Las llamadas Escuadras de Protección o Schutzstaffel, las SS, se crearon por orden de Hitler en noviembre de 1925, con la intervención directa de uno de sus hombres de confianza, Heinrich Himmler, y la misión de servir como guardia personal a los dirigentes del partido. Sus miembros debían ser fanáticamente fieles a Hitler, racialmente ‘puros’ y de conducta aparentemente intachable.
El Partido Nazi, el NSDAP, ya contaba desde 1921 con las Fuerzas de Asalto o SA (Sturmabteilung), la milicia del partido formada por matones dedicados a agredir en las calles a los militantes de otras formaciones. Pero su indisciplina, el hecho de tener una composición social menos selecta y, sobre todo, los deseos de sus dirigentes de gozar de autonomía respecto de la cúpula del partido hacían desconfiar a Hitler.
Las SS, aunque poco numerosas durante los años veinte –unos cientos, frente a varios miles de las SA–, eran más disciplinadas y leales y, aunque en un principio estaban integradas en las SA, acabaron desgajándose de ellas, lo que generó rivalidades entre los jerarcas nazis. Su uniforme era negro, con camisa blanca y una calavera en la gorra (totenkopf) sobre dos tibias cruzadas, recuerdo de insignias militares anteriores, mientras que las SA siguieron con sus sempiternas camisas pardas. El diseñador y fabricante de los emblemáticos uniformes negros fue el célebre Hugo Boss, miembro del Partido Nazi desde 1931.

Nace la Gestapo
Himmler, al frente de las SS desde 1929, vio en la organización el germen de una nueva orden de caballería y llevó las condiciones de admisión al extremo de obligar a los aspirantes a demostrar su ‘pureza de sangre aria’ en, al menos, ocho generaciones previas. Hacia 1930 ya eran unos 3.000 hombres –crecimiento que de modo paralelo también experimentaron las SA– y a finales de 1932 habían llegado a más de 40.000.
Su lema, incorporado a su vestimenta, era “Mi honor se llama lealtad”, y su fórmula de juramento cuando Hitler alcanzara el poder sería: “Yo te juro, Adolf Hitler, Führer y Canciller del Reich, fidelidad y valor. Prometo obediencia hasta la muerte a ti y a los superiores por ti designados. Que Dios me ayude”.

La situación cambió con la subida de Hitler al poder en 1933. En abril de ese año, Hermann Göring fundó la Gestapo o Policía Secreta del Estado (Geheime Staatspolizei). Basado en la policía prusiana, el nuevo cuerpo no estaba sujeto a las leyes ordinarias alemanas y únicamente daba cuenta de sus actuaciones al Führer; en palabras de este, podía usar “todo tipo de medios, incluso aquellos contrarios a la ley, siempre que sirvieran a sus intereses”. Luego, las llamadas “cortes especiales”, con absoluta libertad para elegir las pruebas que creyesen convenientes, juzgaban a los enemigos del régimen; llegaron a condenar a muerte a 12.000 alemanes.
Los objetivos de la Gestapo fueron, desde el inicio, la detección, investigación y represión de todas las organizaciones y personas hostiles al nazismo, que eran internadas en sus calabozos y sometidas sistemáticamente a tortura para que revelasen los nombres de sus cómplices. Igualmente, debía velar por erradicar las posibles traiciones y disidencias internas (dentro del partido, de sus organizaciones o del Estado). Contaba con distintas secciones: organizaciones políticas, agrupaciones religiosas, emigrantes, censura, visados y control de viajeros, contraespionaje, vigilancia interna... Ya comenzada la guerra, nuevas secciones se ocuparon de perseguir a los miembros de los movimientos de resistencia en los países ocupados.
Unificación del poder nazi
El primer director de la Gestapo –nombrado por Göring– fue Rudolf Diels, pero al no ser lo suficientemente implacable y eficaz fue reemplazado en abril de 1934 por el propio Himmler, quien pasó así a ostentar la jefatura de todos los organismos policiales aunque dejó de facto la Gestapo en manos de Reinhard Heydrich, que llegó a formar un siniestro ejército de 35.000 funcionarios policiales. La realidad es que a partir de esa fecha las SS absorbieron a la Gestapo y esta trabajó bajo la tutela de los servicios de inteligencia; fue el primer paso hacia la unificación de las ‘organizaciones hermanas’ del poder militar nazi.

