El general Emilio Mola, el Director, concretó la «amenaza fantasma» de la Quinta Columna al subrayar que cuatro columnas atacarían Madrid simultáneamente y que la quinta, la de los emboscados leales a sus fuerzas, intervendrían al final para dar el golpe de gracia.
Su alocución, glosada por Dolores Ibárruri, la Pasionaria, el 3 octubre de 1936 en las páginas de Mundo Obrero, sirvió como advertencia a los defensores de la capital, que, evidentemente, no eran ajenos a la presencia de esos elementos. «Vamos a hacer justicia —prometió Ibárruri—; y justicia rápida y ejemplar, para extirpar hasta la raíz la planta de la traición».

Ahora bien, ¿fue la Quinta Columna un cuerpo más o menos organizado, o sus acciones de sabotaje respondieron a iniciativas individuales? Como señalan Alberto Laguna Reyes y Antonio 30 Vargas Márquez en su extraordinario ensayo La Quinta Columna. La guerra clandestina tras las líneas republicanas, 1936-1939, «la Quinta Columna nació de manera improvisada» y, «a medida que avanzaba la guerra, los grupos de emboscados se empezaron a profesionalizar». Fue una evolución lógica.
En el verano del 36, nadie creía que la guerra se fuera a prolongar casi tres años, y los zarpazos de los simpatizantes «nacionales» en territorio hostil eran residuales. Sin embargo, bastaron las palabras de Mola para que el aparato de la propaganda gubernamental se pusiera en marcha.
La prensa de la época documenta esa obsesión, rayana con la paranoia. En La Voz del 6 de octubre, leemos:
«Dentro de Madrid hay aún muchos fascistas emboscados que constituyen la “quinta columna” de que ha hablado Mola, y que, levantándose en armas en el momento oportuno contra el Gobierno del pueblo, se unirá a las otras cuatro que rodean Madrid para aplastar al pueblo madrileño. Pero esto será imposible; el Quinto Regimiento lo ha dicho, y esta “quinta columna” será aniquilada antes de que los fascistas se acerquen a muchos kilómetros de Madrid».

Los cartelistas se inspiraron en el peligro de ese enemigo invisible y acompañaron sus creaciones con unos lemas contundentes: «Descubrid y aplastad sin piedad a la 5ª Columna», leemos en uno. «La bestia acecha. ¡Cuidado al hablar!», reza otro de la cnt-fai, obra de Aleix Hinsberger, con la imagen de un gorila con la mano pegada a la oreja.
Madrid se preparaba para el asalto de los sublevados y se dispuso a «limpiar» su retaguardia. Durante el mes de octubre, las calles asistieron a una implacable batida para capturar a presuntos quintacolumnistas, hasta el punto de que en una sola jornada, tras un mitin celebrado en el Monumental Cinema el 15 de octubre, las milicias prendieron a dos mil sospechosos. Como en el chiste de Luis Bagaría, la Quinta Columna se parecía a Dios en que estaba «en todas partes». Y puede que lo estuviera…
El historiador Javier Cervera, autor del indispensable Madrid en guerra. La ciudad clandestina, cree que el 15 % de los integrantes de las fuerzas de orden público y seguridad «tuvieron relación o actuaron en favor de los enemigos de la República durante la guerra en algún momento» y que el 10 % fueron «realmente quintacolumnistas habituales».
Esa espada de Damocles que se cernía sobre el Gobierno del Frente Popular sirvió, de hecho, para justificar todo tipo de desmanes y perseguir la disidencia dentro de las propias filas. Así sucedió, por ejemplo, en el caso del poum, el Partido Obrero de Unificación Marxista, al que Vittorio Vidali, el comandante Carlos, uno de los cerebros del Quinto Regimiento, presentó como una «quinta columna legal, tolerada, enmascarada bajo una fraseología izquierdista».
Más rápidos y más fuertes
Las hipérboles de la propaganda no implican que la Quinta Columna fuera un invento para mantener a raya a la población. Pasado el primer sobresalto mediático, la realidad es que su impacto fue cada vez mayor y, a medida que los rebeldes desbordaban a los gubernamentales en los distintos frentes, sus movimientos se hicieron más osados.
Sin ir más lejos, el golpe de Casado, en marzo de 1939, se produjo tras el acercamiento al coronel de varias organizaciones de la Quinta Columna, cuyo rastro se detecta también en la sublevación de Cartagena, en la última fase de la guerra. La Quinta Columna no fue un cuerpo homogéneo ni monolítico, pero, sin el aliento y la cohesión de Falange, primero, y la coordinación del Servicio de Información y Policía Militar (SIPM), después, no habría hecho tanta mella.
Operaban en su seno grupos de amigos unidos por su ideología, pero también una organización jerarquizada, la llamada Falange Clandestina, con Manuel Valdés Larrañaga al frente. Reconocido nadador, Valdés era un falangista de primera hora, que, en julio de 1936, se hallaba preso en la cárcel Modelo de Madrid.

