Corría el año 123 cuando el emperador romano Adriano conoció al bello joven Antínoo, del que se enamoró perdidamente. Durante un breve tiempo, vivieron un feliz romance que finalizó con la misteriosa muerte del muchacho, que se ahogó en el Nilo. Las crónicas cuentan que Adriano vivió a partir de entonces desolado, persiguiendo el recuerdo de Antínoo. Erigió cientos de estatuas en su honor, ordenó divinizar a su joven amante y fundó una ciudad a la que llamó Antinoópolis.
Prisioneros del amor: el lado oscuro de la pasión
Mil años después, Abelardo y Eloísa vivieron una historia de amor obsesivo en la que se entremezclaron filosofía, teología y rebeldía social. La leyenda cuenta que, cuando murió, Eloísa pidió ser enterrada junto a su amado… y, al destapar la tumba, Abelardo abrió sus brazos para recibirla.
Pasan otros mil años y llegamos al mundo actual. El apego adictivo se ha transformado en ciberacoso. Podemos leer titulares de periódicos del tipo de “Detenido por instalar dieciocho aplicaciones en el móvil de su exmujer para espiarla” o “Condenado a dos años y medio de cárcel por instalar un sistema espía en el móvil de su novia”.
Amor obsesivo: cuando el amor se convierte en una pesadilla
Han cambiado las herramientas a través de las que el romance se convierte en ofuscación mental. También han variado las palabras que utilizamos para describir el fenómeno. Ahora hablamos, por ejemplo, de stalking –‘acoso’, en inglés–. Incluso, ha evolucionado, en teoría, la connotación social de las conductas de aquellos que no aceptan un no por respuesta.
En nuestro país están legisladas como delito específico desde el año 2015, con una pena de multa o prisión de tres meses a dos años. Pero el riesgo de que el mal llamado amor se transforme en una compulsión enfermiza sigue estando igual de presente que hace dos mil años (o más). La cultura que nos rodea, de hecho, aún confunde el vínculo sano y la pasión obsesiva como si fueran el mismo fenómeno. “Sin ti no puedo vivir” es la idea más repetida en miles de canciones que siguen ensalzando a quien no logra olvidar un viejo amor.

El amor es la droga
La música, educación emocional de la mayoría de nosotros, glorifica todavía los actos irracionales que cometemos por resentimiento supuestamente romántico. Una recordada canción del grupo Roxy Music lo afirmaba con toda rotundidad: “Love Is the Drug”, el amor es la droga. Y Alaska y Dinarama pusieron a un montón de gente en los 80 a cantar aquel insistente estribillo que decía: “No me arrepiento, / volvería a hacerlo, / son los celos”. Se refería a una mujer que atropellaba con premeditación y alevosía al amante que la había traicionado.
El impacto cultural en nuestras relaciones amorosas: ¿Idealizamos el amor tóxico?
Paquita la del Barrio es mitificada en ambientes modernos, mientras afirma en una de sus canciones “Tú no sabes el mal que tu boca me hizo […] / Fue el comienzo de larga condena / que un día tendrá fin / pusiste en la boca tan dulce veneno / que en la vida llevo / como maldición. / Hoy a ti de rodillas llorando me acerco / a que me des otro beso / y acábame de matar”.
Y Pink justifica en una balada a los que no abandonan una relación destructiva de adicción: “Please don’t leave me / I always say how I don’t need you / But it’s always gonna come right back to this / Please, don’t leave me / I forgot to say out loud how beautiful you really are to me / I can’t be without, you’re my perfect little punching bag / And I need you, I’m sorry” (Por favor, no me dejes. / Siempre digo que no te necesito, / pero siempre te quiero de regreso. / Por favor, no me dejes. / Me olvidé de decir en voz alta lo hermosa que eres para mí. / No puedo estar sin ti: eres mi perfecto saco de boxeo. / Y por eso te necesito, lo siento).
El lado oscuro del corazón
Hasta en lo jurídico parece que la confusión sigue presente. En los juicios de los casos Malaya y Noos, por ejemplo, las defensas argumentaron repetidamente que el estado de enamoramiento del acusado debía ser considerado como atenuante de los delitos. Se dice que muchas personas “no pudieron” negarse a lo que les pedía su pareja, porque estaban “enamorados” de él o de ella.
