La eutrofización: la causante de los desiertos oceánicos

Cuando los vertidos industriales, urbanos y agrícolas llegan al mar, las aguas costeras reciben un aluvión de nutrientes, lo cual reduce los niveles de oxígeno y propicia que la vida marina perezca asfixiadas. El número de estos desiertos oceánicos no deja de crecer.
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La madrugada del 12 de octubre de 2019 trajo una desagradable sorpresa a los pescadores de San Pedro del Pinatar, en Murcia. Más de tres toneladas de fauna marina muerta yacía en las playas de la orilla norte del Mar Menor. Quisquillas, anguilas, doradas, lenguados, lubinas, mabres, peces mula... Daba igual que fueran especies del fondo o de la superficie; todos se amontonaban juntos, sin vida o boqueando agonizantes. La masacre tampoco había hecho distinciones de tamaño ni de precio en la lonja. No hacía falta ser científico para adivinar que algo andaba muy mal en aquellas aguas. No es un caso único. Algo parecido ocurre en muchas otras partes del mundo. 

Los peces mueren por millares en las aguas en las que se da una carencia de oxígeno, una seria amenaza que, según algunos expertos, es cada vez más común. - SHUTTERSTOCK

En enero de 2019, cientos de miles de cadáveres de animales marinos autóctonos anegaron las costas australianas. Ese mismo mayo, en solo una semana, las olas llevaron a las playas de Noruega 40.000 toneladas de salmones muertos. Cientos de toneladas más fueron contabilizadas también en Escocia, en el mismo mes. En el golfo de México, este tipo de sucesos se ha convertido en un espectáculo habitual. A estas alturas, los expertos ya no necesitan hacerles la autopsia a los especímenes para suponer qué les ha pasado. Casi siempre ocurre lo mismo: los peces, sencillamente, se ahogan por falta de oxígeno. Para poder sobrevivir, la mayoría de las especies acuáticas necesitan respirar este gas disuelto en el agua. Cuando se encuentra en bajas concentraciones –lo que se conoce como hipoxia–, la biodiversidad del enclave se ve mermada. Pero si desaparece por completo –la anoxia–, perece todo bicho viviente. El área se convierte así en una zona muerta. Pero ¿a qué se debe? La razón, como nos explica Jordi Camp, investigador del CSIC en el Instituto de Ciencias del Mar de Barcelona, es el exceso de materia orgánica. Su presencia inicia un proceso en el que acaba consumiéndose el citado oxígeno, hasta agotarlo.

Cuando el gas vital se acaba

La eutrofización, como también se denomina a este fenómeno, se ve favorecida por el aporte de nutrientes, especialmente de nitrógeno y fósforo, y en ello tienen mucho que ver las actividades humanas. “El concepto nació hace unas décadas, cuando se detectó algo que pasaba en los grandes lagos europeos. Después de que se vertieran en ellos las aguas residuales de las poblaciones aledañas, el fondo se quedaba sin oxígeno”, apunta Camp.

En el océano, sucede en las zonas donde hay grandes cantidades de fitoplancton –este está compuesto por algas y diminutos organismos acuáticos de origen vegetal que constituyen el alimento de los peces más pequeños–, como en las costas de Namibia. “En estos lugares, a veces ocurre que mientras el fondo se hace anóxico, en la superficie nadan grandes bancos de peces e incluso florecen las pesquerías”, continúa este experto. En esencia, se trata del mismo proceso que, hace millones de años, suscitó la formación de los depósitos de petróleo en las cuencas ricas en materia orgánica, en las que brillaba por su ausencia el gas vital.

"En las desembocaduras de los ríos pasa algo parecido..."

"En las desembocaduras de los ríos pasa algo parecido, pues en ellas es normal que esta se encuentre en mayores cantidades”, añade Camp. Aunque es algo que tiene lugar desde mucho antes de que apareciera nuestra especie, “los seres humanos somos capaces de potenciarlo y acelerarlo”, reconoce este profesor. Es lo que ha ocurrido en el golfo de México o en el Mar Menor, donde el exceso de nitratos y fosfatos generados por la agricultura intensiva hace que aumente desproporcionadamente la cantidad de materia orgánica que de forma natural habría ido a parar al agua. Tanto que la situación acaba volviéndose insostenible. 

