Al término de la Segunda Guerra Mundial, las tensiones acumuladas en el bando aliado propiciaron la aparición de la Guerra Fría. Derrotado el nazismo, Estados Unidos, Inglaterra y la URSS diseñaron un escenario de posguerra en función de intereses partidistas. Como consecuencia, el mundo se fracturó en dos bloques antagónicos: Occidental y Oriental. O lo que es lo mismo, capitalismo contra comunismo. Un terreno resbaladizo donde el dominio informativo marcó las diferencias. En plena carrera nuclear, conocer los secretos rivales justificó cualquier método empleado. Incluso la traición.
La estrategia soviética
Durante la década de 1930, la captación de espías soviéticos en Inglaterra se apoyó en el CPGB o Partido Comunista de Gran Bretaña. Los servicios secretos británicos, conocedores de esta práctica, decidieron combatirla infiltrándose entre sus filas. En 1938, Percy Glading, fundador del CPGB, fue detenido acusado de suministrar información militar al Kremlin. Su arresto culminó una investigación iniciada cuatro años atrás por la agente del MI5 Olga Gray. Una vez ganada su confianza, la funcionaria presenció cómo el líder político fotografió planos navales en una de las dependencias soviéticas diseminadas por el Reino Unido. Demostrada su culpabilidad, un tribunal londinense lo condenó a seis años de trabajos forzados.
En el transcurso de un año, Glading compartió destino con John Herbert King, alias Mag, un empleado del Foreign Office aquejado de graves problemas económicos. Destinado en la Sociedad de las Naciones, su desesperada situación financiera atrajo la atención de Henri Piek, un activo soviético de origen holandés. Reticente a comprometer la seguridad nacional, King recibió garantías de que la información facilitada se destinaría al sector bancario. Así pues, desde 1935 hasta 1939, Mag suministró parte del tráfico telegráfico del Foreign Office hasta que un imprevisto dio con sus huesos en la cárcel: la deserción a Estados Unidos del máximo responsable de la Inteligencia Militar Soviética para Europa Occidental, Walter Krivitsky, provocó su detención. Tras confesar sus actividades, fue juzgado en secreto y condenado a diez años de prisión.

Al otro lado del Atlántico, en territorio norteamericano, Moscú aplicó un sistema de captación idéntico al británico. La permeabilidad ofrecida por el CPUSA, Partido Comunista de los Estados Unidos, permitió el establecimiento de diversas redes de espionaje a lo largo y ancho del país. Earl Browder, secretario general de la formación política, jugó un papel fundamental al reclutar a diversos colaboradores para el NKVD, los servicios secretos del Kremlin. La creación del llamado grupo Ware, una organización comunista infiltrada en la administración del presidente Franklin D. Rossevelt, fue su principal contribución a la causa. Algunos de sus miembros, como Alger Hiss, asistente del subsecretario de Estado, o Lee Pressman, abogado laboralista, facilitaron información de primer nivel gracias a su acceso privilegiado.
No obstante, las actividades del político comunista no se limitaron al grupo Ware, sino que financió las actividades de Jacob Golos, un revolucionario ucraniano alistado en el NKVD. Instalado en Estados Unidos, el recién llegado heredó la red de Browder y fundó World Tourists, una empresa financiada por el CPUSA que funcionaba como una agencia de viajes. Gracias a esta tapadera, el NKVD tendió un puente de plata entre ambos países. Con el paso del tiempo, los soviéticos crearon otras redes, como el grupo Perlo o la red Silvermaster, donde ingresaron activos destacados como Henry Dexter White, subsecretario del Tesoro; Julian Wadleigh, economista de la sección de Acuerdos Comerciales; Laurence Duggan, economista perteneciente al Departamento de Estado o el editor y escritor Whittaker Chambers.
Espionaje atómico, un secreto compartido
Aparte de patentes militares e industriales, la inteligencia soviética centró su atención en las investigaciones atómicas occidentales. Europa vivía tiempos convulsos y ante la cercanía de la Segunda Guerra Mundial, Londres y Washington centraron sus esfuerzos en la nueva energía. No sería hasta 1943 cuando el programa nuclear británico Tube Alloys se integraría con el Proyecto Manhattan, su homónimo estadounidense. Una gran oportunidad aprovechada por científicos como el físico inglés Alan Nunn May o el alemán nacionalizado británico Klaus Fuchs para compartir sus progresos con Moscú. El primero desde Canadá y el segundo desde el laboratorio construido en Los Álamos, Nuevo México, cuna de las bombas atómicas.
