Nuestros sentidos son falibles. Nuestra lógica también. El universo, la naturaleza y sus leyes, no tienen por qué adecuarse a nuestra lógica ni ser completamente accesibles mediante nuestros sentidos. Algunas consecuencias de la teoría de la relatividad o de la física cuántica parecen ir en contra de lo que consideraríamos lógico, pero eso no las hace menos ciertas. Simplemente es una muestra de que el cerebro de un simio especialmente inteligente no evolucionó para entender las leyes más fundamentales del cosmos. Para superar esta barrera que nuestra propia biología nos impone, tenemos la cultura y más concretamente, la ciencia. Diseñando aparatos y experimentos precisos y rigurosos, podemos acceder a conocimiento más allá de lo visible y comprensible a simple vista. Desde el telescopio hasta los aceleradores de partículas, multitud de inventos nos han permitido entender mejor el universo, dándonos acceso a observaciones que nuestros sentidos eran incapaces de percibir.

En esa línea van los descubrimientos de los últimos años del siglo XIX pero especialmente de los primeros del siglo XX, relacionados con la física de partículas, con los constituyentes fundamentales de todo cuanto nos rodea. En 1897, el físico británico J. J. Thomson descubrió lo que hoy conocemos como el electrón. Sin embargo su descubrimiento no fue tan simple y directo como podríamos imaginar. En aquella época se sabía sobre unos rayos algo misteriosos, denominados “rayos catódicos”, que parecían emitirse cuando se aplicaba una diferencia de potencial entre dos placas de metal. Estos rayos catódicos provocaban fosforescencia en el cristal que contenía el mecanismo cuando chocaban con él y además se había observado cómo se desviaban al aplicar un campo magnético. También se había observado que estas partículas eran capaces de hacer girar una especie de veleta con su paso, sugiriendo que tenían cierta masa.

Thomson consiguió establecer la relación entre la masa y la carga eléctrica de estas partículas, dándose cuenta de que su masa era más de 1000 veces más pequeña que la del ión más ligero conocido hasta la fecha: el de hidrógeno. Además comprobó que las propiedades de esas partículas era independiente del material del que provinieran. Con esto demostró que había unas partículas muy ligeras, cargadas eléctricamente y que formaban parte de todos los átomos, independientemente de a qué elemento químico pertenecieran. Thomson llamó a aquellas partículas “corpúsculos”, pero pronto se adoptó el nombre de “electrón” que de hecho había sido propuesto unos años antes para la hipotética y desconocida “unidad de carga eléctrica fundamental”.

Pero aunque a día de hoy consideremos aquél descubrimiento de abril de 1897 como el descubrimiento del electrón, en la época no fue aceptado tan rápidamente. Hasta la fecha, las propiedades de los campos eléctrico y magnético se podían explicar con una carga eléctrica con una naturaleza ondulatoria más que corpuscular. Aún en 1913, seguía sin aceptarse universalmente la existencia de unas partículas ligeras con las propiedades del electrón. Uno de los experimentos que más fuerza dio al descubrimiento de Thomson fue el conocido como experimento de la “gota de aceite”, de Robert Millikan, publicado en ese año. Si bien Thomson había conseguido establecer la proporción entre la masa y la carga del electrón, no había conseguido medir su carga eléctrica por separado.

El experimento de Millikan consistía en un pulverizador de aceite, que creaba pequeñas gotitas, que se dejaban caer en el interior de un dispositivo en el que se podían controlar campos eléctricos y magnéticos para hacer flotar las gotitas que tuvieran carga eléctrica. Primero se dejaban caer las gotitas sin presencia de ningún campo electromagnético, calculando la velocidad alcanzada y sus propiedades generales. Al aplicar unos campos eléctrico y magnético concretos, solo quedarían suspendidas las gotitas de un cierto tamaño, con una cierta cantidad de carga. Tras medir una gran cantidad de estas gotitas Millikan, junto a su estudiante Harvey Fletcher, observaron que la carga de las gotitas siempre era un múltiplo de un valor más pequeño, que dedujeron debía ser el valor de la carga de la partícula que la contenía, del electrón.

Cabe destacar que cuando mencionamos aceite en este experimento, no hacemos referencia a aceite de oliva, ni de girasol ni a ningún otro aceite de origen vegetal. El aceite que utilizó Millikan era un aceite mineral, obtenido tras la destilación del petróleo crudo. Aunque en inglés todos estos compuestos reciben el nombre de “oil”, en español es más habitual distinguir el tipo de compuesto concreto. En este caso probablemente se asemejaba más a un aceite mineral como los que se usan a día de hoy en la lubricación de cámaras de vacío industriales, lo que se denomina “vacuum pump oil” en inglés.
Hoy sabemos que la medida de Millikan no fue del todo correcta, pues utilizó un valor para la viscosidad del aire por el que caían las gotitas incorrecto. Aún así, su valor difería en apenas un 1 % del valor aceptado actualmente. Sea como fuere, este resultado fue suficiente para que Millikan recibiera el premio Nobel de Física en 1923 por su carrera investigadora y especialmente por este experimento, el cual se ha repetido con mayor precisión y de hecho forma parte del currículum de prácticas de laboratorio de muchas facultades de física en todo el mundo.
Referencias:
- Millikan, R. A. (1913). "On the Elementary Electrical Charge and the Avogadro Constant". Physical Review. Series II. 2 (2): 109–143. doi:10.1103/PhysRev.2.109
- Perry, Michael F. (May 2007). "Remembering The Oil Drop Experiment". Physics Today. 60 (5): 56. doi:10.1063/1.2743125
- Beringer, J.; et al. (Particle Data Group) (2012). "Review of Particle Physics: [electron properties]" (PDF). Physical Review D. 86 (1): 010001. doi:10.1103/PhysRevD.86.010001