En 1992, Inglaterra se preparaba para celebrar los 40 años de reinado de Isabel II. Cuando subió al trono, simbolizaba el rejuvenecimiento de un país que acababa de salir de una guerra mundial y el sentimiento de principio de ciclo que ello conllevaba. Pronto, la monarca destacó por su buen juicio y un interés sincero en la política nacional. «Recomiendo a mi sucesor que haga los deberes antes de sus audiencias con la reina», dijo en 1976 el primer ministro británico, Harold Wilson, al dejar el cargo. Por este buen hacer y la ausencia de escándalos notables, la monarquía británica gozó de una gran popularidad entre la población... precisamente hasta 1992.

Todo empezó en los 80
Para entender el cariz que tomaron los acontecimientos ese año, es necesario remontarse a la década de los 80, cuando la familia real, hasta entonces de perfil mediático bajo, pasó a ser portada de una prensa sensacionalista que no tuvo reparos en airear sus amores y desamores y los escándalos que los acompañaron. La noticia más importante de ese decenio fue, sin duda, la boda entre Carlos de Inglaterra y Diana Spencer, el 29 de julio de 1981. La pareja se había conocido en 1979 y solo dos años después la Casa Real emitía este comunicado: «Es con el máximo placer que la reina y el príncipe de Edimburgo anuncian el compromiso de su querido hijo, el príncipe de Gales, con Diana Spencer». A ojos del público, el enlace parecía idílico, la unión de dos jóvenes de alcurnia que se amaban y estaban predestinados a ser felices. Pero la realidad era otra. Según relata la periodista Concha Calleja en su libro Diana. Réquiem por una mentira (2017), el respeto que Diana profesaba a su esposo era exagerado, nada natural: «En privado lo trataba de señor y se dirigía a él con la cortesía con que se habla a un desconocido».
Por su parte, Carlos escondía un secreto a voces dentro de palacio. Un secreto con nombre de mujer: Camilla Parker Bowles. Se habían conocido en junio de 1970, durante un partido de polo. Fue el inicio de un tormentoso romance que llegaría a sobrevivir a dos matrimonios, el de Camilla con Andrew Parker Bowles, en 1973, y, claro, el de Carlos con Diana. Justo antes de la boda, esta supo de la relación; tiempo después diría que, durante el recorrido nupcial, buscó entre los rostros presentes el de la mujer que amenazaba con robarle la felicidad.
Una princesa infeliz
Y así sucedió. Ya fuese por la tensión del matrimonio, por las exigencias del cargo, por sus miedos e inseguridades o por todo junto, la princesa fue desarrollando problemas psicológicos que la llevaron a autolesionarse en varias ocasiones. «La primera, en 1982, cuando estaba embarazada de su primogénito, Guillermo, y se tiró por las escaleras durante su estancia en la real residencia de Sandringham. Y en otras dos ocasiones intentó cortarse las venas», cuenta Concha Calleja en El triunfo de Camilla (2005). Años después, Diana concedería una entrevista a la BBC donde insinuó estos episodios: «Cuando nadie te escucha o sientes que nadie te escucha, puede suceder cualquier cosa. Por ejemplo, si experimentas tanto dolor dentro de ti, llegas a lastimarte por fuera porque deseas ayuda».

Con el tiempo, también Diana tendría relaciones extramaritales. Su primer amante, al parecer, fue el policía Barry Mannakee, su guardaespaldas personal, fallecido en un accidente de coche en 1987. Le seguirían el capitán de caballería James Hewitt y James Gilbey, amigo de Diana desde la infancia. A este último le hizo confesiones muy críticas sobre los Windsor, especialmente sobre la reina Isabel, a la que acusaba de observarla continuamente: «No con odio, es una especie de lástima e interés mezclados. Cada vez que levanto la vista veo que me está mirando, luego vuelve la mirada a otro lado y sonríe». Las conversaciones, grabadas en 1989, dieron la puntilla a un matrimonio que terminó, el 9 de diciembre de 1992, con un mensaje del entonces primer ministro John Major: «Con profundo pesar anuncio que el príncipe Carlos y Diana van a separarse, aunque no habrá divorcio».