Se libró de las sacas por casualidad y, junto con Raimundo Fernández Cuesta —que, en octubre de 1937, pasó a la zona sublevada—, puso los cimientos de una entidad que se nutriría de células triangulares, en las que dos agentes que no se conocían entre sí —el enlace y su mentor— reportaban a un solo responsable, para que, en caso de captura, las autoridades no arrasaran la organización.
A lo largo de la guerra, los quintacolumnistas perfeccionaron sus acciones de sabotaje, falsificaron documentos para ayudar a pasar a los suyos al otro lado, se infiltraron en las filas enemigas —por ejemplo, en centrales sindicales como la cnt—, indujeron al derrotismo mediante la difusión en radios clandestinas de noticias contrarias a los intereses del Gobierno y, con tanta cautela como paciencia, fueron reclutando a nuevos adeptos.
La «jugada» no siempre les salía bien, por supuesto. Fue el caso del parisino Charles Duret, alias Pepe. Reclutado por el SIFNE, el Servicio de Información del Nordeste de España, la agencia de inteligencia republicana, el SIM (Servicio de Información Militar), lo desenmascaró a las primeras de cambio, y, ante la amenaza de ser fusilado, mutó en agente doble, convirtiéndose en uno de los activos más eficaces de la inteligencia republicana: no solo delató a varios enlaces, sino que difundió informaciones falsas sobre la ofensiva del Ebro.
Descubierto por sus primeros empleadores, fue condenado a muerte y fusilado en Burgos en julio de 1939. Las intrigas de los quintacolumnistas eran, a menudo, tan prácticas como rentables. Desoír las restricciones sobre el uso de aparatos eléctricos, recurriendo inmoderadamente a estufas y ascensores, podía provocar «averías de difícil reparación».

A título personal, nos encontramos con el proceder del marino Manuel Núñez Rodríguez, que, próximo al bando franquista, permitió que un submarino italiano lanzara un torpedo a su destructor, el Churruca, pese a haber avistado el periscopio, lo que inutilizó el buque hasta el final de la guerra.
Lo que no cabría atribuirles, de acuerdo con el profesor Cervera, son los «paqueos», esto es, los ataques de los francotiradores, que, apostados en «tejados, balcones o campanarios», disparaban a «cualquiera que vistiese mono de trabajo (ahora considerado uniforme de miliciano)». Esa identificación de los «pacos» con los quintacolumnistas fue, no obstante, moneda de uso corriente, y, si no, que se lo pregunten a Ernest Hemingway.
En su única y hoy olvidada obra de teatro, La quinta columna, el premio Nobel pone en boca de uno de los personajes, tras el asesinato de un electricista, esta observación: «Alguien le disparó desde una ventana, dijeron. No sé, es lo que me contaron (…). Siempre disparan desde ventanas por la noche durante los bombardeos. La gente de la Quinta Columna. La gente que lucha contra nosotros desde el interior de la ciudad».
Un rosario de grupos
Dentro de Falange Clandestina operaban distintas camarillas, denominadas «banderas», como Auxilio Azul, fundada por María Paz Martínez Unciti, y dirigida, tras su asesinato, por su hermana Carina, quien llegaría a infiltrarse en la checa de Santa Rita de Carabanchel tras hacerse pasar por comunista.
Con sus seis mil miembros, fue uno de los grupos más activos de la Quinta Columna, al igual que Socorro Blanco, nacida al abrigo de la Sección Femenina de la Comunión Tradicionalista, las populares «Margaritas».
También jugó un importante papel el grupo de Antonio Bouthelier —autor, con José López Mora, de Ocho días. La revuelta comunista—, especializado en el paso de activos a la otra zona.
La organización Golfín-Corujo, así llamada por sus máximos responsables, el arquitecto Javier Fernández Golfín y el abogado Ignacio Corujo, ejecutó resueltas acciones de espionaje hasta su desmantelamiento por la Brigada Especial del comisario Fernando Valentí en mayo de 1937, tras su infiltración por el confidente Alberto Castilla Olavarría.

