La leyenda nos cuenta que Vincent van Gogh fue un genio atormentado. Un artista incomprendido que apenas vendió un cuadro en vida y que vivió aislado la mayor parte de su carrera hasta su trágico desenlace. Se ha llegado a decir que fue un pintor “maldito”. Y en este sentido, podría caerse en la tentación de pensar que la genialidad de su arte fue fruto únicamente de su extraordinaria y novedosísima concepción del mundo. Nada más lejos de la realidad. Vincent no solo llegó a tomar clases de algunos de los más reconocidos pintores de su tiempo, sino que estudió y copió la obra de grandes maestros para extraer aquellos aspectos que más le interesaban.

Podría decirse que las tomas de contacto iniciales con la pintura profesional llegaron a Van Gogh a través de su primer trabajo en La Haya, en la sucursal de la galería parisina Goupil & Cie. Así, por mediación de su tío Vincent –el tío Cent–, un joven Van Gogh de 16 años se adentró en el mundo de los marchantes y de los grandes maestros holandeses. Pero también de las fotografías, los aguafuertes, los grabados al cobre y las reproducciones. Será precisamente a través de estos grabados y reproducciones como se encontrará por primera vez con la figura del pintor Jean-François Millet, cuya obra le marcará de por vida.
Millet, maestro en la sombra
Van Gogh siempre consideró a Millet una de sus influencias más importantes. En realidad, para cuando Vincent conoció la obra del pintor francés este llevaba muerto ya varias décadas y su pintura había pasado de moda desplazada por la nueva y vibrante escena parisina. Sin embargo, Van Gogh no solo cayó fascinado por los grabados de Millet, sino también por la propia biografía del pintor, que leía y releía una y otra vez. Y es que Vincent no solo pretendía copiar al artista, sino tomarlo también como ejemplo de vida para convertirse en cierto modo en su alter ego. En una de las cartas que escribió por estos años dejó escrito: “Me han impresionado y me han conmovido mucho las palabras de Millet: El arte es una lucha –en el arte hay que empeñar hasta la piel–”.
Se ha señalado que, de alguna manera, los primeros cuadros de Van Gogh están impregnados por la poética de la humildad de Millet. En efecto, sus tempranas pinturas de campesinos beben sin contemplación de la sencillez y la espiritualidad de los grabados del pintor francés. Y en este sentido, quizá la relación con la obra de Millet fuese una de las más duraderas de su carrera. No en vano, de entre los más de mil grabados que recopiló durante su trabajo en Goupil & Cie, una gran parte eran precisamente suyos. En adelante, los temas y las figuras de Millet se convertirían en una constante en su pintura. Especialmente conmovedoras serán las más de veinte reproducciones e interpretaciones que realizará al final de su vida en Arlés utilizando los grabados de Millet. Entre estas copias se encuentran algunas de sus obras más conseguidas de esta época como La siesta o El sembrador.

Constable y los maestros Holandeses
Gracias a la intervención de su tío Cent, Van Gogh ascendió de posición en la galería Goupil & Cie y fue trasladado en 1873 a su filial de Londres. Allí Vincent pasará dos años visitando museos y galerías. Pero una obra en concreto ejercerá una poderosa atracción sobre él: El campo de trigo, de John Constable. De hecho, en una de sus cartas a Theo señala que de Londres le impresionaron especialmente dos cosas: “La sencillez de los pobres que Charles Dickens capturó en sus novelas y el paisaje que Constable capturó en su Campo de trigo. Desde luego, cabe pensar en que así fuera ya que, precisamente, el campo de trigo fue uno de los motivos más recurrentes del pintor holandés hasta sus últimas obras. Pero más allá de la temática debió interesarle la manera de combinar el color de Constable y, sobre todo, su forma de plasmarlo libremente en los lienzos.

Los siguientes destinos de Van Gogh como empleado de la galería Goupil & Cie fueron las ciudades de París, Ámsterdam y de nuevo La Haya. Y allí se enfrentó a los lienzos de los maestros holandeses, entre ellos los del gran Rembrandt. De Rembrandt, Vincent aprendió a pintar la luz sobre las tinieblas. Pero también tomó prestadas del maestro holandés algunas de sus composiciones como la de la Resurrección de Lázaro. Sin embargo, no solo Rembrandt entró a formar parte de su universo visual de entonces. También los cielos y los paisajes de su primera época deben mucho a los lienzos panorámicos de Jan van Goyen, que pudo ver durante su estancia en Ámsterdam.
¡Oh, Mauve!
Una vez Van Gogh decidió que su futuro estaba en la pintura, se dispuso a acudir a sus primeras clases. Para ello se desplazó en octubre de 1881 hasta Bruselas, donde pasó a tomar lecciones en la Academia de Bellas Artes durante algunos meses. Pero se cansó pronto del dibujo anatómico y de los estudios de perspectiva. Decidió entonces pasar al taller del pintor Anton Mauve en La Haya. Mauve era un pintor realista muy querido por Van Gogh que alcanzó un cierto renombre gracias a sus paisajes, los cuales mostraban frecuentemente animales y campesinos trabajando. Vincent pasó al menos dos años bajo la tutela del maestro aprendiendo el uso del óleo y de la acuarela y, sobre todo, estudiando los problemas del color.