Por otra parte, es cierto que existe una dolencia psiquiátrica que podría ser considerada eximente. Se trata de la erotomanía, un delirio psicótico descrito por primera vez por el psiquiatra francés De Clérambault en el año 1921. Este problema de salud mental lleva al que lo sufre a pensar que es amado por alguien sin ninguna razón de peso que sustente su creencia.
Es grave porque, entre otras cosas, encierra al individuo en un mundo en el que es amado en secreto por la persona deseada. Como cualquier otra psicosis, se basa en ideas resistentes a la refutación, porque si alguien le hace ver al erotómano que la otra parte lo ignora, dirá que es debido a razones inescrutables.
Cuando el amor se convierte en una enfermedad mental
Lo curioso es que, cuando oímos hablar de erotomanía, tendemos a pensar en ella como una enfermedad exótica y rara. Pero recientes estudios indican que su prevalencia es mayor de lo que pensábamos. Miles de personas la padecen en todo el mundo, lo que ocurre es que, muchas veces, el erotómano mantiene oculto su autoengaño. No se lo cuenta a nadie, debido a que sabe que los hechos públicos desmienten sus pretensiones.
Pero los casos de acoso de los personajes públicos, que incluso llevan a delitos –como le ocurrió a Jodie Foster con un admirador que intentó asesinar a Ronald Reagan– muestran que este delirio pasional resulta más frecuente de lo que parece.
La mitificación cultural del amor no corresponido, los intentos de usarlo como atenuante judicial o la inesperada prevalencia de la citada erotomanía demuestran que confundir amor sano y obsesión amorosa es más fácil de lo que pensamos. La causa que los científicos encuentran para esta dificultad de etiquetado es que la búsqueda romántica se mueve, en realidad, en un continuo.

Cómo distinguir el amor sano de la obsesión
Colleen Sinclair, profesora de Psicología en la Universidad Estatal de Misisipi, es una de las científicas que mantiene dicha hipótesis. Según Sinclair, en uno de los polos se encontrarían las iniciativas habituales de cortejo: buscamos llamar la atención de la otra persona, aunque todavía no estemos seguros de ser correspondidos. En el otro extremo, estarían las conductas de acoso, en las cuales intentamos imponer nuestro amor sin tener en cuenta la opinión del otro. La forma de decidir si estamos a un lado o al otro viene determinada por la cantidad.
Lo que debe ponernos sobre aviso es la frecuencia de los wasaps, la intensidad con la que nos interesamos por la vida del otro cuando no está con nosotros o el volumen de nuestras atenciones: ¿una docena de rosas en ciertas ocasiones especiales o flores a todas horas que llenarían por completo una habitación?
Por otra parte, autoras como la bióloga Helen Fischer, de la Universidad Rutgers, en Nueva Jersey, avalan la idea de que los rasgos del frenesí romántico están compuestos, en realidad, por síntomas propios de los toxicómanos. Los efectos físicos resultan parecidos a los de cualquier droga: adicción causada por las hormonas del otro, estado de conciencia alterado que nos lleva a hacer cualquier cosa por seguir viéndolo, miedo al síndrome de abstinencia generado por la ausencia… Psicológicamente, la confusión es también muy plausible.
Amar sin límites
Aceptamos como normal el hecho de que la mayoría de los problemas vitales de las personas que tenemos a nuestro alrededor tienen que ver con pasiones desdichadas y corazones rotos. Oímos habitualmente hablar de gente obsesionada con su historia de amor, que descuida todo el resto de aspectos de su vida, como la amistad, el trabajo, la familia y la salud. Y ninguno de esos síntomas, psicológicos o físicos, desaparecen fácilmente por la separación del otro.
Los enfermos de amor que no pueden comer ni dormir siguen siendo legión, y muchos van tan lejos como para acosar y acechar al amante que los rechazó. Da la impresión de que hay un pasado evolutivo que los seres humanos tenemos aún que trabajar para que nuestros afectos no se conviertan en patológicos.
El psicólogo Glenn Geher, de la Universidad Estatal de Nueva York, es uno de los investigadores que tratan de ofrecer explicaciones científicas para esta facilidad que tiene el romance de degenerar en un comportamiento tóxico. Geher argumenta que el rechazo nos lleva a la insistencia, porque, durante muchas épocas de la historia de la humanidad, perder una relación aumentaba demasiado las probabilidades de quedar fuera del apareamiento, un callejón sin salida desde el punto de vista evolutivo.
