Brujos, hechiceros, chamanes… Cuando se habla de los guías espirituales de civilizaciones lejanas en los años o en la distancia, estos términos tienden a amalgamarse. La razón quizá sea que los podemos encontrar en la historia de casi todos los pueblos, lo que da lugar a una enorme variedad de nombres y prácticas, aunque con algunas características comunes. En el caso de los chamanes, estas serían su poder para penetrar en el reino de los muertos y comunicarse con las almas que allí habitan.
La creencia en una vida posterior a esta es la base de todas las religiones actuales, y, por tanto, también lo fue de sus antecesoras, los primeros cultos practicados por la humanidad, donde surgieron precisamente los chamanes. Aunque conviene aclarar que las culturas que los vieron nacer no tenían el mismo concepto de la muerte que las religiones modernas: para muchos pueblos de la antigüedad, los seres queridos seguían entre nosotros aunque su cuerpo hubiera desaparecido, y era el chamán quien se ocupaba de hacer de mensajero entre unos y otros.
El poder de los chamanes: una mirada a las raíces del espiritualismo
Pero ¿tienen un lugar de origen concreto? En su Diccionario de mitologías, Yves Bonnefoy señala que, “en el sentido estricto del término, el chamanismo es una técnica específica de los pueblos altaicos (turcos, mongoles, tunguses) y siberianos”. Pero el antropólogo Marvin Harris extiende su actividad a cada rincón del planeta: “Todas las sociedades conocidas reconocen que algunos individuos, llamados chamanes, poseen una aptitud especial para obtener ayuda del mundo de los espíritus”.

No obstante, Harris reconoce que el término chamán procede “de los pueblos siberianos de habla tungúsica”. En esta zona es donde encontramos más evidencias históricas de la gran influencia que poseían los chamanes; uno de los pueblos donde estaban más presentes era el uiguro, que acabaría integrado dentro del Imperio mongol.
Rivales de Gengis Kan
Pero parece ser que no era necesaria la influencia de los uiguros para que el chamanismo estuviera bien introducido dentro del entramado político y social de los mongoles. En el siglo XIII, cuando Gengis Kan fue coronado emperador, los chamanes, tanto varones –llamados böge– como mujeres –udagan–, disfrutaban de una posición de enorme privilegio e influencia en todas las tribus, en las que mandaban de facto.
Es hasta cierto punto lógico que una de las primeras decisiones del kan como emperador fuera ordenar, en 1206, la muerte del gran chamán Teb Tenggeri, que había estado conspirando para minar su poder y afianzar el suyo propio. Y también era una manera eficaz de recordar a los conquistados quién tenía el poder, si no sobre la vida y la muerte, sí sobre el paso de la primera a la segunda de manera inmediata.
Porque es también una evidencia que los chamanes se han asegurado siempre el respeto, cuando no el temor, de sus congéneres gracias a las artes ocultas que decían dominar: entre ellas, la adivinación a través del examen de huesos o entrañas de animales, la influencia en el clima o la capacidad de predecir el futuro de los recién nacidos, señalando desde el primer momento cuáles serían sus días fastos y nefastos. Pero todo ello palidecía ante su ceremonial para viajar al mundo espiritual, lo que hacían para recuperar almas raptadas por espiritus malignos, acompañar al paraíso a las almas de los fallecidos o preguntar directamente a los dioses para conocer el futuro.
En el reino de los muertos
Los testimonios y restos arqueológicos que se conservan de estos rituales muestran una fuerte identificación del chamán con el mundo animal, del que se convertía en integrante, como prueban la abundancia de cornamentas de ciervo o reno, plumas y alas, pieles y garras de oso que formaban parte de su indumentaria.
En casi todas las zonas donde han estado presentes los chamanes se han encontrado bastones o tambores como parte de sus utensilios. Los primeros solían estar adornados con cabezas o pelaje de animales de la zona; los segundos eran básicos para crear el ambiente requerido en los rituales, y era común que estuvieran decorados con dibujos que representaban las dos zonas del universo, el eje que las unía y los distintos seres que viajaban por ellas, es decir, el territorio del chamán.
Sus rituales eran necesariamente impresionantes, como describe Harris: “Para entrar en trance ingieren sustancias alucinógenas, bailan al son monótono de tambores o simplemente cierran los ojos y se concentran. Sus cuerpos se vuelven rígidos y empiezan a sudar, gemir y temblar a medida que entran en el mundo de los espíritus y apelan a sus guardianes para que curen a los enfermos, predigan el futuro, encuentren a personas perdidas o alejen a las fuerzas malignas”.

¡Menudo viaje!
El estado alterado de conciencia se alcanzaba con el acompañamiento de tambores, maracas y otros instrumentos de percusión, así como con sustancias que variaban según la zona: desde el pulque al peyote, la datura o la ayahuasca, pasando, en América, por el tabaco aspirado en enormes cantidades para alcanzar un estado cercano a la muerte –la nicotina en altas dosis puede ser muy perjudicial–, ya que consideraban que “quien escapa sin ayuda de las garras de la muerte será capaz de curar y revitalizar a los demás”.
¿El chamanismo y la medicina?
Durante su periplo espiritual, que iban narrando profusamente a los asistentes, los chamanes luchaban con terroríficas amenazas. Según cuenta el escritor Ian Gately, “el sacerdote chamán de los waraos […], después de salvar una sima repleta de hambrientos jaguares, feroces cocodrilos y tiburones sanguinarios que intentaban devorarlo […], pasaba por lugares donde había demonios armados con lanzas que querían matarlo..."
"Finalmente, debía pasar por el hueco en el tronco de un árbol enorme, donde había unas puertas que se abrían y se cerraban rápidamente. Estas simplégades son las que separan la vida de la muerte. El neófito que consigue atravesarlas podrá ver los huesos de aquellos que lo precedieron pero no consiguieron pasar al otro lado. Si no halla entre ellos sus propios huesos, regresa del otro mundo a una nueva vida”.

Otra de sus habilidades era la cura por extracción de cuerpos extraños del organismo del enfermo –una piedra, una astilla, una espina, un insecto–, que serían las causas del mal que los aquejaba. Está demostrado que estos procedimientos no eran sino un hábil truco de prestidigitación, y que el mismo chamán introducía el objeto que luego simulaba sacar.
Pero el estudioso del chamanismo Michael Harner explicaba que esta maniobra no se trataba de fraude, sino de simbolismo, ya que tanto el chamán como el paciente estaban convencidos de la malignidad de estos cuerpos: si el chamán introduce en su boca el objeto, es porque piensa que su presencia facilita la extracción del equivalente espiritual de dicho objeto, es decir, la causa de la enfermedad. Una ceremonia animista para unos tiempos en los que, para la sanación del cuerpo y del espíritu, no se entendía la una sin la otra.