Imagina a uno (o una) de los vigilantes de la playa sentado cómodamente en su silla oteando el océano. De repente ve en su diagonal a un bañista pidiendo ayuda dentro del agua. En la mente del vigilante surge una pregunta intrigante: ¿cuál es la ruta más rápida para llegar hasta el bañista en apuros? La respuesta a este dilema aparentemente simple es mucho más compleja de lo que podría parecer a simple vista.
¿Cuál es el camino más rápido? La línea recta es la distancia más corta entre dos puntos, como todos sabemos bien, pero no es la más rápida, porque nuestro socorrista va a pasar demasiado tiempo dentro del agua y allí no va tan rápido como corriendo por la arena. Quizá sea el camino en el que pasa menos tiempo en el agua y que es justamente aquel por el que corre por la playa hasta situarse en la vertical en la que se encuentra el bañista. Sin embargo en este caso también va a tardar demasiado en llegar, pues la distancia extra que debe recorrer por la playa supera lo que puede ganar al correr más rápido. El camino por el que invierte menos tiempo es aquél en el que llega a la orilla con un cierto ángulo y luego tuerce hacia otro más cerrado respecto a la vertical de la orilla. La cuestión es averiguar cuál es.

La solución matemática a este problema la obtuvo hace más de 300 años un francés llamado Pierre de Fermat, cuyo nombre está asociado a una de las afirmaciones más controvertidas de las matemáticas. En 1637 garrapateó una breve nota en los márgenes de su ejemplar de la Arithmetica del famoso matemático griego Diofanto de Alejandría. Decía que había encontrado la demostración a un peculiar enigma matemático: no existen tres números enteros que cumplan la ecuación xn + yn = zn , para n mayor que 2. Es muy probable que esta afirmación de Fermat fuera un farol. No sólo porque se ha tardado 350 años en demostrarse (luego no es algo evidente), sino porque esa “demostración realmente admirable” que dijo que era imposible de escribir en el escaso margen de un libro en realidad ocupa 109 páginas en el número 141 de la revista Annals of Mathematics, donde apareció en 1995.
El camino de la luz
Un cuarto de siglo antes de esta polémica afirmación Fermat había dejado bien establecido un principio que permitía un acercamiento diferente a los problemas de propagación de la luz: el principio de tiempo mínimo. Fermat se enfrentaba a un dilema similar al del socorrista: ¿cuál es el camino que sigue la luz cuando pasa de un medio a otro de diferente densidad? De niños todos hemos podido comprobar cómo una cuchara metida dentro de un vaso con agua parece estar doblada: es el fenómeno de la refracción. En este caso la luz se comporta igual que nuestro vigilante de la playa: viaja más despacio por el agua que por el aire y por eso se “tuerce”.
Quien calculó cuánto se desvía la luz de su trayectoria rectilínea al entrar en el agua fue un astrónomo holandés llamado Willebrord Snel van Royen en 1621, y que hoy todos los estudiantes de instituto aprenden como la ley de Snell (con dos 'l', de su nombre latinizado Snellius). Fermat, al enunciar su principio, demostró que la luz cumple la citada ley porque cuando la luz viaja entre dos puntos recorre el camino en el que invierte el menor tiempo posible, igual que nuestro socorrista.
El vuelo de una pelota de baloncesto
Ahora bien, ¿realmente todo se mueve siguiendo el principio de tiempo mínimo? ¿También las pelotas de fútbol, las balas de cañón o los asteroides? ¿O existe algo distinto al tiempo que también se minimiza cuando alguno de estos objetos describe una trayectoria determinada? El geómetra francés Pierre-Louis Moreau de Maupertuis descubrió en 1744 una nueva y casi mágica manera de entender el vuelo de una pelota en su camino a la canasta sin tener que usar las leyes del movimiento de Newton.
Imaginemos una pelota de baloncesto viajando hacia la canasta. Con las leyes de Newton en la mano podemos calcular cuál será su trayectoria analizando las fuerzas que entran en juego. Con el principio de mínima acción esto no es necesario: solo hace falta mirar la energía que tiene la pelota en cada momento.

Sabemos que por estar a una altura del suelo posee energía potencial y por moverse a una velocidad determinada tiene energía cinética. Ahora calculamos, en cada instante, la diferencia entre la energía cinética y la potencial. Una vez hecho, sumamos este resultado que hemos obtenido en cada punto de la trayectoria: lo que tenemos es una cantidad que recibe el nombre de acción. Pues bien, el principio de mínima acción nos asegura que la trayectoria real que seguirá la pelota será aquella en que la acción en cualquier instante tiene siempre el valor más pequeño posible; para cualquier otra trayectoria que imaginemos el valor de la acción en cada instante será siempre mayor que el de la trayectoria real.
Dicho de otro modo, si la luz sigue el camino que hace el tiempo mínimo, una piedra sigue el que hace que los valores de las energías cinética y potencial sean lo más parecidos posibles. Maupertuis, con su vena filosófica, lo expresó más poéticamente: “la naturaleza es económica en todas sus acciones”.
Un principio para toda la física
Realmente se trata de algo misterioso, pero no menos misterioso que el modo en que a alguien se le pudo ocurrir que esa cantidad totalmente contraintuitiva (las energías de los objetos se suman, no se restan) se podía aplicar al movimiento de los objetos cotidianos. Esa persona fue el francés Joseph Louis Lagrange, que entre 1772 y 1788 reformuló la mecánica newtoniana, simplificándola. De hecho, demostró que usando el concepto de acción se podían obtener las leyes que formuló Isaac Newton en su gran obra, Principia Mathematica. Mejor aún, el uso del lagrangiano (la diferencia entre la energía cinética y la potencial) permite resolver problemas que con el enfoque de Newton son intratables.
Una de las ironías de esta formulación está asociada al inclasificable Premio Nobel de Fïsica, Richard Feynman. En sus tiempos de universidad el principio de mínima acción le parecía algo horroroso. Su amigo Ted Welton dijo de esto: “Feynman se negaba a conceder que Lagrange podía ser útil en física. El resto estábamos impresionados por la elegancia y utilidad de la formulación lagrangiana pero Dick insistía con tozudez que la verdadera física residía en identificar todas las fuerzas y resolverlas apropiadamente”. La ironía de la vida fue que su gran contribución a la física cuántica pasó por adoptar el enfoque de Lagrange.