A finales de septiembre de 1939, ya iniciada la II Guerra Mundial, todas las policías, incluyendo a la Gestapo, fueron incorporadas a la llamada Oficina Central de Seguridad del Reich (RSHA), que llegó a contar con más de 50.000 funcionarios. Al frente estaba el siniestro Heydrich; a su muerte en 1942, fue relevado por Ernst Kaltenbrunner. Se calcula en casi 100.000 alemanes la cifra de los que murieron antes de la guerra –entre 1933 y 1939– a causa de la represión asesina de las SS y la Gestapo, entre militantes de izquierda y centro, activistas religiosos, pacifistas, judíos, disidentes del Partido Nazi, etc.
Por entonces, las SS ya estaban distribuidas en varios cuerpos diferenciados: las SS generales (Allgemeine), dedicadas a la burocracia, la propaganda y la aplicación de la política racial; las encargadas de los campos de trabajo y concentración (Totenkopfverbände); las propias del servicio de seguridad (Sicherheitsdienst), en donde asimismo estaba integrada la Gestapo, y las que serían las más numerosas y decisivas, con casi un millón de hombres encuadrados en ellas: las unidades de combate conocidas como Waffen-SS. Los miembros de las SS pasaban por diversas academias de formación física, militar e ideológica que los convertían en los nazis más fanáticos. Muchos provenían de las Juventudes Hitlerianas.

En 1934, las SS habían formado las llamadas SS-Verfügungstruppe (Fuerzas de Servicios Especiales), cuerpo paramilitar bajo las órdenes directas de Hitler. En 1938 sumaban casi 15.000 hombres, ya motorizados, que participaron activamente –en colaboración con el ejército– en las ocupaciones de Austria y Checoslovaquia.
Tenían su propia estructura militar y sus propios grados e insignias; ansiosos por combatir, se incorporaron como unidades dentro del ejército alemán a la invasión de Polonia. En la cúspide estaba Himmler, que ostentaba el máximo rango, el de Reichsführer-SS. Demostraron un enorme entusiasmo, pero su exceso de combatividad, junto con una escasa formación militar, les hizo ser poco efectivos y sufrir demasiadas bajas.
Fanáticas unidades de élite
La honda ideologización nazi también hizo destacar a las SS por sus asesinas prácticas contra la población civil polaca y, en particular, contra los judíos, llegando a emplear más energía y recursos en estas tareas que en los combates en sí. Los militares profesionales, siempre reticentes al excesivo peso del partido en el ejército, propusieron disolver las unidades de las SS, a lo que Himmler respondió que su eficacia hubiese sido mucho mayor de habérseles dejado más autonomía en los combates.
Hitler, al final, adoptó una solución salomónica: en octubre de 1939, autorizó la formación de divisiones únicamente de miembros de las SS con sus propios mandos, pero bajo las directrices generales del Estado Mayor del Ejército. A finales de ese año se formaron esas primeras divisiones de las SS que, en la primavera de 1940, ya participaron en las campañas contra los Países Bajos, Bélgica y Francia. Los meses previos los aprovecharon para subsanar las carencias de 1939: mejoraron su adiestramiento, se surtieron de las mejores armas y de uniformes de camuflaje y, por supuesto, mantuvieron al mismo tiempo su alto nivel de politización y su exigente selección para el reclutamiento.

