De huidos a guerrilleros, así se fraguó la resistencia armada contra el franquismo

Sus acciones fracasaron por el escaso arraigo territorial, la falta de medios y de apoyo internacional y, principalmente, por la amplia fragmentación y la escasa organización 
De huidos a guerrilleros, así se fraguó la resistencia armada contra el franquismo

Durante la década de los cuarenta, varios millares de antifranquistas empuñaron las armas —el número de guerrilleros se cifra entre cinco y diez mil— para revertir el resultado de la Guerra Civil. Distaron de alcanzar su propósito porque solo arraigaron en parajes remotos de la España rural, fueron incapaces de movilizar a la población antifranquista, atenazada por el miedo, la miseria y el hastío, carecieron de medios acordes al fin perseguido y no galvanizaron en su apoyo al movimiento antifascista internacional, ni siquiera coincidiendo con el halagüeño panorama abierto para su causa tras el desenlace de la Segunda Guerra Mundial

Campo de entrenamiento de los combatientes de la Resistencia en los Pirineos franceses (septiembre-octubre de 1944). Foto: Album.

Pero también porque, a la postre, constituyeron un colectivo exiguo, fragmentado, aislado y heterogéneo, pilotado, desde Francia, América o la URSS, por la dirección exiliada del PCE, circunstancia que, en un destructivo vórtice de violencia y muerte, acabó sepultando sus expectativas en el adverso contexto de la Guerra Fría. Los nuncios de este fracaso figuran en el variopinto reclutamiento del colectivo, proceso que se remonta hasta el para ellos fatídico 18 de julio de 1936, así como en su conflictiva conversión en movimiento guerrillero.

Voluntarios forzosos

Los frentepopulistas que optaron por tirarse al monte allí donde se iba imponiendo la sublevación militar iniciada aquel verano no lo hicieron movilizados por las autoridades republicanas, al dictado de consignas emitidas por las organizaciones a las que pertenecían o, motu proprio, para combatir al bando rebelde por otros medios, sino impulsados por un elemental instinto de supervivencia, ya que sobre ellos pendía la disyuntiva del pelotón de fusilamiento o el «paseo». 

Mientras duró la guerra, permanecieron ocultos y a la defensiva, en condiciones inhóspitas, a la espera de un cambio de signo en la marcha de la contienda, una oportunidad para alcanzar territorio republicano o, como última alternativa, supeditaron su presentación a que fuera remitiendo «la represión en caliente». Aunque fueron imitados por reclutas que eludían el llamamiento a filas o desertores del Ejército franquista, no se replantearon sus expectativas iniciales, ya que estas adhesiones no compensaban la drástica reducción que el colectivo venía experimentando merced a la comparecencia ante las nuevas autoridades de quienes no soportaban la asfixiante presión que se ejercía sobre su entorno familiar, las capturas en las frecuentes batidas y los fallecimientos en combate.

Un capitán del Ejército Popular da instrucciones a los soldados bajo su mando (1937). Foto: EFE.

Los reductos de resistencia armada conformados por estos huidos en las serranías españolas no se extinguieron a principios de los cuarenta porque dieron cobijo a evadidos del sistema penitenciario franquista, a los que por sus antecedentes políticos se les habían impuesto desorbitadas condenas o, incluso, la pena capital. Los fugados de cárceles, destacamentos penales, campos de concentración y batallones disciplinarios recompusieron las diezmadas partidas y, en ocasiones, constituyeron nuevos focos de insumisión. También fueron apuntaladas en su momento más crítico por la adhesión de colaboradores cuyas actividades habían quedado al descubierto ante sus perseguidores, quienes emplearon con las redes de apoyo urdidas por los huidos con familiares, amigos y correligionarios los métodos más abyectos de «guerra sucia»

La preventiva huida al monte de «enlaces quemados» fue secundada por excarcelados que temían por su vida si regresaban a sus pueblos, por izquierdistas sometidos a recurrentes maltratos en los cuartelillos de la Guardia Civil y, ya avanzada la década, por antifranquistas involucrados en la reconstrucción de las organizaciones clandestinas, en la promoción de algún conflicto laboral o en la perpetración de sabotajes. La fascinación que la figura del huido ejercía entre jóvenes impregnados de un aventurerismo ingenuo, la desorbitada sanción penal que se imponía por la comisión de los delitos comunes más nimios y, sobre todo, el uso político del hambre y la marginación social para subrayar la estigmatización del derrotado proporcionaron, especialmente en la España meridional, estímulos adicionales para tirarse al monte por pura desesperación.