Rupturas y comunicados
No fue la única ruptura sentimental dentro de la Casa Real ese año. Antes, el 23 de abril, la princesa Ana se había divorciado del capitán Mark Phillips. Casados en 1973 y con dos hijos, llevaban separados de hecho dos años y medio. Y también entonces la separación estuvo precedida de un gran escándalo: unas cartas afectuosas que un ayudante de la reina, el capitán de fragata Timothy Laurence (sería su segundo marido), había enviado a la princesa en abril de 1989. Lo cierto era que las infidelidades de ambos habían sido constantes: a ella se la relacionó con su escolta, Peter Cross, y con el actor Anthony Andrews; a él, con la presentadora de televisión Angela Rippon, con la relaciones públicas Kathy Birks y con la modelo Pamella Bordes.

La otra sonada separación del 92 la protagonizó la duquesa de York, Sarah Ferguson. «¡Os aseguro que no cambiaré!», parece ser que gritó desde el carruaje a sus amigos el día de su boda con el príncipe Andrés, el 23 de julio de 1986. Nadie supo entonces si aquello era una amenaza o una declaración de intenciones. Hija de un padre vividor y de una madre que abandonó a su familia para rehacer su vida en Argentina, Sarah siempre tuvo un carácter rebelde que, al inicio, formaba parte de su encanto, pero que a la postre sería un grave problema para la reina.
«Casarme con Sarah ha sido la mejor decisión de mi vida», dijo en una entrevista el príncipe Andrés en 1991. Un año después, el 21 de marzo, el Palacio de Buckingham emitía otro comunicado: «La semana pasada, los abogados de la duquesa de York empezaron a discutir la separación formal del duque y la duquesa. Estas discusiones aún no han terminado y no se dirá nada más hasta que terminen. La reina espera que la prensa sepa evitar la intromisión en las vidas del duque, la duquesa y sus hijos».
Aunque el mensaje tenía un tono conciliador, los medios no se dieron por aludidos y en agosto se publicaron unas fotos de Fergie en toples, en la Costa Azul, en las que su asesor financiero, John Bryan, le chupaba los pies. «Vulgar, vulgar, vulgar», fue la respuesta de la Casa Real. Las imágenes rompieron el sueño de una posible reconciliación entre los duques, sustentado en su buena relación. Ya en 1993, Sarah diría durante una entrevista a una televisión británica: «Todos cometemos faltas y errores y aprendemos de ellos. Ahora todo lo que puedo decir es que lo siento».

Más pruebas de fuego
Pero, en 1992, a la reina aún le aguardaban otras malas noticias. Una encuesta mostró un espectacular descenso del aprecio popular por la monarquía y por los Windsor. Luego, durante una visita a Alemania, unos manifestantes lanzaron huevos a Isabel II. Y, por si esto fuera poco, el 20 de noviembre un incendio arrasaba parte del castillo de Windsor, una de sus residencias habituales.
La investigación señaló que el fuego pudo iniciarse en la capilla privada de la familia, quizá por un cortocircuito en unas obras de mantenimiento, y que rápidamente se extendió por el ala noreste gracias al artesonado de madera. Entre otras estancias, el incendio devoró el salón de San Jorge, famoso por las decenas de obras de arte que lo decoraban, como tapices, pinturas o porcelanas. Las llamas fueron tan rápidas que hubo que evacuar a los turistas al tiempo que los empleados de palacio descolgaban los cuadros de Rembrandt, Rubens o Canaletto para apilarlos en el patio.

