Así de extraño fue el descubrimiento de las estrellas de neutrones

Las estrellas de neutrones son uno de los objetos más extraños del universo. Quizá por eso su descubrimiento fue igualmente extraño, a pesar de que se había pronosticado su existencia tres décadas antes.
Así de extraño fue el descubrimiento de las estrellas de neutrones

Imagina una estrella de una vez y media la masa de nuestro Sol apelotonada en el interior de una esfera de diez kilómetros de diámetro. ¿Lo tienes? Ahora ponla a rotar sobre sí misma de forma que en un segundo gire del orden de mil veces. Eso es una estrella de neutrones. En ella la materia está tan concentrada y se encuentra a unas presiones tan elevadas que no se presenta en forma de átomos. Lo que se tiene es una especie de sopa de neutrones y otras partículas subatómicas que tienen nombres tan singulares como el de piones. La estructura de la estrella, que colapsaría por acción de la gravedad, se soporta debido a la presión de degeneración. Para entenderla piensen en lo que ocurre en los bares y lugares de copas durante las fiestas de su pueblo o ciudad: están tan abarrotados que no cabe, como vulgarmente se dice, ni un alfiler. Si quisiéramos entrar deberíamos vencer la presión que ejercen las demás personas, que parecen estar prácticamente pegadas. Lo mismo ocurre en el interior de las estrellas de neutrones: el peso de la estrella, que tiende a concentrar toda su masa en el centro, no vence porque dos partículas de materia no pueden ocupar el mismo sitio al mismo tiempo.

El átomo es destrozado al formarse una estrella de neutrones. Foto: Istock

Lo más fascinante es que la luz de una estrella en condiciones tan extraordinarias como ésta no sale de su superficie en todas direcciones, como sucede con el Sol o con una bombilla, sino en dos direcciones privilegiadas, coincidentes con los polos magnéticos de la estrella. Lo que tenemos es una especie faro galáctico en el rango de las ondas de radio. Al observarlo veremos, como con los faros de la costa, una estrella que se enciende y se apaga unas quinientas veces por segundo. De ahí que se las conozca también con el nombre de púlsar, del inglés estrella pulsante.

Serendipia astronómica

Los púlsares fueron descubiertos por casualidad. Todo comenzó hacia finales de 1967, cuando un radiotelescopio interceptó un extraño mensaje procedente del universo, sorprendente y completamente desconocido. El instrumento que detectó ese mensaje era también algo raro: una serie de hileras de postes, que sostenían 2000 miniantenas, ocupando dos hectáreas en la verde campiña inglesa cercana a la ciudad de Cambridge. Una de quienes lo operaban era la estudiante de doctorado Jocelyn Bell, cuya tesis estaba dedicada a medir el tamaño de algunas fuentes emisoras de radio. Para ello Bell examinaba pacientemente los registros en la interminables tiras de papel que el radiotelescopio iba trazando sin interrupción las 24 horas del día. Un día se recibió una señal totalmente distinta, en nada parecida a lo que estaba acostumbrada. Era una serie de impulsos muy breves, de pocas centésimas de segundo de duración y espaciados entre sí 1,3 segundos. Era completamente anómala; no se parecía ni a las radiofuentes galácticas a las que estaba acostumbrada ni a las molestas interferencias terrestres.

Jocelyn Bell en 1967. Foto: Wikimedia

El papel de la impresora se deslizaba demasiado despacio, a una décima de milímetro por segundo, lo que impedía distinguir los impulsos entre sí: lo único que se veía era una mancha de tinta de un centímetro de longitud -correspondiente a un par de minutos-. Jocelyn habló con su director de tesis, Anthony Hewish, y decidieron hacer un registro a una velocidad superior para poder estudiar la estructura de la señal. Por desgracia era demasiado débil y no aparecía todos los días. Hacer funcionar la impresora a la velocidad apropiada las 24 horas del día requería más de tres kilómetros de papel diarios, algo imposible de llevar a la práctica. La única solución era que la impresora funcionara más rápido durante unos cuantos minutos en el momento oportuno.

La paciencia lleva al éxito

Era principios de otoño. La señal debía aparecer hacia el anochecer y durante semanas Jocelyn estuvo dedicada a acelerar la impresora a la hora señalada... sin éxito. Al final los astrónomos de Cambridge decidieron que era mejor olvidarlo. Pero Jocelyn, inasequible al desaliento, seguía obsesionada con las misteriosas señales. Una noche volvió al laboratorio y puso en marcha el instrumental. Y entonces ocurrió: la señal apareció. Jocelyn llamó a Hewish y ambos llegaron a la conclusión que una señal tan enormemente precisa debía tener un origen terrestre. Pero no podía ser. La misteriosa señal aparecía cada noche unos cuatro minutos antes que la anterior, lo mismo que las estrellas (el día oficial de 24 horas difiere con el real -definido por la rotación de la Tierra- esos cuatro minutos. ¿Serían extraterrestres queriendo comunicar? Bell y Hewish ni se lo plantearon, salvo para bautizarla: la denominaron LGM 1, las siglas en inglés de hombrecillos verdes (Little Green Men). Para acabar de rizar el rizo, algunos medios de comunicación se creyeron la broma y afirmaron que habíamos encontrado una civilización extraterrestre.

Nada más lejos de la verdad. Hewish y Bell determinaron que se trataba de un nuevo tipo de estrella inefablemente extraña, pero fue el astrofísico Thommy Gold quien identificó de qué se trataba: una estrella de neutrones, cuya existencia había sido predicha teóricamente hacía casi treinta años.

Imagen artística de un púlsar. Foto: Istock

La parte más fascinante de la propuesta de Gold era que en una estrella de neutrones en rápida rotación la radiación electromagnética no sale de su superficie en todas direcciones, como sucede en el Sol o en una bombilla, sino en dos direcciones privilegiadas, coincidentes con los polos magnéticos de la estrella: lo que tenemos una especie faro galáctico. Al observarlo veremos, como sucede con los faros de la costa, una estrella que se enciende y se apaga unas quinientas veces por segundo. De ahí que se las conozca con el nombre de púlsar.

Era un descubrimiento importante, merecedor del premio Nobel. Y se lo dieron. Pero no a la descubridora, sino a su director. Quizá la Academia de Ciencias sueca consideró que era un desprestigio para el premio dárselo a una estudiante de doctorado.

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