Soldados franquistas armados con fusiles y una ametralladora MG 13 de fabricación alemana. Foto: ASC.

Encuadramiento y politización de las partidas

Los huidos que optaron por satisfacer sus necesidades por sus propios medios se agruparon espontáneamente en partidas de reducidas dimensiones, dúctil estructura y sin más jerarquización interna que la derivada del coraje y la determinación acreditada por cada componente sobre el terreno. Las primeras iniciativas encaminadas a vertebrarlas en torno a objetivos políticos, como la protagonizada por Ramiro Losada en Oencia (León), o por O Gardarríos, que promovió en Viveiro (Lugo) la constitución de la Agrupación Chapayev, o, en fin, por Juan Gil del Amo, que impulsó la formación de la Guerrilla Azaña en la comarca de Los Carabeos (Cantabria), se esfumaron como un espejismo ante la prioridad de sobrevivir en un contexto de acoso policial, aislamiento, indigencia y carencia de expectativas. 

No se dotaron de organizaciones estables de resistencia hasta que, en abril de 1942, se constituyó en Ferradillo (León) la Federación Guerrillera de León-Galicia, proceder secundado por los huidos asturianos en agosto de 1943 con la formación del Comité de Milicias Antifascistas. Estas plataformas de gestación endógena, carácter pluralista, marco estatutario propio y dirección centralizada no cuajaron hasta que los huidos afinaron su capacidad de resiliencia y, sobre todo, vislumbraron un rayo de esperanza con el cambio de signo en la Segunda Guerra Mundial.

Ferradillo (León) fue elegido como lugar de asentamiento y centro de operaciones, y allí se fundó en 1942 la Federación de Guerrillas de León- Galicia. Foto: ASC.

Este cambio de actitud fue detectado y estimulado por el PCE, la única organización antifranquista que alumbró un proyecto insurreccional en el que se asignaba una tarea a las partidas de huidos dispersas por España. Tras la ofensiva nazi contra la URSS, en el verano de 1941 promovió la Unión Nacional Española, una plataforma multipartidista, interclasista y antifascista a la que se asignó un doble, pero convergente, propósito: galvanizar con el exilio español la resistencia armada contra la ocupación nazi en Francia y, cuando este objetivo alcanzara su apogeo, convertir la euforia de su éxito en el detonante que desencadenara un levantamiento popular en España contra el régimen de Franco

Pero, dada la acefalia y poliarquía en la que estaba sumido el PCE como consecuencia del fallecimiento de José Díaz y el desplazamiento de sus principales líderes a la URSS y América, este reto fue afrontado por dirigentes de segundo rango, como Jesús Monzón, quien asumió la misión de incardinar en el XIV Cuerpo del Ejército Guerrillero —Agrupación de Guerrilleros Españoles desde mayo de 1944— al exilio republicano dispuesto a recuperar la autoestima mediante la lucha y, en paralelo, impulsar la reconstrucción del PCE a un lado y al otro de la frontera al amparo de la UNE.

Carné de adhesión a la Unión Nacional Española, organización antifranquista promovida por el PCE. Foto: ASC.

Mediante una combinación de ayuda externa, actividad guerrillera y respaldo popular se pergeñó un engranaje insurreccional concebido para derribar al régimen de Franco, cuyo ensamblaje se saldó con un fracaso sin paliativos. No surtió el efecto apetecido la denominada Operación Reconquista, concebida como reactivo, en la que se involucraron los millares de españoles que coadyuvaron a la liberación del Mediodía francés. Tras concentrarlos en torno a los Pirineos en el verano de 1944, en el mes de septiembre comandos de guerrilleros comenzaron a franquear los pasos de montaña en misiones de avanzadilla, jalonamiento y maniobra de distracción, como prólogo a la irrupción masiva de 4.000 combatientes por el valle de Arán (Lérida). Estos ocuparon entre el 19 y el 28 de octubre una exigua porción de territorio español como cabeza de puente en la que establecer un gobierno «unionista»

Fue el órdago más enérgico lanzado contra el régimen de Franco, pero el gesto fue motejado como «quijotada» porque no suscitó ninguna reacción de apoyo ni dentro ni fuera de España. Más allá del esperado y nunca recibido respaldo de las fuerzas aliadas, su éxito se cifró en supuestos tan quiméricos como la descomposición interna del régimen de Franco y la predisposición del pueblo español a rebelarse contra él. Este no se movilizó porque, aplastado el antifranquismo por una pesada losa de censura, orfandad y terrorismo de Estado, las partidas de huidos existentes en el interior distaron de secundar la iniciativa de vertebrarse en un Ejército Guerrillero, concebido como brazo armado de la no menos fantasmal Junta Suprema de Unión Nacional, constituida en Madrid, por iniciativa y bajo la presidencia de Jesús Monzón, en septiembre de 1943.