A lo largo de 1937, la célula de Antonio Rodríguez- Aguado y Joaquín Jiménez de Anta puso contra las cuerdas a la República por el pasmoso acceso de sus agentes al Estado Mayor del Ejército del Centro. Tras una primera operación policial que desarboló el grupo en octubre de ese año, sus jefes se refugiaron en la embajada de Turquía, hasta que el sim asaltó el edificio, sito en la calle Zurbano, y los detuvo en enero del 38. Todo un escándalo diplomático, que fue avalado por el mismísimo ministro de Defensa Nacional, Indalecio Prieto.
La relación es extensa. De acuerdo con el testimonio de Valdés Larrañaga, en Madrid se desenvolvieron unas «dieciocho o diecinueve » sociedades, entre ellas, la Organización Antonio, de Antonio Luna; el grupo de San Francisco el Grande, de los Ordeig —padre e hijo—; la efímera España Una, con Antonio del Rosal, Antonio Amaya, José Rodríguez y Exuperio Muñoz a la cabeza; o la de sus compañeros de «martirio», Las Hojas del Calendario, fusilados todos ellos en Paterna, Valencia, el 29 de octubre de 1937.
El número de estos soldados en la sombra no cesó de aumentar, a lo largo y ancho de la península, en ciudades como Cartagena, Valencia —ligados a la Derecha Regional Valenciana—, Santander —en torno al capitán de asalto Sr. Martínez—, Lérida, Jaén, Granada o Almería, con la Red Hataca, fundada por la modista Carmen Góngora López y liderada después por el abogado Manuel Fernández- Aramburu León, que trabajarían para allanar el terreno a los «nacionales».

Finalmente, en Cataluña, la Junta Política de la Falange barcelonesa apadrinó distintas organizaciones. La del falangista José Ferrer Recasens, TODOS, fue la más notable, tanto por el número de sus colaboradores como por su insaciable labor de espionaje. Cercada por el sim, resurgiría en diversas coyunturas hasta el final del conflicto.
Los Almogávares de Joaquín Aznar López, el Círculo Azul, los agentes de Todoli-Riera, la organización de Juan Manuel de Benito (jmb) o el ljrc traslucen la fragmentación de la Quinta Columna en la comunidad catalana, que el sifne —integrado en el sipm a partir de 1938— cosió como pudo.
Los hombres de Ungría
Y es que, si Falange tejió los mimbres humanos, fue el coronel de Caballería José Ungría quien avió la cesta de la Quinta Columna gracias a su Servicio de Información y Policía Militar, organismo que centralizó con éxito las agencias de espionaje existentes en la zona «nacional», el SIM (no confundir con su homónimo republicano) y el SIFNE.
Su Servicio llegó a contar con unos treinta mil efectivos, hombres y mujeres, civiles y militares. El comandante de Caballería Francisco Bonel Huici fue el hombre de Ungría en Madrid, aunque su cuartel general se localizara en el pueblo toledano de La Torre de Esteban Hambrán. Como responsable de las redes secretas en la capital, Bonel captó a diversos agentes y sus intercambios con los responsables de Falange Clandestina fueron constantes.

Desde su posición, citaba a los enlaces y les transmitía órdenes para satisfacción de Franco, quien, en su Cuartel General del Palacio de la Isla, en Burgos, seguía los progresos de esa guerra silente.
Al fin, el 1 de abril de 1939, sábado, el Generalísimo sentenció que la guerra había terminado. Pero su fin no trajo la paz, sino la victoria, como precisaría Don Luis en la obra Las bicicletas son para el verano. Con la posguerra, no concluyeron las asechanzas, y los experimentados quintacolumnistas no tardaron en asumir nuevos roles en el flamante Estado.
La historia de Roberto Conesa, quintacolumnista en la 2ª y la 44ª bandera, resulta paradigmática. Infiltrado en las Juventudes Socialistas Unificadas (jsu), este veinteañero colaboró en la detención de unas jóvenes militantes, trece muchachas, trece rosas que serían fusiladas en las tapias del Cementerio del Este el 5 de agosto de 1939. Con el tiempo, Conesa llegaría a ser jefe de la Brigada Político Social, la policía política de Franco.
Comunistas y masones
¿Tenía algo que temer el general? ¿Hubo infiltrados republicanos en la zona «azul»? El papel de las guerrillas en el Ejército Popular, con las andanzas del XIV Cuerpo de Ejército Guerrillero, ha sido estudiado con profusión, pero ese fenómeno no es comparable al de la Quinta Columna, si bien, en algunos casos, sus actividades —sabotaje, desinformación…— no difirieran en exceso.

En realidad, la Quinta Columna que merodeó por la mente del jefe de Estado hasta el fin de sus días fue la del comunismo y la masonería. En su último discurso, pronunciado el 1 de octubre de 1975 en la Plaza de Oriente de Madrid, el Caudillo se refirió a la «conspiración masónica izquierdista de la clase política, en contubernio con la subversión comunista-terrorista».
Unas décadas antes, con el pseudónimo Jakim Boor, el general había dado a la imprenta el libro Masonería (1952), una recopilación de sus artículos sobre la materia aparecidos en el diario Arriba. En su opinión, la masonería carecía de masas, pero el comunismo disponía de una «“quinta columna” con núcleos en los distintos países».