En agosto de 1945, el bombardeo nuclear sobre Hiroshima y Nagasaki cambió las reglas del juego. El poder devastador de la nueva arma redobló los esfuerzos moscovitas por conseguirla y pese a que los cálculos estadounidenses más optimistas dataron su obtención en 1953, lo cierto es que el Kremlin detonó su primer artefacto atómico en 1949. Un éxito atribuido por la CIA a las redes de espionaje enemigas.
Como consecuencia, de la noche a la mañana, el país inició una furibunda caza al espía que desembocó en un rosario de arrestos. El primero en caer fue Klaus Fuchs, cuyo interrogatorio condujo hasta Harry Gold, el encargado de trasladar los informes facilitados por el físico inglés a un controlador soviético. Finalizado su interrogatorio, el FBI encajó la siguiente pieza del rompecabezas. Se trataba de David Greenglass, un militar destinado en el laboratorio de Los Álamos cuya confesión provocó la posterior detención de Julius y Ethel Rosenberg, un matrimonio de origen judío vinculado al PCUSA.
El 17 de julio de 1950, el FBI arrestó a Julius en el domicilio familiar. Días más tarde, el 11 de agosto, apresaron a la mujer tras declarar ante un Gran Jurado. Su captura acaparó los titulares de una prensa tendenciosa y agresiva que los acusó de facilitar la bomba atómica a Moscú. Una verdad a medias, encubierta con el beneplácito del FBI. Si bien es cierto que el nombre de Julius apareció en mensajes codificados bajo el alias de Antenna o Liberal, el de Ethel brilló por su ausencia. La inculpación de la mujer se basó en el falso testimonio aportado por su hermano David, quien negoció una rebaja de su condena a cambio de incriminarla. Hallados culpables por un jurado popular, Julius y Ethel fueron ejecutados en la silla eléctrica.

Décadas de sigilo
Con la muerte de los Rosenberg, el país respiró aliviado. No obstante, la sociedad adquirió una frágil sensación de seguridad que no tardó en quebrarse. La enconada escalada dialéctica auguró un futuro incierto basado en el poderío nuclear. En este sentido, la herramienta del espionaje se reveló más necesaria que nunca. A principios de 1950, el matrimonio norteamericano formado por Morris y Lona Cohen contactó con el espía soviético Rudolph Abel. Agentes experimentados (habían suministrado planos de la bomba atómica en 1945), abandonaron su apartamento neoyorquino para instalarse en Polonia. Desde su nueva ubicación planificaron y ejecutaron diversas misiones secretas en Hong Kong, Japón, Nueva Zelanda, Austria, Bélgica y los Países Bajos. En 1954, con la satisfacción del deber cumplido, establecieron su nueva residencia en Inglaterra. Afincados como vendedores de libros antiguos, transmitieron cientos de informes sobre misiles, ecosondas y diseños de diminutos reactores nucleares para submarinos hasta ser detenidos en 1961. Acusados de pertenecer a la red de espionaje Portland, cumplieron 8 de los 10 años de condena impuestos por un tribunal londinense.
Pese al tímido deshielo provocado por la visita del Premier Soviético Nikita Jruschov a Estados Unidos, el cambio de década comenzó con un grave escándalo diplomático. El 1 de mayo de 1960, el piloto de la CIA Gary Powers fue derribado sobre territorio soviético mientras pilotaba un avión de reconocimiento U2. A diferencia de Moscú, Washington no poseía redes de espionaje estables en la URSS, por lo que diseñó programas de vuelo secretos para fotografiar sus instalaciones. En junio de aquel mismo año, William Martin y Bernon Mitchell, dos analistas pertenecientes a la Agencia Nacional de Seguridad estadounidense NSA, desertaron en protesta por esta política invasiva del espacio aéreo extranjero. Tras cruzar la frontera mexicana, viajaron hasta la Habana donde abordaron el carguero que los trasladó a la Unión Soviética. El 6 de septiembre, ante el estupor general, ofrecieron una rueda de prensa donde anunciaron su solicitud de asilo político. Además, denunciaron las actividades desarrolladas por la NSA ante los medios moscovitas. Al cabo de pocos días, el Gobierno estadounidense negó las acusaciones y el congresista Francis E. Walter los calificó de «desviados sexuales», insinuando su supuesta homosexualidad como el verdadero motivo de su deserción.
