, de donde el nazismo sacó el dinero fue de los judíos, a los que, a partir de 1933, empezó a acosar con prohibiciones y leyes especiales. La intención inicial era que, hartos del hostigamiento, emigrasen. Para poder abandonar el país, antes debían pagar el llamado “impuesto de huida”, que a menudo les obligaba a malvender sus bienes y que reportó a las arcas del Reich 1.000 millones de marcos.
No era suficiente. A finales de 1937, el Ministerio de Finanzas dio la voz de alarma: la situación era desesperada, por lo que comenzó un auténtico expolio. Todo judío que poseyera más de 5.000 marcos debía traspasar su fortuna al Estado a cambio de unos bonos. De esta forma, el gobierno consiguió 8.000 millones.

En noviembre de 1938, las alarmas volvieron a sonar, esta vez provenientes del Banco Central, que advertía de la urgencia de obtener 2.000 millones de marcos para evitar la suspensión de pagos del Reich. La información llegó al poco del asesinato en París del diplomático alemán Ernst vom Rath a manos de un judío polaco. El suceso condujo a la Noche de los Cristales Rotos, en la que 191 sinagogas y muchas casas y tiendas de judíos fueron destruidas. Pese a ser las víctimas, Göring aprovechó para imponer a los judíos una multa colectiva de 1.000 millones de marcos.
En enero de 1939, pese a todo, el Banco Central informó a Hitler de que la quiebra era inevitable. La confiscación de bienes de judíos se incrementó en Austria y Checoslovaquia, pero los fondos seguían sin ser suficientes. Si los nazis querían conservar el favor de los alemanes, el Estado del bienestar tenía que mantenerse. La ocupación de Polonia se volvió así insoslayable, aun a costa de una guerra mundial.