Un fósil de hadrosaurio hallado en Montana conservaba marcas de dientes que atravesaban hueso como si fuera mantequilla. No era la mordida de un depredador cualquiera: solo una fuerza como la de un Tyrannosaurus rex podía pulverizar huesos con esa brutalidad. Ahora, casi 70 millones de años después, una investigación publicada en Current Biology reabre el debate sobre cómo cazaban estos gigantes. Y lo hace con una revelación desconcertante: no todos los carnívoros del Mesozoico jugaban al mismo juego.
Los paleontólogos Andre Rowe y Emily Rayfield, de la Universidad de Bristol, han comparado los cráneos de 18 dinosaurios carnívoros que habitaron la Tierra durante más de 100 millones de años. No eran ejemplares menores: hablamos de pesos pesados como T. rex, Spinosaurus, Giganotosaurus, Allosaurus, entre otros. Todos caminaban sobre dos patas, tenían cráneos colosales y, en teoría, parecían cumplir funciones similares en sus respectivos ecosistemas.
Pero tras someter sus cráneos a pruebas biomecánicas utilizando escaneos 3D y análisis de elementos finitos —una técnica empleada para calcular tensiones en puentes y estructuras—, el resultado fue sorprendente. "Los tiranosáuridos como el T. rex tenían cráneos optimizados para soportar altas fuerzas de mordida a costa de un mayor estrés craneal", señala Rowe en el artículo original publicado el 4 de agosto de 2025.
O dicho de otro modo: el Tyrannosaurus rex mordía tan fuerte que su propio cráneo estaba al límite de su resistencia.
Depredadores, sí; pero con estilos opuestos
Hasta ahora, la imagen popular del gran depredador mesozoico estaba dominada por una idea homogénea: animales gigantescos que usaban la fuerza bruta para atrapar y desgarrar presas. Sin embargo, el estudio demuestra que mientras los tiranosáuridos como el T. rex estaban diseñados para aplastar huesos con una mordida de hasta 60.000 newtons —comparable a la presión ejercida por un autobús de dos pisos—, otros dinosaurios optaron por estrategias completamente distintas.
El Giganotosaurus, por ejemplo, tenía un cráneo más alargado y ligero, con dientes finos y aserrados, "como un cruce entre un gran tiburón blanco y un dragón de Komodo", explica Eric Snively, de la Universidad Estatal de Oklahoma, citado por New Scientist. Este dinosaurio, que vivió en lo que hoy es Sudamérica, no estaba hecho para machacar huesos: era un especialista en cortar grandes tajos de carne. Su estilo se parecía más al de un cuchillo quirúrgico que al de un mazo medieval.

Y luego está el extraño caso del Spinosaurus. Con un hocico largo, dientes cónicos y un cuerpo adaptado al agua, este depredador semiacuático cazaba grandes peces en ambientes fluviales, no muy distinto a una garza con escamas. "Spinosaurus era como una garza con aleta dorsal, con cuerpo de perro salchicha y dientes como los de un cocodrilo", añade Snively en la misma entrevista.
Pero, ¿por qué el T. rex desarrolló un cráneo tan masivo, diseñado para soportar fuerzas extremas? Parte de la respuesta parece estar en el momento histórico en el que vivió. "El T-Rex vivió más tarde, durante el Período Cretácico Tardío, cuando la caza era altamente competitiva.", recuerda Fion Waisum Ma, del Museo de Pterosaurios de Beipiao.
En otras palabras, la violencia de su mordida fue una respuesta adaptativa a un entorno implacable, donde convivía con otros depredadores más pequeños, cocodrilos gigantes y herbívoros acorazados como los anquilosaurios. Morder con fuerza no era un capricho: era una necesidad evolutiva.
El cráneo del T. rex —más corto y grueso que el de otros terópodos— permitía insertar músculos enormes, que a su vez generaban una potencia devastadora. No se trataba solo de matar, sino de hacerlo rápido y eficazmente, triturando hueso para llegar al tuétano, una fuente nutricional especialmente valiosa.
Más allá del tamaño: un caso de especialización
Uno de los hallazgos más contraintuitivos del estudio fue que el tamaño del animal no siempre se correlacionaba con una mayor resistencia o eficiencia mecánica. En muchos casos, dinosaurios más pequeños como Alioramus o Raptorex registraban niveles de tensión más altos que los de gigantes como Spinosaurus o Acrocanthosaurus, una señal de que su cráneo estaba menos adaptado a soportar grandes fuerzas.
Cuando los investigadores escalaron los cráneos a un mismo tamaño para comparar de forma objetiva su rendimiento, los resultados confirmaron las sospechas: la evolución no había seguido una única receta para fabricar superdepredadores. "La evolución puede producir múltiples 'soluciones' para la vida como un gran bípedo carnívoro", apuntan Rowe y Rayfield.
Mientras que algunos optaron por la fuerza bruta, otros se inclinaron por una mecánica más precisa, menos arriesgada, pero igualmente letal.

Ecosistemas compartidos, funciones diferenciadas
La coexistencia de depredadores tan colosales y distintos plantea una pregunta clave: ¿cómo podían compartir el mismo espacio sin aniquilarse entre ellos?
La respuesta parece estar en la especialización. Si el T. rex aplastaba huesos y remataba presas grandes, otros dinosaurios como los alosaurios o megalosaurios podían enfocarse en animales más pequeños o usar su mayor agilidad para desgarrar y huir. El estudio sugiere una partición ecológica clara, que habría reducido la competencia directa entre ellos.
Este hallazgo reconfigura por completo la imagen tradicional de los carnívoros del Mesozoico. Más que una guerra de titanes en la que ganaba el más fuerte, el panorama real parece haber sido el de una compleja red de nichos ecológicos, donde cada especie encontraba su lugar a través de estrategias distintas.
Un mundo perdido, múltiples soluciones
Desde un punto de vista evolutivo, lo más revelador del estudio no es solo la diferencia en los estilos de caza, sino lo que nos dice sobre la propia diversidad biológica. En un mundo donde el tamaño y la ferocidad podrían parecerlo todo, los cráneos de estos animales cuentan otra historia: la de una evolución creativa, con rutas divergentes que conducen al éxito depredador por caminos inesperados.
Cada cráneo, con su diseño y tensiones internas, es una cápsula del tiempo que encierra millones de años de adaptación, presión ecológica y transformación anatómica. En esos huesos fosilizados, que hoy reposan en museos de todo el mundo, se escribe la historia de un pasado tan remoto como asombroso.
Y quizá sea eso lo que fascina de estos titanes extintos: que en sus mandíbulas no solo guardaban dientes afilados, sino también la memoria olvidada de un mundo salvaje que ya no existe.
El estudio ha sido publicado en Current Biology.