Cuando se habla de Pompeya, la imagen que nos viene a la mente es la de una ciudad detenida en el tiempo: calles silenciosas cubiertas de ceniza, moldes de cuerpos retorcidos por el dolor y casas congeladas en su última actividad diaria. La erupción del Vesubio en el año 79 d.C. ha sido narrada hasta el cansancio como un cataclismo absoluto, como si nadie hubiera escapado. Sin embargo, una nueva investigación está reescribiendo esta historia y ofreciendo una mirada completamente distinta: la de aquellos que sí lograron sobrevivir.
Gracias al trabajo de Steven Tuck, historiador especializado en el mundo clásico y autor del reciente libro Escape from Pompeii: The Great Eruption of Mount Vesuvius and Its Survivors, ha salido a la luz una narrativa que, hasta ahora, permanecía en las sombras. A través de un meticuloso cruce de datos arqueológicos, epigráficos y geográficos, Tuck ha conseguido rastrear a decenas —incluso cientos— de personas que huyeron de Pompeya y Herculano para rehacer sus vidas en otras ciudades del Imperio.
El éxodo invisible
Durante años, la arqueología se centró casi exclusivamente en lo que quedó bajo las capas de ceniza: edificios, utensilios, frescos, cadáveres. La historia de Pompeya era, esencialmente, una historia de muerte. Pero Tuck se planteó una pregunta distinta: ¿y si también fuese una historia de supervivencia?
A partir de esta inquietud, comenzó a investigar qué había ocurrido con aquellos que no aparecen entre los cuerpos hallados. Lo sorprendente es que, de una población estimada de 40.000 personas en la región, solo se han recuperado alrededor de 1.500 restos humanos. Las cifras no cuadraban. Y entonces apareció la pista: las ausencias.
Los altares domésticos, por ejemplo, estaban casi todos vacíos. Las estatuillas de los dioses del hogar, presentes en casi todas las casas romanas, habían desaparecido de más del 95% de los santuarios hallados. Lo mismo ocurría con las arcas metálicas y los cofres; muchos estaban abiertos, pero vacíos. En los establos, apenas se encontraron restos de animales, y las embarcaciones en el puerto habían desaparecido casi por completo.

Este “vacío” revelaba una verdad inesperada: muchísima gente logró escapar, y se llevó consigo todo lo que pudo. Desde objetos religiosos hasta medios de transporte. La erupción fue terrible, pero no inmediata. Según los datos recogidos por Tuck, entre la primera explosión y la llegada de las olas piroclásticas más letales, transcurrieron hasta 18 horas en algunas zonas. Tiempo suficiente para huir, si se reaccionaba rápido.
El rastro de los que sobrevivieron
Una de las historias más reveladoras descubiertas por Tuck es la de la familia Umbricius, comerciantes de garum (una salsa de pescado muy apreciada en la cocina romana) que vivían en Pompeya. Tras la erupción, el apellido vuelve a aparecer en Puteoli (actual Pozzuoli), una ciudad cercana pero no destruida. Allí, los Umbricii reanudaron su negocio, y adaptaron su marca: en las etiquetas de sus productos comenzaron a incluir el nombre del nuevo lugar y del nuevo heredero, una forma de afirmar que seguían vivos.
Este tipo de desplazamiento fue habitual entre los supervivientes. Muchos se trasladaron a comunidades cercanas como Nola, Cumae o Sorrento, mientras que otros, según Tuck, pudieron haber llegado hasta Roma, aunque rastrearles allí resulta más complicado. El movimiento de estas personas no fue solo físico, sino también cultural. En las ciudades donde se instalaron empezaron a aparecer templos dedicados a deidades como Isis, presentes en Pompeya, lo que sugiere que llevaron consigo sus creencias y tradiciones.
Además, hay indicios de que algunos incluso regresaron. Las estructuras más altas de la ciudad aún sobresalían de la capa de ceniza, y algunas zonas fueron aprovechadas para saquear materiales de construcción reutilizables. Hay evidencia arqueológica de presencia humana poco después del desastre. Se cree que algunos volvieron no para vivir, sino para recuperar lo que quedaba.

Los invisibles de la historia
Uno de los retos más grandes del trabajo de Tuck ha sido identificar a los supervivientes que no pertenecían a las clases altas. A diferencia de los aristócratas, cuyos nombres y propiedades suelen quedar registrados en inscripciones y documentos, los ciudadanos comunes dejan pocas huellas. A pesar de eso, logró rastrear a varios individuos de clase media e incluso a personas pobres que fueron acogidas por otras familias tras la tragedia. En uno de los casos más conmovedores, encontró a un niño huérfano adoptado por una pareja de supervivientes en una ciudad cercana.
También hay un vacío notable: las personas que no eran romanas. Pompeya tenía una comunidad judía activa, pero sus nombres —al no seguir el patrón romano— son casi imposibles de rastrear. Sin apellidos familiares o registros de origen, muchos de estos grupos han desaparecido del mapa histórico, pese a haber formado parte de la ciudad antes del desastre.
Una historia que nos habla hoy
Más allá del interés arqueológico, el trabajo de Tuck ofrece una lectura profundamente humana. Nos recuerda que en toda gran tragedia hay historias de resistencia. Que detrás de las cifras, los moldes de yeso y las ruinas, hay personas que huyeron, que protegieron a sus hijos, que buscaron salvar lo sagrado, que adoptaron a huérfanos y que, en medio de la nada, decidieron empezar de nuevo.
Pompeya fue una catástrofe, sí, pero también fue el punto de partida de muchas otras vidas. Vidas que dejaron rastros tenues, pero rastros al fin. Gracias a investigaciones como la de Tuck, hoy podemos volver a escucharlas.