En las tierras hoy áridas del norte de Montana, hace más de 78 millones de años, la vida florecía entre pantanos y llanuras costeras en lo que fue uno de los ecosistemas más biodiversos del Cretácico. Allí caminó un dinosaurio con una apariencia tan extravagante que parecería sacado de una fábula: Lokiceratops rangiformis. Su nombre ya sugiere algo singular, pero es su biología y su contexto evolutivo lo que lo convierte en una criatura realmente fascinante.
Lejos de ser solo otro pariente más de Triceratops, Lokiceratops destaca como una pieza clave en un rompecabezas mucho más complejo: el de la diversificación explosiva de los dinosaurios cornudos en América del Norte. Con una combinación única de rasgos anatómicos, hábitos compartidos con especies muy próximas y cuernos que desafiaban la simetría convencional, esta especie es, en realidad, el síntoma de algo mucho más profundo: una carrera evolutiva por destacar.
Un ecosistema con demasiados cuernos
En la actualidad, la región de Kennedy Coulee, donde se encontraron los restos fósiles de Lokiceratops, parece una sucesión de colinas secas y erosionadas. Pero hace casi 80 millones de años, este mismo lugar era parte de Laramidia, una masa de tierra separada del resto de Norteamérica por un mar interior. La zona estaba cubierta de humedales, canales y vegetación exuberante, perfecta para animales grandes y pesados como los ceratopsios: herbívoros cuadrúpedos con elaboradas ornamentaciones craneales.
Lo asombroso del descubrimiento de Lokiceratops, detallado en un extenso estudio publicado en PeerJ, no es solo su existencia, sino su convivencia con otras cuatro especies de dinosaurios con cuernos en el mismo nivel estratigráfico. En un área relativamente pequeña y durante un periodo geológico muy corto, estas cinco especies compartieron territorio, hábitat y recursos. Es como encontrar cinco especies de antílopes diferentes en un mismo valle, pero con diferencias tan evidentes en su “sombrero óseo” que cada uno parece sacado de una especie distinta de otro continente.

Este fenómeno, conocido como endemismo extremo, sugiere que estos animales estaban evolucionando a una velocidad vertiginosa, en lo que algunos científicos comparan con los despliegues de plumaje de las aves del paraíso. Cada especie desarrollaba ornamentos más llamativos, más grandes, más elaborados o simplemente más raros, como si compitieran entre ellas por atraer la atención en un carnaval de huesos.
No eran armas
Los enormes cuernos en forma de cuchillas que Lokiceratops llevaba en la parte posterior de su cráneo no estaban diseñados para la defensa ni el combate. De hecho, a diferencia de otros centrosaurinos, este dinosaurio ni siquiera tenía cuerno nasal. Su cabeza, coronada por una estructura asimétrica de proyecciones óseas, no era un ariete: era una pancarta. Una pancarta viva.
Este patrón de evolución, conocido como selección sexual, es bien conocido entre aves, insectos o incluso algunos mamíferos actuales. Es la lógica de la cola del pavo real: si puedes sobrevivir con un adorno tan llamativo, es que eres lo suficientemente fuerte o saludable como para ser digno de reproducirte. En el caso de Lokiceratops, los cuernos habrían servido para distinguir machos de hembras, o quizás simplemente para diferenciarse de sus vecinos evolutivos, evitando confusiones en una comunidad tremendamente poblada de cornudos herbívoros.
Y eso es lo que realmente asombra: no solo el tamaño o la forma de sus cuernos, sino el hecho de que su función era principalmente simbólica, social, incluso estética. Algo así como si, en lugar de garras, los depredadores llevaran bufandas para impresionar. O como si los ciervos tuvieran astas solo para evitar malentendidos amorosos.
Una isla de evolución rápida
El fenómeno no puede entenderse sin el aislamiento geográfico de Laramidia. Esta “isla continental” durante el Cretácico se comportó, a nivel evolutivo, como las Galápagos del pasado: separada del resto del continente, con barreras naturales que limitaban el movimiento, permitió que grupos de animales evolucionaran en caminos únicos, sin interferencia externa.
Lo más probable es que las poblaciones de ceratopsios quedaran fragmentadas, separadas por ríos o brazos de mar, desarrollando pequeñas diferencias genéticas que, con el tiempo, se convertirían en especies distintas. En algunos casos, el proceso pudo tomar apenas unos cientos de miles de años, una cifra casi insignificante en la escala del tiempo geológico.
Lokiceratops no solo es un testimonio de ese aislamiento; es también un símbolo de lo que ocurre cuando la naturaleza permite a la creatividad genética salirse con la suya.

¿Un dinosaurio o una rareza individual?
No todos los científicos están totalmente convencidos de que Lokiceratops represente una especie completamente nueva. Algunos paleontólogos sugieren que podría tratarse de una variante extrema, quizá muy vieja, de una especie ya conocida. La evolución en estos animales no solo podía generar nuevas especies, sino también individuos con ornamentos exageradamente distintos dentro de la misma población.
Sin embargo, el conjunto de características únicas —incluida la falta de cuerno nasal, la forma de los cuernos del volante y su asimetría—, ha llevado al equipo liderado por Mark Loewen y Joseph Sertich a proponerlo como una nueva especie con pleno derecho. De confirmarse, se suma al árbol genealógico de los centrosaurinos como una rama insólita, pero fundamental para entender cómo se diversificaron estos animales.
Tras su excavación en 2019, los restos del cráneo de Lokiceratops pasaron por un meticuloso proceso de preparación, restauración y estudio. Hoy, su reconstrucción tridimensional no está en una vitrina de un museo norteamericano, sino a miles de kilómetros de distancia, en el Museo de la Evolución de Maribo, en Dinamarca. Allí, en una exposición que mezcla ciencia y arte, se muestra al público un montaje preciso de su cabeza, con réplicas desmontables que permiten a los investigadores seguir analizando cada detalle.
Su presencia en Europa no es anecdótica: es también una declaración de intenciones. La ciencia paleontológica es global, y sus hallazgos pertenecen tanto al presente como al pasado, tanto a Montana como al resto del mundo.
Bajo los huesos, una historia diferente
Más allá de su extravagante cornamenta, Lokiceratops nos recuerda que la evolución no siempre premia al más fuerte, sino al más visible. En su mundo de pantanos y rivales cercanos, sobrevivir no solo era cuestión de fuerza o tamaño, sino de apariencia. Su legado no está solo en sus huesos, sino en lo que su forma nos dice sobre cómo funcionaban aquellos ecosistemas perdidos.
Y eso, más que cualquier cuerno gigante, es quizás el hallazgo más valioso.