El origen del detergente: una historia de ciencia, guerra y espuma

La invención del detergente para lavar la ropa ha sido una de las innovaciones más significativas en la historia del hogar moderno. Antes de su creación, dependíamos de métodos tradicionales como el uso de jabón en barra o ceniza para lavar la ropa, lo que requería una cantidad considerable de tiempo y esfuerzo.
El origen del detergente: una historia de ciencia, guerra y espuma

A principios del siglo XX, los científicos comenzaron a explorar la posibilidad de crear productos químicos que facilitaran la limpieza de la ropa más allá del jabón, que sabemos que se usaba en Babilonia hace 4 800 años. El camino había sido abierto en 1890 por el alemán S. Krafft, cuando observó que ciertas sustancias que no eran jabonosas producían espuma al unirse con el alcohol. Pero este hallazgo quedó como una curiosidad química salvo para el norteamericano Ernst Twitchell, inventor del acetímetro, un dispositivo para medir el contenido de ácido acético del vinagre. Pero su pasión era el estudio de la grasa, que le llevó a patentar cinco procesos sobre la división de grasa o hidrólisis de lípidos. Fue en una de su patente de 1898 donde describe el catalizador utilizado: ácido oleico tratado con ácido sulfúrico concentrado y naftaleno. La grasa se trataba con un 1% de catalizador, añadiendo medio volumen de agua y dejando la mezcla hervir en un tanque abierto 12 a 20 horas. Después se elimina el agua y la glicerina y lo que queda son ácidos grasos aptos para jabón o velas.

El primer jabón en polvo

Siguiendo estos pasos, en 1907 el químico alemán Otto Rohm, propietario de Burnus, una empresa fundada en 1836 para fabricar velas y jabón, logró desarrollar una versión eficiente y práctica del jabón en polvo, que se comercializó bajo el nombre de "Persil". La fabricación de jabón se mantuvo igual hasta 1916. Con el estallido de la Primera Guerra Mundial llegó, primero, la escasez de materias primas y segundo el bloqueo comercial aliado a Alemania. Así que a sus científicos no les quedó más remedio que ponerse a buscar formas de sustituir las grasas naturales, utilizadas para fabricar lubricantes, por sustancias sintéticas.

A diferencia de los detergentes, llevamos usando el jabón 5 000 años. Foto: Istock

Fue entonces cuando dos químicos, H. Gunther y M. Hetzer, recuperaron el descubrimiento de Krafft y elaboraron en 1916 el primer detergente sintético de uso comercial, Nekal. Estos detergentes eran productos químicos con uno de esos nombres horribles de la química, como el alquilnaftalenosulfonato de cadena corta o los sulfato de éter de alquilo, que se elaboraban acoplando un tipo de alcoholes llamados propílicos o butílicos con naftaleno. Estos productos eran sólo detergentes aceptables pero buenos agentes humectantes (que atrapan y retienen la humedad) y todavía se utilizan en la industria textil.

El problema de la espuma

En la década de 1930, se desarrollaron nuevos procesos comercialmente viables para los alcoholes grasos, lo que llevó a desarrollar nuevos detergentes como FEWA, producida por la empresa alemana BASF, o Dreft, producido por la estadounidense Procter & Gamble. Estos detergentes se utilizaron principalmente en la industria hasta después de la Segunda Guerra Mundial. Un efecto indeseable de estos detergentes (como los alquilbencenosulfonatos) era que, a diferencia de los jabones y los detergentes sintéticos a base de alcoholes grasos, producían una gran cantidad de espuma muy difícil de eliminar. Esta espuma permanece en la superficie de las aguas residuales a medida que pasa a través de los desagües al sistema de alcantarillado, para acabar en los ríos y, finalmente, en el mar. El impacto ambiental fue importante, pues dificultaba la navegación fluvial y como la espuma retarda la degradación biológica del material orgánico presente en las aguas residuales, causó problemas en las centrales depuradoras de agua. Fue tras una intensa investigación que en 1960 se descubrieron variantes de estas sustancias que las bacterias podían descomponer con facilidad.

Sin embargo, hasta 1946 los detergentes se utilizaron casi exclusivamente para lavar los platos y las prendas delicadas. El primer gran detergente para lavar la ropa en casa apareció aquel año: se llamó Tide y coincidió en el tiempo con el boom de las lavadoras automáticas, que junto con el lavavajillas deberían encontrarse entre los inventos más importantes de la historia de la humanidad.

Pero el principal problema que tenían esos primeros detergentes no era su impacto medioambiental, sino que las prendas de algodón no quedaban tan blancas como debían. Al parecer, los principios activos eran capaces de arrancar la suciedad pero no de mantenerla en suspensión, con lo que volvía a depositarse sobre la ropa formando una película uniforme. Para evitarlo tuvieron que añadir un nuevo compuesto: la carboximetilcelulosa o CMC (que también se usa como espesante en la industria de los jarabes).

Los blanqueadores ópticos

Muchos recordaremos aquellos anuncios donde se decía que cierto detergente dejaba la ropa más blanca que blanca, o aquel otro que aseguraba un blanco nuclear a las sábanas. Pues bien, quienes consiguen ese blanco purísimo son los llamados blanqueadores ópticos, que no son otra cosa que sustancias fluorescentes cuyo descubridor fue Hans Krais en 1929.

La blancura que vemos en la ropa no es producto de la limpiea sino de los blanqueadores ópticos. Foto: Istock

Estos productos químicos se cuelan entre las fibras de las prendas durante el lavado y no se van al escurrirlas, sino que se fijan al tejido. El brillo casi mágico de camisas y sábanas es debido a que esas sustancias reaccionan ante la radiación ultravioleta, la misma que nos pone morenos en la playa. La diferencia estriba en que, mientras a nosotros nos ennegrece la piel, las sustancias fluorescentes convierten los ultravioleta en luz visible ligeramente azulada. Ese tono azul combinado con el tono natural de las fibras las hace aparecer más blancas a nuestros ojos. En definitiva, la tela refleja más luz que de ordinario y por eso parece más blanca y brillante, pero no quiere decir que esté más limpia. Éste es el pequeño engaño de los detergentes.

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