En 1979, cuando el príncipe Carlos de Inglaterra sopló las velas de su 31 cumpleaños, ya había renunciado a compartir sus obligaciones como heredero con Camilla Parker Bowles, la mujer a la que amaba. Ni la familia de él ni la de ella, católica y no anglicana, querían que su relación terminara en boda. Sin menospreciar un dato clave: en aquel momento, Camilla llevaba seis años casada con el mayor Bowles, con quien tenía dos hijos.

Por otra parte, la posibilidad de acabar soltero no era una opción. Y justo en aquel momento, cuando Carlos empezaba a desesperar tras varias intentonas fracasadas —como la princesa María Astrid de Luxemburgo—, apareció la candidata número 13: una joven de 18 años que encajaba como un guante en el perfil de consorte de un aspirante a rey. Era lady Diana Spencer, a quien la prensa llamó lady Shy («tímida») en cuanto supo de la relación, por su apariencia cándida.
Parecía perfecta, porque se trataba de una mujer «sin pasado, pero con historia», como dijeron de ella los medios para destacar el ilustre abolengo de la tercera hija del conde de Spencer y Frances Ruth Roche, hija de lord Fermoy. Había nacido en 1961 en Park House, la mansión que su familia tenía alquilada a la Corona en las dependencias reales de Sandringham. Y no era el único vínculo que ligaba a los Spencer con la monarquía: mantenían lazos que se remontaban a Jacobo I de Inglaterra y emparentaban a Carlos y Diana como primos undécimos.
Con historia... y pasado
De hecho, entre los antepasados de la aspirante a consorte figuraban nombres como María Estuardo, Carlos I, Carlos II o el duque de Monmouth, entre otros. Su abuela materna, lady Fermoy, era dama de compañía de la reina madre, y esta a su vez había sido madrina de las dos hermanas mayores de Diana, mientras que la propia Isabel II había amadrinado a Charles, su hermano menor. A todo lo anterior se sumaba que hacía tres siglos que la esposa de un heredero de la Corona británica no era inglesa. Fue otro de los puntos a favor de Diana Spencer, una buena candidata a ojos de la reina, que solo encontraba en ella una pega: el divorcio de sus padres.

La separación oficial de Edward John Spencer y Frances Ruth Roche había sido un escándalo para la alta sociedad británica de los 60. Corría el año 1967 cuando la madre de Diana decidió dejar a su marido. La diferencia de edad entre ambos miembros de la pareja —cuando se casaron, ella acababa de cumplir 18 años y el entonces hijo del conde de Spencer ya había rebasado la treintena— fue uno de los obstáculos con que se encontraron, aunque no el más insalvable. La obsesión de él por tener un hijo varón que no llegaba —el tercero de sus vástagos, John, nacido un año y medio antes que Diana, murió a las pocas horas de venir al mundo— fue distanciando cada vez más a los cónyuges. En 1964, finalmente nació Charles, cuarto hijo de los Spencer, pero para entonces ya era tarde.
Un juicio muy desagradable
Frances Roche tomó la decisión de separarse tras entablar una relación con el millonario Peter Shand Kydd, también casado en aquella época. La madre de Diana se fue a vivir junto a su nueva pareja, aunque no sin intentar luchar por sus hijos. Y fue precisamente esa lucha, durante el duro proceso de divorcio, lo que levantó más revuelo.
Edward Spencer tachó a su esposa de adúltera y pidió la custodia de sus cuatro hijos, mientras ella lo acusaba de maltrato psicológico. Para sorpresa y disgusto de Frances, la testigo estrella en su contra en el juicio fue su propia madre, lady Fermoy, que se posicionó a favor de su todavía yerno reprobando el comportamiento de su hija.
Relaciones tensas
Así, tras perder la custodia de Diana y sus hermanos, el círculo aristocrático en el que Frances Roche había crecido la repudió y ella optó por «exiliarse» en Escocia junto a su nuevo marido, del que se separaría 15 años más tarde. Además de su pasado sentimental, a la familia real no le gustaba nada su rumoreada afición a la bebida; al parecer, había sido condenada en una ocasión por conducir bajo los efectos del alcohol.
Por su parte, lord Spencer, que heredó el título de conde al morir su padre en 1975, se casó siete años después de su divorcio con la condesa de Dartmouth, famosa en la sociedad británica por ser hija de la novelista romántica Barbara Cartland. Durante años, Diana y sus hermanos mantendrían una tensa relación con su madrastra, algo que tampoco agradaba a Isabel II.
Pero, a pesar de que el divorcio de sus padres era visto como una pequeña mancha que a la familia real le habría gustado borrar, los aspectos positivos de la candidata pesaron lo suficiente como para pasarlo por alto. Y así, no mucho después de que la relación de Carlos y Diana saliera a la luz, unos 750 millones de espectadores se reunieron en torno a los televisores para contemplar la llegada de la que sería conocida como «princesa del pueblo» a la catedral de San Pablo, el 29 de julio de 1981.