Igualmente, dispusieron de sus propios laboratorios de investigación armamentística y científica, al margen del ejército. Ello las convirtió, junto con los paracaidistas, en unidades de élite, pues combinaban la máxima motivación con un excelente adiestramiento físico y militar. En julio de ese año ya recibieron el nombre oficial de Waffen-SS (las SS armadas), de las que se formaron inicialmente cinco divisiones con una media de 20.000 combatientes por cada una de ellas.
Ejecutores del exterminio
Pero el gran éxito militar y prestigio de las Waffen-SS llegaría con la invasión de la URSS en 1941, en donde demostraron su valía tanto en las acciones ofensivas como en las defensivas. Debido al brutal racismo y desprecio que mostraban hacia los eslavos, participaron en masacres y asesinatos de millones de soviéticos, tanto soldados como población civil.
Hay que señalar, además, el papel desempeñado por los llamados Einsatzgruppen, unidades formadas por unos 3.000 individuos de la peor calaña cuyo fin fue el asesinato de cuantos judíos, gitanos y comunistas encontraron a su paso las fuerzas alemanas; se calculan sus víctimas en 1.350.000.
Cuando, a partir de 1941, empezaron a funcionar los campos de trabajo y de exterminio en Europa del Este, fueron también los miembros de las SS los encargados de su funcionamiento y, por tanto, los responsables inmediatos de las matanzas allí perpetradas.
La contienda comenzó a dar un giro negativo para Alemania a partir de 1942. Ello supuso un desgaste progresivo de sus tropas que afectó, en particular, a las divisiones de las Waffen-SS, que libraban los combates más duros. Era necesario cubrir las bajas con prisa, lo que suponía ser menos rigurosos con el entrenamiento y los criterios de selección. Cada vez eran más los miembros de las Juventudes Hitlerianas que acudían a rellenar los huecos, pero no era suficiente. La solución, propuesta por Himmler tras vencer las iniciales reticencias de Hitler, fue recurrir a voluntarios extranjeros de probada ascendencia aria y que estuviesen dispuestos a asumir los principios nazis.
Contingentes extranjeros
Así, a partir de 1942, fueron incorporándose voluntarios provenientes de los países ocupados y aliados. Daneses, noruegos, holandeses, finlandeses, belgas (separados en flamencos y valones), franceses, croatas, checos, etc., pasaron a formar unidades homogéneas, pero mandados por jefes alemanes e integrados en la férrea estructura de las Waffen-SS. Pero las bajas no cesaban y, a partir de 1943, se fueron relajando los criterios raciales y se admitió a eslavos (polacos, serbios, estonios, lituanos, letones, rusos, ucranianos...), húngaros, rumanos, italianos, bosnios y albaneses musulmanes.
Llegaron a incorporarse contingentes de cientos de voluntarios de países no beligerantes como España –restos de la División Azul–, Suecia o Suiza; cualquiera era bienvenido con tal de que fuese profundamente anticomunista, ya que todos combatieron en el Frente Oriental contra los soviéticos. Se calcula que lucharon representantes de casi treinta países en las filas germanas.

Igualmente, la mayor parte de los agentes y funcionarios de la Gestapo dejaron en gran medida sus actividades policiales y pasaron también a integrarse en las divisiones de combate; la lucha contra el enemigo interior, contra el conspirador y disidente, había pasado a un segundo plano ante el avance soviético. No obstante, siempre hubo fuerzas de las SS y la Gestapo en retaguardia dispuestas a sofocar cualquier rebelión interna, como sucedió en julio de 1944 cuando sus efectivos detuvieron a los cabecillas del atentado organizado contra Hitler por Von Stauffenberg.
También, varias de sus divisiones se dedicaron a luchar contra las resistencias protagonizadas por los partisanos, sobre todo en Yugoslavia, Italia, la URSS y Francia, ejecutando en el acto a todo preso capturado. Además, ejercieron represalias contra la población civil como castigo a las acciones de la resistencia, siendo especialmente famosas –aparte de las masivas del Frente Oriental– la ejercida contra la población gala de Oradour en julio de 1944, que supuso el asesinato de 642 personas (entre las que había 245 mujeres y 207 niños), así como la destrucción total del pueblo; la de las Fosas Ardeatinas, en Roma, con 336 víctimas, y la del pueblo griego de Kalavryta, en diciembre de 1943.

Organizaciones criminales
A comienzos de 1945, las Waffen-SS prácticamente ya se habían deshecho ante el empuje soviético. Hitler, que seguía viendo en ellas a sus mejores unidades, no dejaba de encomendarles contraataques imposibles, con lo que al final también descargó su ira sobre sus mandos acusándolos de falta de combatividad.
Tras la guerra, en los Juicios de Núremberg, las SS y la Gestapo fueron justamente declaradas organizaciones criminales por su participación en exterminios masivos, fuese de grupos étnicos, prisioneros de guerra o enemigos políticos, y la mayor parte de sus dirigentes serían condenados a penas de muerte o prisión. En torno a 1,1 millones de hombres y mujeres formaron parte de ambas organizaciones en sus distintas ramas y actividades; se calcula que unos 400.000 murieron en la contienda, 600.000 resultaron heridos o fueron hechos prisioneros y los 100.000 restantes desaparecieron con diversa suerte.