En los Picos de Europa operaban varios grupos de guerrilleros. En la imagen, el pueblo de Sotres, donde se hallaba uno de sus cuarteles generales. Foto: Shutterstock.

En particular, se mostraron renuentes quienes, por propia iniciativa, se habían dotado de estructuras de resistencia, como la pionera Federación Guerrillera de León-Galicia o el Comité de Milicias Antifascistas de Asturias, cuyos promotores pusieron en solfa las presuntas credenciales multipartidistas de la UNE y supeditaron cualquier iniciativa por su parte a que se produjera un previo desembarco aliado en España. Mejor predisposición hallaron en la cántabra Brigada Machado, a la que encomendaron misiones de distracción y retención de fuerzas coincidiendo con la prevista ofensiva pirenaica, pero no lograron involucrar a las partidas diseminadas por la España meridional, con mayor presencia de socialistas y anarquistas o vinculadas a los focos de militancia comunista exiliados en el norte de África. 

Por su emplazamiento estratégico en torno a Madrid, volcaron sus energías en la vertebración de un Ejército del Centro con los huidos dispersos por Extremadura, Ávila, Ciudad Real y Toledo, iniciativa que no había pasado de la fase embrionaria cuando se desencadenó la ofensiva de Arán. Como sentenció un miembro del Alto Mando guerrillero, los resistentes armados del interior hicieron caso omiso de este osado movimiento «porque no se había hecho preparativo alguno».

Agrupaciones guerrilleras

La Operación Reconquista fue metabolizada por la dirección exiliada del PCE, no como la última gesta del antifascismo español y, en particular, un alarde de su propia fuerza, sino como un extemporáneo fiasco. Fue instrumentalizada para recuperar el control de la organización, catapultar al generalato a líderes emergentes como Santiago Carrillo, quien capitalizó el repliegue, y defenestrar a los segundones como el citado Jesús Monzón, que tanto protagonismo habían adquirido en su reconstrucción y movilización tanto en Francia como en España, pero no tuvo como corolario la revisión de los falsos supuestos que sostenían la vía insurreccional. 

Santiago Carrillo durante la campaña de las elecciones generales de 1979, en un mitin en Gijón (Asturias). Foto: ASC.

Más allá de la condena ad hominem de sus promotores y del cambio de actores en la dirección del PCE, la asonada no implicó otra alteración táctica que la sustitución del ataque frontal por la infiltración de partidas adiestradas en los campos de entrenamiento camuflados en las explotaciones forestales (chantiers) controladas por el PCE en el sur de Francia, a las que se siguió asignando el cometido de reactivar los focos de resistencia armada enquistados en España para catalizar el ansiado movimiento insurreccional que, supuestamente, seguía a punto de estallar.

Los heraldos del nuevo advenimiento retornaron del exilio fascinados por la victoria obtenida sobre la maquinaria militar nazi y, una vez en España, impulsaron la vertebración de las partidas subsistentes en agrupaciones guerrilleras. Entre 1945 y 1946 se constituyeron las de Andalucía (Málaga y Granada), Centro-Extremadura, Norte (Asturias y Cantabria) y Alto Aragón. Como no se pudo hegemonizar la pluralista Federación de León-Galicia, promovieron como alternativa el Ejército Guerrillero de Galicia. Con activistas adiestrados en las escuelas guerrilleras de Francia, asentaron ex nihilo en el sistema ibérico, donde se carecía de un sustrato de huidos, la Agrupación Guerrillera de Levante y Aragón, convertida en paradigma de la resistencia armada comunista. 

La reconfiguración de la fuerza armada disponible en el interior no se circunscribió únicamente al mero encuadramiento militar, ya que también procuraron que sus acciones obedecieran a un objetivo político. Con su presencia y su mesiánico proceder contribuyeron a la transformación de los huidos de posguerra en guerrilleros antifranquistas, pero asimismo acentuaron las fracturas que resquebrajaban al colectivo. No solo entraron en colisión con los correligionarios refractarios a su optimismo que no consideraban trasladable la experiencia francesa al caso español, sino también con los huidos de otras ideologías que venían preconizando disímiles estilos de resistencia armada.

* Este artículo fue originalmente publicado en la edición impresa de Muy Historia.

Recomendamos en