Diana antes que Carlos
Antes de ese día, poco se sabía de la joven de 20 años que quizás algún día llegaría a ser reina. Entre otras razones, porque su infancia y adolescencia fueron similares a las de cualquier chica de su edad que hubiera crecido en los círculos de la alta sociedad británica de la época. Estudió en el colegio de Riddlesworth Hall, en el condado de Norfolk, donde sus compañeras la recordaban como una niña alegre y feliz.
Después, llegarían los años del internado en Sevenoaks, en el condado de Kent, donde ingresó en el colegio West Heath, conocido por la dura disciplina con la que educaba a las jóvenes de la élite inglesa. Y más tarde estudiaría durante unos meses en Suiza, el país en el que también aprendió a esquiar y a hablar algo de francés.
El regreso a Londres
Cuando regresó a Inglaterra, decidió fijar su residencia en Londres y vivir junto a tres amigas en un piso propiedad de su padre, en el barrio de Old Brompton. En aquel tiempo empezó, además, a trabajar en un jardín de infancia próximo a su domicilio. Ese era el trabajo que desempeñaba cuando comenzó su idilio con el príncipe Carlos, aunque en realidad la pareja se había conocido cuando ella era aún una adolescente de 16 años. Habían coincidido cuando el heredero de la Corona salía con la hermana mayor de Diana, lady Sarah.
En una de las visitas de Carlos a la residencia familiar de los Spencer, esta le presentó a Diana. Según contaría la propia princesa años más tarde, tras la cena, Carlos de Inglaterra le preguntó si podría mostrarle la galería, y aquello fue todo. Hasta que, a finales de 1979, cuando ella ya era mayor de edad, volvieron a encontrarse.

Ella había planeado un fin de semana en Sussex con unos amigos cuando le dijeron que el príncipe pasaría la noche allí, porque tenía un partido de polo. En aquel encuentro, pasaron horas hablando de lord Mountbatten, el tío abuelo de Carlos que había sido su mentor. Era una de las personas a las que decía sentirse más unido, y en agosto de ese año había sido asesinado por el IRA. Según contó Diana en una entrevista, ella le comentó que, tras la muerte de una persona tan querida, debía de sentirse muy solo, añadiendo que siempre era bueno tener a alguien que cuidara de uno.
Noviazgo y boda relámpago
Aquellas palabras fueron suficientes para que el príncipe pensara que había encontrado a la consorte perfecta. Los siguientes doce encuentros entre ambos, en los que fue surgiendo la intimidad, parecieron confirmárselo, y el 24 de febrero de 1981 el príncipe de Gales presentó oficialmente a Diana como su prometida y le entregó un anillo de zafiro y diamantes valorado en 300.000 libras.
Hubo varias causas para aquel compromiso apresurado. La principal fue que la opinión pública no solo había dado ya su visto bueno a la relación, sino que se había volcado completamente con aquella joven, a quien veían como la princesa que estaban esperando. Por otra parte, Carlos tenía cierta prisa por alejar un fantasma del pasado: había cumplido 32 años y le rodeaban unas circunstancias similares a las de Eduardo VIII, un candidato al trono al que no quería emular. Seguir los pasos del rey efímero, que acabó abdicando por amor a una mujer casada, era lo último que necesitaba la Corona, que en ese momento vivía una época de estabilidad. Lo que no sabía aún era que, a pesar de que con su decisión buscaba contentar a su familia y a la sociedad, aquel matrimonio haría que la adhesión del pueblo a la monarquía se tambalease.
Cuento de hadas con lado oscuro
Para cuando llegó el 29 de julio de 1981, Diana Spencer ya empezaba a ser uno de los grandes iconos mediáticos, con la prensa siguiéndola a todas horas y admiradores fanáticos. La boda real no hizo más que confirmarlo. Su traje de novia marcó la moda nupcial de la siguiente década y al pueblo le gustaron algunos detalles que dejaban ver ciertos aires de modernidad en la monarquía y que achacaban a la recién llegada: los novios fueron los primeros de la familia real en retirar el verbo «obedecer» de sus votos; inauguraron la tradición de besarse en público en el balcón del palacio de Buckingham; se casaron en San Pablo en vez de en la abadía de Westminster (para disponer de más asientos para los invitados en la primera boda real multitudinaria, y la primera televisada en color).

