El 20 de febrero de 1888, Vincent viajó desde París al sur de Francia en busca de inspiración, paz y quizá también en busca de sí mismo. Necesitaba volver a conectar con su pintura, reinventarse. Sentía la necesidad de retirarse para descansar y asimilar las experiencias y conocimientos adquiridos: “Me retiro a algún lugar del sur para no ver a tantos pintores que, como personas, detesto”, escribió. Arlés fue el lugar elegido: “el Japón de Francia”. Para él, Arlés era “tan bella como Japón en lo que se refiere a la claridad del cielo y a los alegres efectos del color”. Sabía de ella por la experiencia de otros colegas artistas que vivieron en el sur en alguna ocasión, como es el caso de Adolphe Monticelli -pintor a quien Van Gogh admiraba- que vivió en Marsella, cerca de Arlés. También Cézanne, quien se decantó por Aix-en-Provence, cerca y en la misma zona, la Provenza.

Un invierno crudo
Llegó solo, sin conocer a nadie y prácticamente sin un franco en los bolsillos. Era un invierno severo, la nieve cubría toda la llanura y con las montañas al fondo, Van Gogh lo vio como “justo el paisaje invernal pintado por los japoneses”. A causa de esta soledad obligada, carecía de modelos que posasen por lo que los paisajes del sur fueron los escenarios que retrató en sus primeras obras allí. Según cuenta en sus cartas, la belleza de aquel lugar le proporcionaba la inspiración suficiente para crear, sin necesidad de evadirse a otros lugares, simplemente le bastaba con abrir los ojos.
Arlés, además, cuenta con un canal que atraviesa la ciudad. Quizá por los recuerdos que le traía de su Holanda natal, Vincent plasmó por primera vez el lugar y el puente que lo atraviesa en marzo de 1888 en El puente de Langlois. Experimenta con la luz y el movimiento del agua que capta como si fuese una instantánea. Las personas que aparecen, más bien sombras, son un simple decorado del lugar. La calma que le infunde le invita a practicar con el color y los cambios de textura del cielo y el paisaje. Así realizó varias versiones de este emplazamiento, desde diferentes puntos de vista y con variaciones técnicas y cromáticas.

Otra de las primerísimas obras que Vincent pintó al llegar a Arlés es curiosamente un árbol, concretamente un Melocotonero en flor (marzo de 1888), dedicado a Mauve, a quien consideraba su maestro y que había muerto por entonces. Esta pintura de un escenario real recuerda visualmente a algunas de sus estampas japonesas. Aun así se aprecia cierto cambio. Por ejemplo, se trata de un escenario que está contemplando en directo él mismo y no de ninguna xilografía. “No necesito las estampas japoneas -escribía a su hermana Wihelmina- porque aquí estoy siempre en Japón. Solo necesito abrir los ojos y pintar lo que tengo delante de mis narices y lo que me impresiona”.
El color es ahora el soporte de la obra. Las luces y las sombras, el vaivén de las hojas al son del viento mediterráneo y esa valla de madera que cerca el terreno indican que se basa en la percepción visual y no en su imaginación. El color no va a usarlo para representar la realidad adecuadamente, sino como una herramienta de lo que él siente al observar y quiere transmitir. De manera que sus obras han de observarse de un modo subjetivo, como si quisiera contar una historia; el espectador tiene que empatizar con su subconsciente y su manera de mirar para comprender qué está diciendo. “El cuadro comenzaba a ser una ventana, pero no en el sentido de Leon Battista Alberti (el cuadro como una venta abierta para mirar un escenario), sino en sentido moderno, porque se abría al interior del sujeto y no al mundo exterior”, explica la catedrática de arte Tonia Raquejo. Aunque no siempre va a ser así, sobre todo en sus inicios, experimentando con el color y la luz se observan las cosas tal y como son en realidad, algo de lo que se va a ir desprendiendo poco a poco según va encontrando su propio estilo.

Con el tiempo, pudo alquilar una modesta casa, la famosa Casa Amarilla, donde ya tiene espacio suficiente para almacenar los cuadros que pinta y puede disponer de un estudio. Poco a poco la va convirtiendo en su hogar y en el lugar donde algún día poder formar esa pequeña comunidad de artistas con la que llevaba tiempo soñando.
Pocos retratos
Otro dato curioso de esta transformación pictórica de Vincent es que, para él, es inviable variar la forma de lo que plasma en sus cuadros. Según confiesa en alguna de sus cartas: “Cierto es que doy la espalda a la naturaleza cuando transformo un boceto en cuadro o cuando experimento con el color, pero en lo relativo a las formas tengo miedo de desviarme de la realidad.” Y es que, realmente, si se presta atención a las obras de esta etapa, vemos que Vincent presenta los detalles con exactitud. Elige y juega con el color para conseguir el efecto que busca, pero ‘el objeto’ permanece intacto.
Debido a su carácter retraído, pasaron meses hasta que consiguió entablar conversación con alguien y lograr que posase como modelo. Ese alguien apareció en junio de 1888 y su nombre era Milliet. Se trataba de un soldado de infantería argelino que se encontraba de vacaciones en Arlés. Zuavo sentado (junio 1888) fue uno de los primeros retratos de Vincent en su nuevo hogar y, especialmente, llamó su atención el aspecto exótico del joven; le recordaba a los extranjeros que pintaba Delacroix.
El retrato de Van Gogh deja patente cómo jugaba y distorsionaba la perspectiva a su capricho. Si la composición parte de un triángulo que parece que se nos viene encima -conformado por la figura y subrayado por el suelo y la posición de los pies que están opuestos-, la pared blanca hace de contrapeso y mantiene al sujeto ‘dentro’ del cuadro. Este juego sinuoso contrasta con el lujo de detalles con el que dota al rostro, haciendo hincapié en su temor a salirse por completo de la realidad, y más si se trata, como en este caso, de la figura de alguien concreto. El resto lo crea dejándose llevar por el color, en caliente y casi sin pensar. En esta etapa busca aun más conferir a sus cuadros y retratos un carácter peculiar. Al no ser encargos remunerados, podía experimentar con sus modelos como quisiese. Pero el retrato no es un género que Van Gogh practicase mucho en Arlés. De hecho, de las 300 obras que se cree que pintó allí, solo una cuarta parte serán retratos. Todos ellos de gente sencilla que se cruza en su camino, como el cartero y su familia, la dueña del hostal y del café, etc.

