Pocas heridas dejan marcas tan persistentes como las que provocan las minas antipersona. En países como Camboya, donde las guerras del siglo XX sembraron el suelo con millones de explosivos invisibles, el conflicto continúa mucho después de que cesen los disparos. Cada mina enterrada es un enemigo al acecho, una trampa que convierte el simple acto de caminar en un riesgo que puede provocar la muerte o la amputación. Sin embargo, incluso en este escenario devastador, han florecido historias esperanzadoras. Una de ellas la ha protagonizado el equipo femenino de baloncesto en silla de ruedas conocido como Las Rosas de Battambang, un ejemplo de resistencia a través del deporte.
Minas antipersona en Camboya: un conflicto persistente
Durante décadas de conflictos armados —incluidos los bombardeos estadounidenses en la Guerra de Vietnam, el régimen genocida de los jemeres rojos y la guerra civil posterior— Camboya se sembró de mina. Se estima que se instalaron más de cuatro millones de minas antipersona en el país, en muchos casos, sin mapas que permitieran su posterior localización.
A diferencia de otros explosivos diseñados para matar, las minas antipersona buscan incapacitar. Responde a una lógica económica y militar despiadada: un soldado herido exige recursos, ralentiza unidades y desmoraliza al enemigo. Una vez terminada la guerra, sin embargo, esa lógica deja tras de sí una población civil herida con un número altísimo de amputados. En Camboya, se calcula que una de cada 290 personas ha sufrido la pérdida de una extremidad a causa de una mina.

El silencio y la urgencia del desminado
Una de las características más siniestras de las minas es su invisibilidad. Las explosiones no miran a destruir un objetivo militar concreto, sino que son individuales, aleatorias y solitarias. Pueden activarse al cruzar un arrozal, al ir a buscar agua o al jugar en un sendero mal trazado. La amenaza es constante e imprevisivle. Por ello, el trabajo de desminado ha sido una prioridad internacional desde los años noventa.
Organizaciones civiles y agencias de la ONU han desplegado recursos humanos, animales y tecnológicos para neutralizar estos explosivos. En este marco, han cobrado relevancia programas innovadores que utilizan ratas y perros entrenados para detectar explosivos. Esto ha permitido acelerar el proceso de limpieza del terreno y reducir el riesgo para los técnicos.
Animales entrenados: aliados improbables
Uno de los ejemplos más sorprendentes de cómo los animales han contribuido al desminador lo ofrecen las ratas africanas gigantes. Entrenadas para olfatear explosivos con gran precisión, su poco peso impide que se puedan activar las minas cuando corretean por encima. Así, organizaciones como APOPO ha empleado estos roedores en diversas regiones afectadas, incluidas zonas de Camboya.
Del mismo modo, los perros especializados han mostrado ser muy eficaces, ya que su olfato les permite detectar TNT con una tasa de error mínima. La paradoja es evidente: donde antes se desplegaban animales como medios de destrucción (perros entrenados para cargar explosivos, por ejemplo), ahora se usan como salvavidas, capaces de proteger a las comunidades más vulnerables de la amenaza invisible. La colaboración entre humanos y animales en esta labor se ha convertido en una forma extraordinaria de cooperación entre especies al servicio de la paz.

Las Rosas de Battambang: jugar después de la explosión
Entre las muchas consecuencias de este entorno sembrado de minas, hay una que rara vez se visibiliza con la dignidad que merece: la de las personas que sobreviven a la explosión. En Camboya, miles de hombres, mujeres y niños han perdido las piernas, las brazos o la vista, y muchos han quedado estigmatizados o excluidos de la vida social.
Con todo, no todas las historias terminan en silencio. En Battambang, una ciudad del noroeste camboyano, un grupo de mujeres víctimas de las minas decidió fundar un equipo de baloncesto en silla de ruedas. El nombre que escogieron no pudo ser más revelador: Las Rosas de Battambang. El gesto de crear un equipo, entrenar y competir tiene mucho de político, emocional y simbólico. Las Rosas son una respuesta activa a la violencia del pasado, un grito de orgullo frente a quienes las imaginaron rotas o vencidas. En cada pase, en cada canasta, en cada grito de aliento entre compañeras, hay una afirmación de vida.
El cuerpo dañado como cuerpo colectivo
En los testimonios recogidos por el periodista Alberto Ruy-Sánchez en su crónica, se destaca el papel vital del deporte tanto para la rehabilitación física como para la reconstrucción emocional de las jugadoras. El baloncesto se ha convertido, para ellas, en una forma de recuperar el control sobre su cuerpo, de resignificar la pérdida como potencia. Lo que en otro contexto podría parecer un gesto menor —jugar en la cancha—, en este se transforma en un acto revolucionario.
No es casual que los habitantes locales, incluidos los niños y los soldados este, hayan acogido a Las Rosas de Battambang con entusiasmo. En un país donde el cuerpo mutilado forma parte del paisaje cotidiano, ver a estas mujeres competir convierte la discapacidad física en una forma de presencia activa, no de exclusión.

Deporte, memoria y reparación
El caso de Las Rosas de Battambang ofrece una reflexión profunda sobre el papel del deporte en contextos posbélicos. A las deportistas de este equipo, el juego les ha permitido reapropiarse simbólicamente de los espacios de vida que la guerra había clausurado. La cancha no es solo un terreno de juego: es un lugar donde se reinstala la alegría, la estrategia, la cooperación.
A diferencia de los rituales oficiales de la memoria, que recurre a los monumentos, los discursos y las efemérides, este equipo actúa desde lo cotidiano, desde la repetición del entrenamiento y la constancia del esfuerzo compartido. De esta manera, cada partido se convierte en una suerte de ceremonia donde se reconfigura el sentido de comunidad.
La historia de Las Rosas de Battambang no busca inspirar lástima, ni encajar en una narrativa redentora. Su potencia está precisamente en que no piden permiso para existir ni esperan aprobación externa: simplemente juegan. Y al hacerlo, reescriben en presente el mapa de un país que aún convive con la sombra de las minas.
Referencias
- Sánchez, David, 2024. Animales de combate. Madrid: Pinolia.
