La historia de nuestro planeta nos revela que la evolución de la vida se toma su tiempo, pero en determinados momentos aprieta el acelerador. Con uno de esos momentos se dio de bruces en 1947 Reg Sprigg, el geólogo de una expedición en busca de cobre en Ediacara, una zona árida y rojiza al sur de Australia. Su tiempo libre lo invertía en buscar fósiles y lo que encontró fueron los restos de los que parecían ser los primeros animales que se movieron por los suelos marinos hace 600 millones de años. Eran seres de cuerpo blando, sin esqueleto, y sus huellas se han encontrado desde Namibia hasta Newfoundland (Canadá) y la Siberia Ártica. Pero la verdadera revolución estaba por llegar.
Hace 550 millones de años el planeta, que durante 3.500 millones de años había sido poblado exclusivamente por bacterias, conoció una explosión de vida sin precedentes: la revolución del Cámbrico. En un corto periodo de tiempo evolucionaron o aparecieron todas las formas de vida animal que hoy conocemos –artrópodos, moluscos y cordados–. En este punto la fauna de Ediacara desaparece del registro fósil, que es ocupado por los trilobites y sus congéneres, cuyos mejores restos han aparecido en Burgess Shale, en la Columbia británica. ¿Qué pasó con los animales de Ediacara? ¿Por qué se produjo esa explosión animal? ¿Fue algo inevitable? No hay respuestas claras para ninguna de estas preguntas.

El salto a tierra firme
Durante varios centenares de millones de años la vida animal se mantuvo en el agua. El salto a la tierra sucedió hace 300 millones de años. Sus primeros ocupantes fueron artrópodos, escorpiones y ciempiés que llegaban a alcanzar más de dos metros de longitud, y los ubicuos insectos. Pero no estaban solos. Un centenar de millones de años antes plantas sin raíces y sin hojas ya se habían asentado en la superficie de los continentes. Un salto que vino propiciado porque hace 410 millones de años las placas tectónicas que hoy forman Europa y Norteamérica colisionaron, el nivel del mar cayó unos 200 metros y dejó al descubierto zonas que habían estado bajo el agua. Para sobrevivir algunas algas verdes tuvieron que adaptarse a climas cada vez más secos: el camino hacia los helechos –que llegaron a medir 12 metros de altura– y los grandes bosques de coníferas estaba abierto. Algunos biólogos piensan que los vegetales nacieron de manera similar a los líquenes: de una simbiosis entre un hongo y un alga. Pero al contrario que ellos, aquí la parte dominante era el alga y no el hongo. Quizá no sea casualidad que el 95% de las plantas terrestres de hoy en día posean hongos simbióticos en sus raíces, las micorrizas.
Por su parte, los animales ya habían aprendido a crear conchas de carbonato cálcico y lo que más tarde se revelaría como fundamental para pasar a tierra firme: la columna vertebral. Un nuevo material, el tejido óseo, empezaba a gestarse. Sin él ningún animal hubiera podido soportar su propio peso fuera del agua. Hace 360 millones de años algunos peces aprendieron a utilizar sus aletas como patas, quizá para enterrarse en pantanos y ciénagas en busca de agua en periodos de sequía. Las agallas comenzaron a evolucionar hacia primitivos pulmones y aparecieron los anfibios. Incapaces de olvidar sus orígenes, volvían al agua a desovar. Las larvas, adaptadas perfectamente al medio acuático, metamorfosean para lograr vivir en tierra firme. Presenciar hoy la transformación de un renacuajo, donde su cola natatoria se atrofia y acaba desarrollando cuatro patas, es una imagen impresionante y a cámara rápida de lo que significa la evolución de las especies. Algo parecido sucede con los embriones de la ballena azul: en las mandíbulas se forman unos dientecillos que posteriormente desaparecen.
El dominio de los reptiles
Los reptiles tampoco tardaron mucho en aparecer. Alguno de sus antecesores comprendió que la ausencia de predadores en tierra firme era una excelente razón para “aprender” a poner los huevos en ella. Como carnívoros que eran, cazaban escorpiones, arañas, ciempiés… Los insectos se habían multiplicado y ocupado los continentes sin oposición alguna. Ahora que eran acosados, algunos aprendieron a huir de sapos y lagartos transformando parte de su caparazón en alas. Quizá al principio eran un escudo contra el frío y al salir el sol las abrían para caldearse con rapidez estimulando el flujo sanguíneo. Esta adaptación de un órgano preexistente para otra función totalmente distinta e imprevista no es algo raro en el camino evolutivo. Hace 250 millones de años, cuando el supercontinente Pangea comenzaba a resquebrajarse después de 200 millones de años de existencia, algunos lagartos se habían convertido en animales de gran tamaño, como los cocodrilos. Algunos de ellos aprendieron a correr sobre sus patas traseras y se volvieron ágiles y rápidos; eran los tecodontos. De ellos se engendraron dos tipos de saurios, que dominaron la Tierra durante 160 millones de años.

Durante su reinado sucedieron dos acontecimientos que a cualquier observador de entonces jamás se le hubiera ocurrido el extraordinario alcance que iban a tener en el futuro de la vida. El primero fue la aparición de las plantas con flores; el segundo, la llegada de los mamíferos. Hace 75 millones de años, y con la inestimable ayuda de los insectos, las plantas con flores se extendieron por todo el planeta. Para entonces los mamíferos, unos seres con aspecto de roedor que raramente excedían el tamaño de un conejo, llevaban más de 100 millones de años moviéndose cautelosamente en la noche para evitar ser devorados por los terribles saurios. Pero pronto llegaría su tiempo. Un cataclismo cósmico en forma de meteorito iba a destruir gran parte de la fauna y flora.
Los homínidos
A medida que nos acercamos al ser humano la evolución va apretando cada vez más el acelerador. Hace cuatro millones de años pululaba por África el Australopithecus afarensis, cuyo cerebro tenía una capacidad de unos 500 centímetros cúbicos, aproximadamente la misma que el chimpancé actual. Al cabo de dos millones de años había al menos tres especies: dos de ellas tenían un esqueleto pesado, movimientos lentos y una dieta vegetariana ―el Paranthropus rubustus y el bosei―. Ambas se extinguieron sin dejar descendientes. Mientras, la tercera era de constitución más ligera y llevaba una dieta omnívora: era el Homo ergaster, que ya tallaba piedras ―de las más antiguas se han encontrado en Gona, en la región de Hadar―. A partir de entonces fue casi una caída libre: nuestros antepasados salieron de África y poblaron Eurasia. Hace 750.000 años uno de sus descendientes, el Homo antecessor, se instaló confortablemente en Atapuerca y sólo hace 50 000 años aparecimos nosotros, el Homo sapiens sapiens. A partir de entonces fue la evolución cultural, cientos de miles de veces más rápida que la biológica, la que ha guiado nuestra existencia. Si nos detenemos a pensarlo un momento, ¿no resulta increíble que hace 3,5 millones de años nos pusimos de pie y hoy hemos puesto el pie en otro cuerpo del sistema solar?