Tu ojo no ve una imagen, sino 126 millones

El ojo humano, una obra maestra biológica que a menudo damos por sentada, es un prodigio de complejidad y perfección. En cada parpadeo, este pequeño órgano realiza una asombrosa sinfonía de procesos para transformar la luz en la rica paleta de imágenes que percibimos diariamente.
Tu ojo no ve una imagen, sino 126 millones

Por un breve instante, aparta la mirada de la pantalla y contempla tu entorno. Ya sea un bullicioso autobús, una acogedora habitación, una elegante sala de estar o un tranquilo parque, tómate un momento para observar el mundo que te rodea. En el breve lapso que has separado la vista de la pantalla, tus ojos han fragmentado la imagen en tu retina en aproximadamente 126 millones de piezas, mandando una señal por cada uno de esos minúsculos elementos a una estación de paso en el tálamo, que disparó las redes neuronales hacia y dentro de la corteza visual; la información se expidió a continuación a la corteza frontal y de alguna forma tu cerebro recompuso las piezas en un patrón sin costuras que percibes como un autobús, un dormitorio, una sala de estar o un parque.

Los ojos son de una sombrosa complejidad. Foto: Istock

La asombrosa complejidad de este proceso se ve acentuada por diferentes investigaciones que sugieren que todo este procesamiento ocurre a lo largo de diversas rutas independientes y paralelas. Un sistema se encarga de la información sobre la forma, otro del color, y otro del movimiento, la ubicación y la organización espacial. Al dirigir la mirada hacia un reloj de pared, la imagen de su esfera y el movimiento del segundero se procesan de manera separada, a pesar de la aparente unidad visual. Este enfoque fragmentado podría parecer extraño, pero entonces no podríamos explicar porqué alguien pueda enfocar y seguir el movimiento de un objeto pero no pueda ver su color.

Un ojo muy especial

Como seres humanos, integramos los mensajes visuales con otras sensaciones y experiencias pasadas gracias a nuestra corteza llena de circunvoluciones, otorgando un significado único a situaciones visuales específicas. La visión de una rama de rosas rojas frescas probablemente tenga un efecto diferente en ti que en una florista que trabaja con rosas a diario. En contraste, la mayoría de las especies carecen de circunvoluciones corticales, procesando la mayor parte de su información visual de manera puramente visual. La evolución ha llevado a que los humanos procesen la información visual principalmente "corriente arriba", en la corteza visual.

Imagina estar frente a un colorido cuadro, como una obra de Miró, colgado en una pared blanca. Aunque la pared esté completamente dentro de tu campo de visión, tu atención se centra inevitablemente en el cuadro. Este fenómeno se debe a lo que los psicólogos llaman "prominencia": el cerebro presta atención particular solo a imágenes específicas en su campo visual.

Retina humana. Foto: Istock

Nuestra experiencia visual comienza cuando la luz rebota en el cuadro y la pared, atraviesa el cristalino del ojo y alcanza la retina, una fina lámina de células neuronales especializadas. Los fotorreceptores, conocidos como conos y bastones, captan la longitud de onda de la luz (color) y su intensidad, convirtiendo estos datos en impulsos neuronales comprensibles para el cerebro. La retina es muy selectiva: permite pasar menos del 10% de la luz que ingresa al ojo, evitando abrumar al cerebro con demasiada luz.

Un mundo de color

Como bien sabemos, la retina humana alberga aproximadamente 120 millones de bastones y 6 millones de conos. Estos últimos son responsables de la visión del color y gran parte de la percepción visual en condiciones de luz brillante. Diferentes conos son más receptivos a longitudes de onda largas (rojo), medias (amarillo) o cortas (azul), los colores primarios. La visión de un objeto se determina por la señal más fuerte proveniente de la retina; la sincronización de los conos rojos al recibir luz de una longitud de onda roja refuerza la señal, indicando al cerebro que el objeto es rojo. El cerebro compara esta señal con las más débiles del amarillo y el azul y concluye que el objeto es rojo.

La mayoría de los animales no ven los colores. Foto: Istock

Los bastones, con menor agudeza visual pero mayor sensibilidad a bajos niveles de luz, desempeñaron un papel crucial para nuestros antepasados en la caza nocturna. En contraste, la mayoría de los animales son ciegos al color y otros son sensibles a ciertos olores, pero no a toda la gama; su visión de conos es pobre. Sin embargo, tienen una visión de bastones (nocturna) muy superior a los seres humanos. Estos bastones se benefician del fotopigmento llamado rodopsina, compuesto de vitamina A presente en alimentos como espinacas, tomates, frutas y, por supuesto, zanahorias (por eso nuestras madres nos decían que comer zanahorias era bueno para la vista).

Aprender cómo se produce la prominencia nos dice mucho acerca de cuánto control ejecutivo tienen nuestros cerebros sobre lo que finalmente vemos. Nuestra experiencia visual empieza cuando la luz rebota en el cuadro y en la pared, atraviesa el cristalino de los ojo y llega a una fina lámina de células neuronales muy especializadas en el fondo del ojo, la retina. Los fotorreceptores que hay allí -los famosos conos y bastones- captan la longitud de onda de la luz (el color) y su intensidad, convierten esos datos en bruto en impulsos neuronales, un lenguaje que el cerebro entiende. La retina es muy selectiva y solo deja pasar por las células fotorreceptoras a menos de un 10% de la luz que entra en el ojo. Si no, nuestros cerebros se quedarían abrumados con tanta luz.

Las maravillas de la visión humana no se detienen simplemente en la recepción y procesamiento de la luz; alcanzan su punto culminante en la búsqueda y reconocimiento de objetos en nuestro entorno. Este proceso intrincado involucra dos rutas principales que conectan el tronco cerebral con la corteza: la ruta geniculoestriada y la ruta tectopulvinar, siendo esta última un componente fascinante pero a menudo pasado por alto.

¿Cómo encontramos las cosas?

La respuesta es la especificidad de la atención. Imagina que estás buscando un bolígrafo en una mesa abarrotada de papeles, libros y objetos de escritorio. Tus ojos, están bombardeados por mucha información visual, buscan incansablemente el objeto deseado. Este es el momento en el que la ruta tectopulvinar demuestra su habilidad: ignora prácticamente todo en el campo visual, permitiendo que la información más relevante y distintiva sobresalga del resto del ruido visual. En términos simples, la ruta tectopulvinar actúa como el director de una orquesta, guiando la atención visual hacia una nota específica en medio de un sinfín de sonidos visuales.

Nuestros ojos localizan cualquier cosa en una mesa desordenada. Foto: Istock

Una vez que ha identificado con éxito el objeto de interés, entra en juego la ruta geniculoestriada, encargada de procesar información más detallada sobre la forma y el color, que nos permite ver y reconocer verdaderamente el objeto. Siguiendo con el ejemplo del bolígrafo, una vez que la ruta tectopulvinar ha enfocado nuestra atención en sus rasgos distintivos, la ruta geniculoestriada toma el relevo. Comienza a procesar la información más detallada sobre la forma específica del bolígrafo, el color de su tinta y cualquier otro detalle que nos permita identificarlo con precisión en medio de la escena visual. Es entonces cuando vemos el bolígrafo de verdad.

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