Los siguientes años conocieron casos tan notorios como el de Geoffrey Prime, un empleado del Cuartel General de Comunicaciones británico captado y entrenado por el KGB en 1968. Una vez superados los controles anuales para mantener su acreditación de seguridad, Prime accedió a datos satelitales relativos a las comunicaciones chinas, soviéticas y vietnamitas, lo que le permitió denunciar a Moscú el monitoreo de las transmisiones de radio realizadas a su flota submarina. Además, ofreció recopilaciones de datos telemétricos relativos a sus misiles, una información que manifestó la vulnerabilidad de los sistemas ofensivos desplegados por el Kremlin. Se calcula que durante su dilatada carrera como espía, Prime facilitó un total de quinientos informes y quince carretes fotográficos a sus controladores. Pero este no era su mayor secreto. En 1982, confesó a su mujer ser un espía y el autor de una oleada de ataques pedófilos en Hereford, su localidad de residencia. Cuando la policía registró su vivienda halló 2287 fichas donde anotaba las direcciones de las niñas, la ropa que vestían, sus números telefónicos y los horarios de sus padres. Por todo ello fue juzgado y condenado a 38 años de prisión.

El año del espía
La prensa norteamericana bautizó 1985 como el año del espía debido a la enconada lucha mantenida por sus servicios secretos contra las redes moscovitas establecidas en su territorio. Un titánico esfuerzo que serviría para desenmascarar a numerosos infiltrados.
El 1 de agosto de 1985, la presunta deserción del coronel Vitaly Yurchenko a occidente puso al FBI sobre la pista de dos importantes espías rusos afincados en Norteamérica. El primero se trataba de Edward Lee Howard, un analista de la CIA despedido en 1983 por su adicción a la cocaína. Tras abandonar la agencia se desplazó hasta México, donde continuó su particular descenso a los infiernos. Sin recursos económicos, ofreció sus servicios a la embajada soviética y a los pocos meses recaló en Zurich y Viena. Objeto de un estricto seguimiento, el 19 de septiembre de 1985 fue interrogado y posteriormente liberado por el FBI. Cinco días después, ayudado por su mujer, huyó a la URSS, donde falleció el 12 de julio de 2000 en extrañas circunstancias.
La segunda identidad denunciada por Yurchenko correspondió a Ronald Pelton, un experto analista de comunicaciones perteneciente a la NSA. Exmiembro de las Fuerzas Aéreas, accedió a la agencia en 1965, donde su extraordinaria memoria lo catapultó en el organigrama. No obstante, en 1979 abandonó el organismo para emprender un negocio que quebró sus finanzas. Acuciado por las deudas, ingresó en las filas del KGB durante un breve lapso de tiempo. La delación del coronel lo situó en el punto de mira del FBI quien, tras varios seguimientos, lo detuvo en noviembre de 1986. Acusado de espionaje, fue juzgado y condenado a tres cadenas perpetuas y diez años de prisión, aunque sería liberado en 2015.
Pese al éxito alcanzado, los servicios secretos norteamericanos presintieron la existencia de un tercer topo. El elevado número de espías desenmascarados por Moscú disparó todas las alarmas en el seno de la CIA. En paralelo a la detención de Pelton, un detallado informe de la agencia advirtió sobre la pérdida de cuarenta y cinco activos infiltrados en la URSS y Europa del este y la desactivación de dos operaciones técnicas. Una cifra demasiado elevada para atribuirla a la mala suerte.
Tres años más tarde, en noviembre de 1989, un agente de la CIA denunció el alto tren de vida mostrado por Aldrich Ames, uno de sus compañeros. La investigación interna, reforzada por el Departamento del Tesoro, destapó numerosas irregularidades contables, como la adquisición de una vivienda y un automóvil muy por encima de sus posibilidades. En 1992, las investigaciones del FBI destaparon sus graves dificultades financieras derivadas de un costoso divorcio. A fin de obtener liquidez, Ames vendió el listado de espías estadounidenses infiltrados en Europa del Este. Un truculento negocio que le aportó ingresos por valor de 2,7 millones de dólares, pero que condenó a decenas de activos a una muerte segura. Y por si esto fuera poco, los extractos de sus tarjetas de crédito revelaron movimientos realizados en el extranjero, unos viajes realizados sin la preceptiva autorización oficial. Por todo ello, el FBI procedió a arrestarlo el 21 de febrero de 1994. Durante el juicio, Ames sorteó la pena capital al pactar la cadena perpetua sin posibilidad de revisión. A día de hoy, cumple sentencia en la prisión de Allenwood, Pensilvania.
El listado de traidores no finaliza aquí. Pese al final de la Guerra Fría, las agencias de espionaje continúan su innegable labor en la sombra. Ante estas circunstancias, la pregunta surge por sí sola: ¿Están a salvo nuestros secretos?