Sin embargo, aunque siempre habló con respeto de su maestro, acabó alejándose de él. Tras esto pasó un tiempo en la ciudad holandesa de Nuenen, donde pintó más de doscientos cuadros cuya temática aborda los paisajes y los campesinos del lugar siguiendo las técnicas que acababa de aprender en La Haya.
Rubens y el taller de Cormon
En noviembre de 1885, Van Gogh desembarca en Amberes, donde se inscribe en la Escuela de Bellas Artes para estudiar pintura y dibujo. Unas clases a las que apenas asistió durante unos pocos meses debido a sus fuertes diferencias con el método educativo académico. Sin embargo, aprovechó dicha estancia para visitar varios museos y ciudades que le descubrirán la obra de Jacob Jordaens y, sobre todo, de Rubens. De entre los lienzos del artista flamenco que más impresionaron a Vincent destacan La Crucifixión y El Descendimiento. Así lo señala en una de sus cartas: “El domingo pasado, he visto por primera vez los dos grandes cuadros de Rubens, y, a causa de que había examinado los del museo en diversas visitas y cómodamente, estos dos cuadros, El descendimiento y La crucifixión, me resultaron aún más interesantes. Permíteme que te diga que El descendimiento de la cruz me sumerge en la exaltación”. También, en otra de sus cartas, dirá: “Es muy interesante estudiar a Rubens, precisamente porque su técnica es, o parecer ser, la simplicidad misma”.

Tras su paso por Amberes acabó recalando en el taller parisino de Fernand Cormon, uno de los pintores academicistas formados en la III República. El estilo relamido y pomposo de Cormon probablemente aportó poco a su pintura. Sin embargo, la pertenencia a su taller sería crucial a la hora de trabar amistad con algunos de sus alumnos como Toulouse-Lautrec o Émile Bernard.
El París más moderno
Su llegada a la capital francesa le permitió entrar en contacto con el verdadero epicentro de la modernidad de su época. De la mano de su hermano Theo, por ejemplo, Vincent conoció al grupo de los impresionistas. Así, en las exposiciones de los cafés pudo ver la obra de Renoir, Sisley, Pissarro, Degas o Monet. Este encuentro tuvo un cierto impacto en la pintura de Van Gogh, ya que a partir de entonces se aprecia un colorido más claro y vivo en su paleta. Pero Vincent renegará pronto de los impresionistas. “Prefiero mil veces pintar los ojos de la gente que pintar catedrales”, dijo. Ya en 1888 diría: “(...) Yo comienzo a buscar, cada vez más, una técnica simple que tal vez no sea impresionista. Quisiera pintar de manera que, en rigor, todo el que tuviera ojos pudiera ver claro”.
Fue de este modo en realidad otro grupo de pintores, el de los divisionistas –también conocidos como puntillistas–, por el que sintió verdadera fascinación. Los divisionistas, con Georges Seurat y Paul Signac a la cabeza, proponían separar la pintura en puntos individuales de color que solo adquirían sentido al interactuar ópticamente cuando eran vistos desde lejos. Van Gogh, seducido por esta novedosa técnica, la plasmó en algunos de sus cuadros.
Monticelli y Delacroix
Es en este momento cuando también entra en contacto con dos figuras que marcarán fuertemente la etapa final de su carrera: Adolphe Monticelli y Eugène Delacroix. Monticelli era un pintor marsellés que se había formado en el taller de Paul Delaroche y que, a pesar de frecuentar la amistad de pintores como Cézanne, tuvo escaso éxito comercial durante su vida. Probablemente esto se debiese a la originalidad de su técnica. Monticelli pintaba a base de manchas ricamente coloreadas y empastadas sobre el lienzo de forma aparentemente caótica. Ante las críticas que suscitaron sus obras, el pintor francés llegó a declarar en una ocasión: “Yo pinto para dentro de 30 años”. Van Gogh entró en contacto con la obra de Monticelli en 1886, el mismo año de la muerte del pintor marsellés, y rápidamente quedó cautivado por la originalidad y la espontaneidad de sus lienzos. La libertad pictórica de Monticelli en la pincelada y el color marcarían para siempre la técnica de Vincent, hasta el punto de que llegó a decir: “A veces pienso que realmente soy la continuación de ese hombre”.
Por otro lado, Eugène Delacroix le había fascinado desde su juventud. No en vano, Delacroix era unánimemente reconocido como uno de los pintores más apreciados del romanticismo francés, que había defendido la prevalencia del color frente a la línea ante pintores como Dominique Ingres. Vincent escribió: “Lo que más admiro de Delacroix es que él nos hace sentir la vida de las cosas, y la expresión del movimiento, que él domina absolutamente a través de sus colores”. Pero no solo el brillante colorido de Delacroix le llamó la atención. En sus últimos años, Van Gogh también se aproximó a través de la espiritualidad a algunas de las composiciones religiosas del pintor francés, que copió. Entre ellas destacan dos versiones de La Piedad que consideró unas de sus composiciones más logradas.

Gauguin, el último maestro
Puede considerarse que el “último maestro” de Van Gogh fue su amigo Gauguin. De hecho, mientras ambos compartían taller en Arlés en 1888, Vincent se situó a sí mismo en el papel de alumno ante un maestro al que reverenciaba. Durante algún tiempo pareció ajustarse a las normas de su amigo. Así, delimitaba los contornos de las superficies tal y como Gauguin le pedía pues la premisa era trabajar bajo la abstracción de una “pintura de memoria”. Pero el idilio duró poco. Tras la marcha atropellada de Gauguin después del célebre incidente de la oreja, el propio Vincent escribió a su hermano unas palabras sobre su “último maestro”: “En esa época la abstracción me pareció un camino seductor. ¡Pero es terreno embrujado, querido amigo!”.