Durante siglos, los humanos hemos debatido si los animales sienten dolor, tienen emociones o simplemente reaccionan por instinto. Ahora, un filósofo de la Universidad Estatal de Míchigan, Jonah Branding, propone una manera sistemática de abordar ese dilema. En lugar de seguir discutiendo desde intuiciones o posturas extremas, sugiere usar un “árbol de decisión” que ayuda a determinar qué animales podrían ser conscientes.
El estudio, publicado en la revista Biology & Philosophy, no busca resolver la conciencia animal de una vez por todas, sino ordenar el debate. Branding sostiene que la confusión en la ciencia sobre la mente animal proviene de cómo se identifican los “marcadores” de conciencia: esas señales —como ciertas conductas, regiones cerebrales o capacidades cognitivas— que podrían indicar si un ser experimenta el mundo de forma subjetiva.
El trabajo traza un mapa conceptual que conecta tres enfoques distintos para detectar conciencia —teórico, analógico y funcional— con las posturas principales del campo: quienes creen que si faltan marcadores no hay conciencia (“simetría”) y quienes sostienen que la ausencia de pruebas no es prueba de ausencia (“asimetría”). El resultado es una herramienta que puede orientar futuras investigaciones y decisiones éticas.

El problema de los “marcadores”
Branding parte de una pregunta clave: si los científicos buscan conciencia en base a ciertos marcadores, ¿qué pasa con los organismos que no los muestran? ¿Podemos afirmar que no sienten nada? Esa duda ha dividido a filósofos y neurocientíficos durante décadas. Según el autor, la diferencia entre los bandos radica en cómo se identifican esos marcadores en primer lugar.
Quienes siguen una “vía teórica” parten de modelos científicos sobre la mente humana y los aplican a otras especies. Pero esto tiene un límite evidente: las teorías humanas podrían no captar formas de conciencia diferentes a la nuestra. Por ejemplo, el psicólogo Jesse Prinz sostiene que la conciencia humana surge de ciertos patrones cerebrales, pero eso no implica que animales con cerebros distintos no puedan ser conscientes.
Esa visión lleva a lo que Branding llama el “catch-22 de la distribución”: para saber quiénes son conscientes, necesitamos una teoría general de la conciencia; pero para construir esa teoría, primero tendríamos que saber quiénes lo son. Por eso, el autor concluye que esta vía tiende a la prudencia: cuando faltan marcadores, simplemente no podemos saber.
La trampa de nuestras intuiciones
Otro camino para identificar la conciencia, llamado “vía analógica”, parte de las semejanzas con nosotros. En la vida cotidiana, nadie necesita una teoría para saber que otro humano está consciente: lo percibimos de manera directa, por cómo actúa o se comunica. La filósofa Kristin Andrews propuso un enfoque similar para los animales, conocido como “Dynamic Marker Approach”: observar comportamientos y rasgos que evocan la presencia de una mente.
Pero este método, advierte Branding, tiene un sesgo importante. Nuestras intuiciones fueron moldeadas por la evolución para reconocer mentes parecidas a la nuestra.
Así, es probable que capten bien la conciencia en mamíferos, pero no en especies muy distintas, como pulpos, abejas o arañas. Un algoritmo entrenado solo con imágenes de flores amarillas podría no reconocer una flor violeta; del mismo modo, nuestro “radar mental” podría pasar por alto conciencias que funcionan de forma diferente.
De ahí que el enfoque analógico también apunte a la asimetría: los marcadores ayudan a detectar conciencia, pero su ausencia no basta para negarla. No ver las señales que entendemos no significa que no haya mente, sino que tal vez no sabemos dónde mirar.

Cuando la conciencia cumple una función
El tercer enfoque que analiza el autor es la “vía funcional”, la más optimista respecto a la posibilidad de excluir. Parte de la idea de que la conciencia cumple un papel evolutivo: facilita ciertas capacidades cognitivas, como el aprendizaje flexible, la toma de decisiones o la integración de información de distintos sentidos. Si un organismo muestra esas habilidades, es probable que sea consciente; si no, quizá no lo sea.
Ejemplos como el del cangrejo ermitaño, capaz de cambiar de concha según las condiciones o de priorizar entre distintas opciones, sirven para ilustrar cómo ciertos comportamientos podrían reflejar procesos conscientes.
En cambio, criaturas que solo reaccionan de forma automática ante estímulos —como algunos gusanos simples— podrían carecer de esa experiencia interna.
Este enfoque, según Branding, puede apoyar la postura de simetría: si conocemos bien la función de la conciencia, su ausencia podría indicar no-conciencia. Sin embargo, el propio autor advierte un límite: no está claro que la conciencia tenga la misma función en todos los seres vivos. Si su papel varía entre especies, usar una sola regla podría ser tan engañoso como útil.

Más allá de la biología, una cuestión ética
Aunque el artículo es filosófico, su impacto es profundamente práctico. Saber qué animales pueden tener experiencias conscientes afecta a cómo los tratamos en laboratorios, granjas o ecosistemas.
Branding subraya que las preguntas sobre la conciencia son también preguntas sobre a quién debemos cuidar moralmente. Si un ser siente dolor o placer, nuestra responsabilidad cambia.
El “árbol de decisión” que propone no pretende resolver el misterio de la mente, sino ofrecer un mapa para orientarse. Permite a científicos y éticos situarse: ¿desde qué enfoque estudian la conciencia? ¿Qué supuestos aceptan? Y, en consecuencia, ¿qué pueden o no pueden afirmar?
Branding reconoce que su propia conclusión es provisional: él se inclina por la asimetría en los tres casos, pero invita al debate. Su trabajo no ofrece certezas, sino un marco de diálogo que podría evitar muchos malentendidos en la investigación sobre el sufrimiento animal.
Referencias
- Branding, J. Can a marker approach exclude?. Biol Philos. (2025). doi: 10.1007/s10539-025-09989-x