Afortunadamente, no hubo pérdidas personales, pero pronto se descubrió que el edificio carecía de seguro, como el resto de posesiones reales, y que era el Estado quien financiaba su mantenimiento. La conclusión la dio un portavoz de Patrimonio: «La factura nos llegará a nosotros, es decir, al contribuyente», para señalar acto seguido que las reparaciones y las pérdidas ascenderían a «decenas de millones de libras».
No es de extrañar, así, que solo cuatro días después la reina calificara, en un ya famoso discurso, a 1992 como annus horribilis (año horrible, en expresión latina usada por la Iglesia) y que, pidiendo cierta compasión, dijera: «La crítica es buena para las personas y las instituciones que forman parte de la vida pública. Este examen minucioso puede ser también eficaz si se efectúa con un toque de dulzura, de buen humor y de comprensión». Aún faltaba, quince días después, el comunicado oficial de la separación de los príncipes de Gales, como se vio.
Como medida de contrición y para mejorar la valoración popular de la Corona, ya en caída libre, el año 1993 se inició con la promesa de la reina y del príncipe heredero de pagar impuestos; concretamente, el 40 % de sus ingresos privados, sin importar la procedencia. Además, su colección de arte sería controlada por una sociedad especial autofinanciada y el palacio de Buckingham se abriría varias veces al público cada año y se emplearía el dinero de las entradas en rehabilitar Windsor.

La calma antes de la tormenta
Los siguientes años, así, fueron de una cierta tranquilidad para la Corona, hasta que en 1996 dos divorcios la situaron nuevamente en portada, en una reedición o continuación de 1992. El primero, el de Sarah Ferguson y el príncipe Andrés, notificado por la pareja en abril. Y el segundo, el de Diana Spencer y el príncipe Carlos, en agosto.
«Pues sí, es el día más triste de mi vida, pero seguiremos siendo los mejores amigos », dijo la duquesa de York tras conocerse que el divorcio conllevaba la pérdida del título de Alteza Real, aunque lograba la custodia compartida de sus hijas. Como, sobre el papel, el acuerdo estipulaba una pensión vitalicia de tan solo 18.000 euros anuales, las finanzas de Fergie siempre fueron escrutadas, y aún más cuando, en 2010, fue filmada con una cámara oculta reclamando dinero a un periodista, que se había hecho pasar por empresario, para ponerle en contacto con su exmarido. En cuanto a los príncipes de Gales, el propio Carlos reconoció en una entrevista televisada su infidelidad con Camilla, calificando su matrimonio de fracaso. Pero lo peor estaba por llegar.
Muerte en París, funeral en Londres
Un año después de su divorcio, el 31 de agosto de 1997, Diana moría en un accidente de coche en París junto a su pareja sentimental del momento, el millonario egipcio Dodi Al-Fayed, y el conductor del automóvil, Henri Paul. La decisión de Isabel II de aislarse durante cinco días para evitar la atención mediática y de no izar la bandera a media asta en ninguna residencia real fueron interpretados como signos de frialdad y de rechazo de la Corona a la difunta. Tuvo que ser el primer ministro, Tony Blair, quien reaccionara acuñando el término «princesa del pueblo» en un discurso ofrecido al país.
Pero no era suficiente. El apoyo a la Corona volvió a caer en picado e incluso surgieron rumores sobre una posible conspiración para atentar contra la vida de Diana por su desafío a los Windsor. Meses después, el padre de Dodi, Mohamed Al-Fayed, aumentaría esos rumores al asegurar que Diana llevaba tiempo temiendo por su vida. Para aplacar los ánimos, Buckingham anunció la celebración de «un funeral único para una persona única» y Blair y el príncipe Carlos convencieron a la reina de que diera un discurso televisado. «Era un ser excepcional. Yo la admiraba y respetaba por su energía y su compromiso con los demás y, especialmente, por su devoción a sus dos hijos. Nadie que conociera a Diana la olvidará jamás», sentenció la monarca.

Como Lady Di ya no era princesa en el momento de su muerte, se optó por una ceremonia con algunos elementos propios de un funeral de Estado, pero sin serlo realmente. Al no existir un protocolo muy claro, la realidad fue que la improvisación lo dominó todo. Y, sin embargo, funcionó. Salió todo bien. El día del funeral, la reina inclinó levemente la cabeza al paso del coche fúnebre, en señal de reconocimiento, y el pueblo lo interpretó como una reconciliación con sus ciudadanos. La monarquía, por el momento, se había salvado.
* Este artículo fue originalmente publicado en la edición impresa de Muy Historia.