Pasar página es lo natural
Las demostraciones de tiempo, atención y energía que hacen los adictos al amor, que ahora nos parecen ridículas, fueron en otra época adaptativas. Aunque en principio fueran ganando, los competidores en la carrera del apareamiento podían rendirse ante un rival dispuesto a sacrificarlo todo y no recular jamás. Sin embargo, hoy la insistencia suele ser improductiva, y el que se obsesiona casi nunca consigue seducir al objeto de su deseo.
En el siglo XXI, el amor no se ruega ni se mendiga, se conquista. Y tener una buena salud amorosa supone ser consciente de las diferencias entre lazos sanos y dependencia tóxica. En nuestra época, no tiene ningún sentido aceptar la fijación pasional como una experiencia sana. Pasar página es lo natural.
En efecto, los últimos estudios realizados, por ejemplo, en Europa, calculan que a lo largo de nuestra vida experimentamos una media de cinco o seis relaciones estables con sus consiguientes rupturas. Quedarse anclado en una díada venenosa es la peor forma de limitar nuestras posibilidades para construir nuestro siguiente vínculo amoroso.
Una guía para construir relaciones duraderas
Psicólogos como el británico Frank Tallis o la española Mila Cahue –su libro "Amor del bueno" (Paidós, 2014) es un excelente manual de salud amorosa– intentan ayudar a ese cambio de concepción que nos llevaría a distinguir el sentimiento sano de la adicción patológica. Tallis y Cahue nos recuerdan, por ejemplo, que un síntoma de lo segundo es que sabemos que la relación está resultándonos tóxica, y que tan solo el miedo a la soledad nos impide abandonarla.
Otra variable a tener en cuenta es la forma en que el vínculo afecta a nuestra autoestima. Si queremos a alguien y sentimos que podemos escoger entre esa persona y otras alternativas de vida, nos sentimos orgullosos de nuestro amor. Presumimos de él, no lo ocultamos. Creemos que la otra persona extrae lo mejor de nosotros mismos, y por eso no sentimos que hay poca distancia entre lo que nos dicta el cerebro y lo que nos dice el corazón. Cuando intuimos que amamos libremente, nuestras emociones y nuestra mente caminan juntas hacia la otra persona. Y entonces, tenemos clara la salud de nuestra relación afectiva.
No obstante, la adicción hacia un tercero hace que sintamos vergüenza –y a veces muchísima– de esa dependencia emocional. Intentamos continuamente escapar de la ligazón que nos une al otro e intentamos ocultarnos la relación a nosotros mismos y a los demás. Sabemos que ese apego saca a la luz nuestro lado más oscuro. Pese a eso, nos mostramos incapaces de abandonar al compañero. El corazón y el cerebro están separados: la mente sabe perfectamente que la historia no merece la pena y acabará tarde o temprano. Pero, de momento, el corazón nos pide buscar a nuestro ser amado, porque siente miedo a la sensación de aislamiento que seguiría a la pérdida.

Romper las cadenas del amor obsesivo
Otro de los factores que provcocan este tipo de actitud es el ego excesivo. El psicólogo forense J. Reid Meloy, uno de los grandes expertos de la Universidad de California en San Diego en la oscura figura de los acosadores, recuerda que el gran problema de estos individuos es su narcisismo desmedido. Suele tratarse de personas que sienten que tienen todo el derecho del mundo a perseguir a quienes los rechazan, ya que se ven a sí mismos como seres superiores. El stalker evita el duro trabajo interno de renuncia y frustración que siempre supone el duelo. Prefiere concentrarse en su propia fantasía idealista.
En definitiva, la salud amorosa está por completo reñida con la obsesión. Por eso, la escritora e investigadora estadounidense Judith Viorst, en su libro "Necessary Losses: The Love Illusions Dependencies and Impossible Ex", insiste en que lo más importante de la sentimentalidad moderna es aprender a vivir las llamadas pérdidas necesarias. Esta escritora aboga por que aprendamos a concebir la ruptura como un proceso natural y liberador. Viorst argumenta que, para que nos sintamos libres en pareja, tenemos que ser capaces de plantearnos la relación como un vínculo que puede terminar cuando no resulta nutritivo.
El dolor de la separación no es tan dramático como para paralizarnos más allá de un par de meses. No tiene ningún sentido desperdiciar años de nuestra vida –que, hay que recordar, es la única que tenemos– aferrándonos a alguien, por no querer aprender a soltar amarras cuando las cosas se han terminado.