El número de zonas muertas prácticamente se ha ido duplicando cada diez años desde 1970. “Debemos ser conscientes de que no es un problema local. Se trata de una amenaza global de tal magnitud que puede incluso afectar a los recursos que sacamos del mar para alimentarnos”, advierte en la revista Science Robert Diaz. Hace unos años, este biólogo del Instituto de Ciencias Marinas de Virginia impulsó un estudio que puso de manifiesto la existencia de más de cuatrocientos de estos desiertos oceánicos.

Los más recientes se han encontrado en Sudamérica, África y Ásia:

Estos desiertos ocupan en total unos 260.000 km2 y han provocado el deceso o la migración de una masa de seres vivos marinos equivalente a 10 millones de toneladas, según la Administración Nacional Atmosférica y Oceánica de Estados Unidos (NOAA). Robert Magnien, director del Centro de Investigaciones Patrimoniales de los Océanos Costeros, de esta misma institución, señala otros dos de sus efectos: la disminución de las capacidades reproductivas de las especies y la reducción de su tamaño promedio

En la actualidad, la zona muerta más grande del planeta se encuentra en el mar Arábigo. Con más de 100.000 km2, ocupa casi por completo el golfo de Omán. Le sigue otra situada en el mar Báltico que, tal como recoge un estudio del Baltic Nest Institute, publicado en la revista PNAS, ha pasado de medir unos 5.000 km2 a casi 70.000 en los últimos años. No obstante, la más estudiada es la que no deja de crecer en el territorio estadounidense, en el golfo de México, que hace dos años superó los 14.000 km2. En Norteamérica, le siguen otra en la región de los Grandes Lagos y una próxima a la bahía de Chesapeake. De hecho, la mencionada NOAA estima que cerca del 65 % de los estuarios y las costas del país de las barras y estrellas se encuentran más o menos degradados por este fenómeno, de forma moderada a grave. Los científicos de este organismo advierten de que la citada zona muerta del golfo de México podría superar los 20.200 km2 entre mayo y septiembre de este año –en 2017, se alcanzó una extensión récord, de 22 730 km2–, un crecimiento exacerbado por las toneladas de nutrientes provenientes de las explotaciones agropecuarias y los residuos urbanos que se vierten al río Misisipi –este pasa junto a numerosas tierras de labor y núcleos urbanos a lo largo de diez estados– y que arrastrarán las lluvias torrenciales que se esperan para esta primavera. En 2019, acabaron en este importante curso de agua unas 156.000 toneladas de nitratos y otras 25.000 de fósforo, según los expertos del Servicio Geológico de Estados Unidos. La consecuencia inmediata de todo ello es la aparición de incontables cadáveres de peces y otros organismos, lo que supone un duro golpe a la diversidad marina. Es más, las autoridades están estudiando declarar zona catastrófica para la pesquería toda el área del golfo.

Los nutrientes que llegan hasta el mar Amarillo originan enormes afloramientos de algas que tapizan periódicamente la costa cercana a la ciudad china de Qingdao. - GETTYI

Las lluvias torrenciales representan un problema añadido

En la desembocadura de los ríos, en las zonas costeras confinadas y en las lagunas, como el Mar Menor, las lluvias torrenciales representan un problema añadido. En esos casos, los nutrientes son arrastrados por el agua dulce. “Esta tiene menos densidad y flota encima de la salada, lo que impide que esta última se oxigene en la superficie y se renueve”, señala Camp. El proceso de eutrofización se manifiesta en las capas superficiales, que comienzan a teñirse de verde por causa del fitoplancton. Este se multiplica, alimentado por esa sobredosis de fertilizantes, aguas residuales, materia en descomposición... Además, como es sabido, aunque las plantas producen oxígeno durante el día –cuando realizan la fotosíntesis–, lo consumen por la noche. “Si hay tantos vegetales que agotan el oxígeno, se puede producir una situación de anoxia que daría lugar a un círculo vicioso. La falta del mismo acaba con todo tipo de organismos –incluido el fitoplancton– que, cuando se degradan, propician la pérdida de más oxígeno”, recalca el científico. 

