Aunque las primeras inteligencias artificiales tienen ya un tiempo, y hace ya 26 años que Deep Blue derrotara al campeón del mundo de ajedrez, Garry Kasparov, lo cierto es que en los últimos meses, la tecnología de inteligencia artificial ha dado un salto cualitativo importante. Aplicaciones, anteriormente rudimentarias, solo al alcance de un puñado de investigadores, hoy se pueden utilizar gratuitamente o a muy bajo precio por cualquiera que disponga de un ordenador o un smartphone.
Entre las aplicaciones más conocidas se encuentran las denominadas inteligencias artificiales generativas, que a partir de unas órdenes sencillas llamadas prompts, generan una imagen o un texto acorde a lo solicitado — no necesariamente correcto—. Cada pocos días surgen nuevas aplicaciones con funciones adicionales.
Sin embargo, aunque parezca una acción trivial la simplicidad de escribir unos prompts y solicitar un resultado no es, ni mucho menos, inocua. Desde muchos sectores de la sociedad, como el periodismo, la docencia o los profesionales de las artes plásticas, se han alzado voces que alertan de ciertos riesgos del uso de esta tecnología, como mínimo, desde una perspectiva ética. Y más allá del plano deontológico, hay un aspecto, objetivamente medible, que debería hacer que nos replanteáramos el uso que hacemos de este tipo de tecnología: el impacto ambiental.

Los puntos positivos para el medio ambiente
Sería cínico exponer los aspectos negativos de la inteligencia artificial sin explicar, también, sus aspectos positivos. Ya en otros artículos de Muy Interesante se ha hablado sobre los beneficios posibles que un uso racional de las inteligencias artificiales puede tener sobre la conservación de las especies; al fin y al cabo, el software moderno que se emplea en análisis de grandes volúmenes de datos utilizan sistemas de inteligencia artificial.
Otro aspecto positivo es que pueden contribuir a la reducción de emisiones de gases de efecto invernadero, por ejemplo, mediante el trazado de rutas óptimas de transporte. Gracias a su elevada capacidad de análisis es posible procesar más rápidamente las imágenes por satélite, lo que ayudaría a identificar de forma precoz zonas afectadas por catástrofes o destrucción de hábitats. Y ya se han realizado pruebas de aplicación de inteligencia artificial a ámbitos como la salud o la agricultura, mostrando en ellas un mayor rendimiento.
En realidad, algunas de estas aplicaciones exigen un cambio en la dinámica. De nada sirve mejorar la eficiencia en el uso de un recurso si en lugar de para mejorar el bienestar social y ambiental de la gente y reducir el consumo de recursos naturales, se emplea para aumentar la riqueza y la rentabilidad. Pero, incluso teniendo eso en cuenta, esas aplicaciones de la inteligencia artificial generativa están muy lejos de las funciones que el usuario promedio demanda y utiliza. Ni ChatGPT ni Midjourney, al menos en su uso más cotidiano, contribuyen a estas mejoras.

El lado más oscuro de la inteligencia artificial
Cuando uno escribe un prompt a ChatGPT en su ordenador doméstico, parece que todo queda en casa. El monitor arroja una respuesta rápida, de veracidad incierta, pero efectista. Pero, como sucede con los magos e ilusionistas, el truco no sucede ahí donde uno está mirando. La ‘magia’ está en otro sitio. Y la prueba más simple está al alcance de la mano: pruebe usted a solicitar una respuesta a cualquier inteligencia artificial generativa sin una conexión a internet.
En primer lugar, para que una inteligencia artificial funcione necesita ser entrenada, alimentarla con enormes volúmenes de datos. Según la estimación realizada en 2020 por Payal Dhar, y publicada en la prestigiosa revista Nature, la huella de carbono de entrenar a un solo gran modelo lingüístico como ChatGPT equivale a unas 300 toneladas de dióxido de carbono emitido. Esta cantidad es la que emite un español promedio en 60 años.
Además, la ‘magia’ de la inteligencia artificial sucede en los servidores informáticos donde están instalados los algoritmos. Los prompts del usuario viajan por la Internet hasta uno de estos centros de datos, allí se resuelven los algoritmos pertinentes, y la respuesta viaja de vuelta hasta el ordenador. En ese viaje de ida y vuelta es donde se provoca el mayor impacto ambiental de una inteligencia artificial.
En términos de huella de carbono, se estima que una sola consulta generativa a una inteligencia artificial tiene un consumo equivalente al de cinco o seis consultas a un motor de búsqueda estándar. Y es bien sabido que este tipo de consultas raras veces son únicas: es decir, una simple conversación con ChatGPT donde haya entre 25 y 50 interacciones emite lo mismo que entre 125 y 300 búsquedas en Google.

Pero el impacto ambiental no solo se mide en emisiones de gases de efecto invernadero. Otro aspecto importante es la huella hídrica, un punto crítico que ha pasado muy desapercibido. Los servidores necesitan agua para refrigerarse y, en muchos casos, esta agua se pierde. Solo el entrenamiento de una inteligencia artificial de la naturaleza de ChatGPT en los centros de datos estadounidenses puede consumir más de 700 000 litros de agua dulce limpia —equivalente a la necesaria para fabricar más de 350 vehículos de alta gama, o para llenar una torre de refrigeración de una central nuclear—. Valor que podría triplicarse si el entrenamiento se realizara en servidores asiáticos.
Además, dado el consumo energético de este tipo de tecnologías, y dependiendo de dónde se aloje el servidor, cada conversación de entre 25 y 50 interacciones consumen más de medio litro de agua. Puede parecer poco, pero multiplíquese por el número de personas que, a diario, emplea estas tecnologías de forma superflua, y téngase también en cuenta lo rápido que esta tecnología continúa diversificándose y extendiéndose, con cada vez más y más herramientas disponibles.
Solo es cuestión de tiempo que la inteligencia artificial se convierta en un problema de alta magnitud en cuanto a su impacto ecológico, como ya lo son los centros de datos destinados al almacenamiento en la nube, o los centros de minado de criptomonedas.
Referencias:
- Dhar, P. 2020. The carbon impact of artificial intelligence. Nature Machine Intelligence, 2(8), 423-425. DOI: 10.1038/s42256-020-0219-9
- Jones, N. 2018. How to stop data centres from gobbling up the world’s electricity. Nature, 561(7722), 163-166. DOI: 10.1038/d41586-018-06610-y
- Li, P. et al. 2023. Making AI Less «Thirsty»: Uncovering and Addressing the Secret Water Footprint of AI Models (arXiv:2304.03271). arXiv. DOI: 10.48550/arXiv.2304.03271
- Mytton, D. 2021. Data centre water consumption. Npj Clean Water, 4(1), 1-6. DOI: 10.1038/s41545-021-00101-w
- Strubell, E. et al. 2019, junio 5. Energy and Policy Considerations for Deep Learning in NLP. arXiv.Org.