La popularidad de Diana
La prensa describió el enlace como una historia de cuento de hadas, pero la realidad era muy distinta. No solo porque Diana de Gales no estuviera dispuesta a mantener un matrimonio «de tres», como dijo luego refiriéndose a la relación de su marido con Camilla Parker Bowles, de la que se enteró enseguida; o porque no quisiera acatar las normas de los Windsor y se saltara el protocolo con frecuencia, lo que irritaba especialmente a la reina; sino, sobre todo, porque el príncipe Carlos vio cómo su figura empequeñecía al lado de la de su pareja.
«Debería tener dos esposas, así podríamos poner a una a cada lado del coche para que la gente no se sintiera decepcionada», dijo durante un viaje oficial a Australia y Nueva Zelanda. La broma, en realidad, era una amarga queja: la popularidad de Diana no dejaba de crecer y él perdía en la competición.
Tanto que, en cuanto los problemas de la pareja salieron a la luz, la mayoría del pueblo se posicionó del lado de Diana. Fue ella misma quien filtró, a través de Andrew Morton, la crisis de su matrimonio, así como que padecía bulimia, sus intentos de suicidio o la infidelidad de su marido con Camilla; confesiones que el periodista trasladó al libro Diana, su verdadera historia, del que se vendieron dos millones de ejemplares en solo dos meses.

Disputas entre suegra y nuera
Aquello propició el enfrentamiento más duro entre Diana e Isabel II, pero sus encontronazos habían comenzado mucho antes. Uno de ellos estuvo relacionado con el modo de educar al segundo Windsor en la línea de sucesión a la Corona. La princesa de Gales creía que era importante estar mucho más presente en la vida de sus hijos de lo que lo estaban hasta entonces las consortes de los herederos. Por eso, el príncipe Guillermo y después su hermano Enrique acudieron a su primer día de colegio de la mano de su madre. Para la princesa era igualmente importante que sus hijos conocieran al menos parte del mundo real, por lo que los llevaba a parques de atracciones y a restaurantes de comida rápida, donde disfrutaban de los placeres plebeyos.

La amistad con Sarah Ferguson
Otro punto de fricción con la reina fue su amistad con Sarah Ferguson, su única aliada en palacio, con quien compartía amigos e intereses mucho antes de entrar a formar parte de la familia real. La reina valoraba especialmente la mesura y la discreción y Fergie siempre se rebeló contra ambas, por lo que sacó de sus casillas a Isabel II durante los años en que fue su nuera. Que además se relacionara tan estrechamente con su otra nuera era un quebradero de cabeza adicional.

A principios de los 90, por primera vez en su reinado, los índices de popularidad de Isabel II cayeron tan bajo que la monarquía quedó en entredicho: las encuestas mostraban un inquietante desapego hacia la institución. Fue entonces, justo cuando se conmemoraba el cuadragésimo aniversario de su ascenso al trono, cuando la reina dio su brazo a torcer reconociendo públicamente la valía de Diana de Gales. Empezaba el año 1992, que la reina acabaría calificando en noviembre de annus horribilis; pero eso es materia de otro artículo.
* Este artículo fue originalmente publicado en la edición impresa de Muy Historia.