A finales de 2012, algunas playas de Sídney se tiñeron de rojo. Los científicos lo atribuyeron a una acumulación de un tipo de fitoplancton que puede ser hasta tóxico para la fauna. - E. PICKLES / GETTY

Las especies más activas necesitan más cantidades de este gas, por lo que son las primeras perjudicadas por la hipoxia. Las que cazan al acecho en el fondo, como el rape o el lenguado, aguantan mejor. En todo caso, el mayor problema no es esa falta de oxígeno. Muchas especies se limitan a alejarse de la zona afectada –es cierto que otras, como los corales o las esponjas, no tienen esa vía de escape–. Las cosas empiezan a ponerse realmente feas durante la fase que sigue a la anoxia, en la cual se extiende por el área el ácido sulfhídrico. Se trata de un gas muy tóxico producido por las bacterias anaerobias, que descomponen la materia orgánica cuando ya no queda O2. “En este caso, si los organismos no se asfixian en un primer momento, perecen por efecto de este último. Es lo que les ocurre a las anguilas. Soportan muy bien la escasez de oxígeno, pero cuando se llega a esta situación solo sobreviven ciertas bacterias, que hacen que el agua se ponga blanca y huela mal”, indica Camp.

La hipoxia no solo afecta a las costas

Hace unos años, un equipo de expertos del Centro Helmholtz de Investigación Oceánica, en Kiel (Alemania), descubrió una enorme zona muerta que avanza por aguas abiertas, en el Atlántico, hacia África. En esencia, está compuesta por una especie de remolinos de entre 100 y 150 kilómetros de diámetro y una altura de varios cientos de metros que se mueven lentamente hacia el oeste. Dentro, apenas hay 0,01 mililitros de oxígeno disuelto por litro de agua marina, lo que hace prácticamente imposible la vida en su interior. “Han llegado a propagarse a menos de 100 kilómetros al norte del archipiélago de Cabo Verde. Si en algún momento alcanzan las islas, podrían causar un enorme daño a los ecosistemas costeros”, advierten los investigadores en un ensayo publicado en la revista Biogeosciences. Entonces, ¿hasta qué punto está empeorando la situación? En opinión de Camp, en los últimos cuarenta años se han dado importantes avances, al menos en los países desarrollados. “Primero, porque en ellos existen una mayor concienciación respecto a la optimización del riego y los usos agrícolas. También porque las ciudades cuentan con depuradoras y ya no tiran sus desechos directamente al mar, como se hacía hasta no hace mucho”, aclara el experto.

Aunque empecemos a hacer las cosas bien, el cambio no será inmediato

Sin embargo, eso no quiere decir que esa tendencia se dé en todas partes. La prueba se encuentra en el golfo de México o en el Mar Menor. “Todo depende de las políticas medioambientales”, recalca el investigador del CSIC. En Estados Unidos, por ejemplo, se ha puesto en marcha un grupo de trabajo que tiene por objeto reducir los vertidos de nutrientes en un 60 % para 2035 y, de ese modo, limitar el tamaño de la zona muerta del golfo a unos 3.000 km2. Para ello, es preciso acometer una profunda transformación de la agricultura y controlar que los fertilizantes no acaben en los ríos. Diaz ha planteado subir su precio para que los granjeros empiecen a tomarse en serio el modo de aprovecharlos mejor y retenerlos en la tierra. En España, algunas organizaciones ecologistas, como ANSE y WWF, abogan por acabar con los vertidos en el Mar Menor. Así, proponen reducir los cultivos intensivos, cerrar los pozos ilegales y los puertos deportivos e instalar filtros y depuradoras. 

Esta imagen muestra cómo a través del Misisipi se vierte en el mar un torrente de sedimentos cargados de fertilizantes, lo que ha originado una inmensa zona muerta en el golfo de México. - CORDON

“Eso sí, aunque empecemos a hacer las cosas bien, el cambio no será inmediato. Lo que se hizo hace veinte años, aún afecta al entorno”, observa Camp. ¿Hay motivos para la esperanza? Francisca Giménez, profesora de Ciencias del Mar y Biología en la Universidad de Alicante, señala: “No me gusta el nombre de zonas muertas. Estas poseen, al menos, una comunidad bacteriana y la capacidad de recuperarse a largo plazo”.

* Este artículo fue originalmente publicado en una edición impresa de Muy Interesante

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