Noches pintadas
Aquel verano de 1888, Vincent se enfrascó en encontrar el mejor modo de pintar la oscuridad mediante el color, llegar a conseguir que este fuese su aliado para representar las tinieblas. Los rincones de Arlés de nuevo fueron su inspiración. En septiembre de 1888, pintó Noche estrellada sobre el Ródano, probablemente fue uno de esos lugares a los que acostumbraba a ir a pasear ya que se encontraba a escasos minutos de su casa. Para él fue todo un reto trabajar con luz artificial, de hecho, durante algún tiempo se dedicó a dormir de día para pintar de noche. Se aprecia un cielo azul oscuro repleto de estrellas a juego con la luz que emanan las farolas del paseo al otro lado del muelle. Esas farolas encuentran el reflejo de su luz en el agua, cuya figura se alarga iluminando la superficie del río, estelas cálidas en la noche. Y, de nuevo, personas que son sombras completan la escena. Consigue plasmar una imagen nocturna como algo natural, gracias al juego de contrastes entre las zonas claras y oscuras. Pintar de noche al aire libre y con luz artificial fue una innovación personal de Van Gogh, quien se desenvolvía bien en esa atmósfera brumosa haciendo de la penumbra su mejor aliada para recrear estos escenarios nocturnos y casi fantasiosos.

Otro ejemplo de cuadro nocturno, pero esta vez en un espacio cerrado es Interior de café de noche (septiembre de 1888). Como un fotógrafo ante el objetivo de una cámara, quiso captar cada detalle de lo que veía. Borrachos, jugadores de billar y parejas de enamorados, envueltos en una antítesis de colores. Personajes e historias que transmiten un sentimiento pesimista sobre la vida, en un lugar en el que uno puede acabar perdiendo la cabeza, y el dinero. “He intentado expresar las terribles pasiones de la humanidad mediante el rojo y el verde. (...) Por todas partes hay enfrentamiento y contraste entre rojos y verdes más extremos, en las figuras de los matones dormidos, en una habitación vacía y triste (...)”, escribió al respecto. La aureola de luz que emiten las lámparas del techo indica que sigue practicando con la representación de la luz artificial en la noche. Esta obra le permite jugar con el color contrastado, y consigue que transmitir un ambiente cálido a pesar de la violencia.

¿Simbolista, Expresionista?
Por aquel entonces comenzaba a despuntar una nueva corriente que buscaba representar el sentimiento provocado por las cosas, el simbolismo. A Vincent se le relacionó con él a consecuencia de que en sus obras busca representar su propia realidad. La fuerza imaginativa de Van Gogh provenía de su propio ser, era la expresión de su interior vehemente y sentimientos vivísimos. El simbolismo, por su parte, representaba la exhibición del poder supremo de la fantasía, alejando al artista de la auténtica realidad del mundo. Vincent nunca quiso alejarse de la realidad, sino representarla tal y como a él le hacía sentir. Por ejemplo, en unos meros Girasoles (agosto de 1888) representaba un más allá de las cosas, sin salirse de la propia realidad. Las flores están tratadas con precisión, pero el modo pastoso de aplicar el pigmento, la posición caótica y variada de los pétalos o la ineludible luminosidad del conjunto le da un significado que supera un simple jarrón.

Por otro lado, también se le ha relacionado con el expresionismo. Tal vez por como trata el espacio. Vincent sigue experimentando con el modo de utilizar el color, que es el portador esencial de su voluntad de expresión. En El sembrador (junio de 1888) aúna de nuevo la realidad y su interpretación personal mediante el color. Un gran sol amarillo protagoniza la escena y preside un cielo también amarillo y no en el acostumbrado azul. Es este azul añil, casi morado, el que utiliza para los campos del primer plano. Al tratarse de la Provenza, quizá se trate de campos de lavanda, cuyo color es el violeta. Y el cielo amarillo quizá sea porque se trata de un atardecer, con el sol poniéndose en el horizonte. Vincent acusa los colores, les da más intensidad y protagonismo, pero sin llegar a alejarse de la realidad que los ojos contemplan; la recrea conforme siente.
Se inclinó por la expresión individual frente a la ejecución perfecta, lo que le llevó a luchar contra él mismo, sus coetáneos y el público. Como resultado recibió menos incentivos para su obra, se convirtió en un incomprendido, a caballo entre una corriente y otra, sin pertenecer a nada ni a nadie realmente. El mismo Gauguin le reprochó que su manera de trabajar era inexacta, falta de contorno y dibujo preciso. Van Gogh, sin embargo, tenía su esperanza puesta en las estrellas: “Como nada se opone a la suposición de que en los numerosos planetas y soles haya líneas y formas y colores, nos está permitido conservar una cierta serenidad optimista, pensando en la posibilidad de que algún día podremos pintar bajo condiciones de existencia diferentes y mejores”, escribió a Bernard.
