Aunque el cambio climático nos lleva a pensar de inmediato en el acelerado calentamiento que está ocurriendo en la atmósfera –en gran medida provocado por nuestras emisiones de gases de efecto invernadero– y en los impactos, cada vez más evidentes, asociados a ese aumento de la temperatura del aire a escala global, el gran modulador del clima terrestre y de su evolución en los próximos decenios, siglos y milenios es el océano, y en particular el comportamiento futuro que vayan teniendo las corrientes que lo recorren, tanto a nivel superficial como profundo.

El clima (palabra con origen etimológico en el término griego klíma, que significa ‘pendiente’ o ‘inclinación’ [de los rayos solares]) es un concepto clásico, definido tradicionalmente como el conjunto de condiciones meteorológicas medias que caracterizan un lugar, y ha evolucionado hacia una noción más amplia y moderna, ligada al sistema climático. El clima ya no solo viene dictado por el comportamiento de la atmósfera, sino también por el de los otros cuatro componentes que forman el citado sistema: hidrosfera, criosfera, biosfera y litosfera. Cada uno de ellos presenta un tiempo de respuesta distinto ante un mismo forzamiento y todos ellos están interrelacionados.
La hidrosfera incluye toda el agua líquida de nuestro planeta, localizada principalmente en el océano, cuyas descomunales masas de agua son el principal almacén de calor del globo, tanto por su volumen (más de 1300 millones de kilómetros cúbicos, redondeando) como por el área que cubren (cerca de tres cuartos de la superficie terrestre). Además, la capacidad calorífica del agua es muchísimo mayor que la del aire (1000 kcal/m3 ºC frente a 0,29), lo que posee unas enormes implicaciones desde el punto de vista climático. Tanto la atmósfera como el océano se encuentran fuertemente acoplados, sin menospreciar las interrelaciones que ambos mantienen con los demás componentes del complejo sistema climático, antes apuntados.
La dinámica de los mares juega un papel fundamental en el estudio del cambio climático. La mayor parte de la radiación solar que incide en la Tierra lo hace sobre la superficie oceánica, pero a diferencia de lo que ocurre en la atmósfera, donde los cambios de temperatura se manifiestan con suma rapidez (pequeña inercia térmica), en los océanos son mucho más lentos, en escalas de tiempo bastante mayores. Mientras que en los primeros 200 metros (océano superficial) se requieren de semanas a meses para que empiece a subir o bajar la temperatura en respuesta a un forzamiento externo, la transmisión de esos cambios a las profundidades lleva siglos.
Las corrientes se encargan de transportar masa y energía de unas zonas a otras
El comportamiento del océano se rige por unas ecuaciones matemáticas de mecánica de fluidos análogas a las usadas en dinámica atmosférica, si bien las distintas propiedades del agua y el aire marcan importantes diferencias a la hora de abordar el problema. En ambos componentes del sistema climático hay corrientes que se encargan de transportar masa y energía de unas zonas a otras.

Si pensamos en el calor que nos llega del Sol (energía radiante) y en la Tierra en su conjunto, la zona ecuatorial recibe anualmente más radiación solar de la que deja escapar al espacio (superávit), mientras que en las regiones polares ocurre justo lo contrario: el balance de energía solar entrante-saliente es negativo (déficit). En la atmósfera, la circulación general es la encargada de compensar esas diferencias, transportando calor del ecuador hacia los polos, aunque no mediante una sola célula de circulación en cada hemisferio. El mecanismo de transporte es algo más intrincado, en respuesta a otros factores que influyen también en el movimiento del aire
¿Qué ocurre en los mares? Por un lado, el fuerte acoplamiento atmósfera- océano antes referido hace que en las regiones de la Tierra donde dominan determinados vientos (corrientes de aire), estos induzcan corrientes superficiales marinas que se desplazan en la misma dirección. Sin embargo, esas corrientes no son representativas del gigantesco transporte de masas de agua y de energía que se produce en el océano. Forman parte de un complejo entramado en el que hay también corrientes profundas, que son las principales moduladoras del clima a largo plazo y las que pueden ayudarnos a entender mejor la evolución del cambio climático, no tanto el de las próximas décadas como el de los siglos venideros.
El esquema equivalente en el océano al de la circulación general de la atmósfera es la llamada circulación termohalina, también conocida como cinta transportadora global o gran cinta transportadora (ver recuadro de la página siguiente). Este modelo conceptual fue propuesto a principios de los años 90 por el geofísico estadounidense Wallace S. Broecker (1931- 2019), a quien también le debemos la expresión calentamiento global, que incluyó en un artículo publicado en la revista Science en 1975. En él vaticinaba el inicio de un pronunciado aumento de las temperaturas en la Tierra, como consecuencia de las emisiones antrópicas de gases de efecto invernadero. El cambio climático empezaba a estudiarse y popularizarse.
La palabra "termohalina" alude a la temperatura y la salinidad
En el océano los cambios en la temperatura y la salinidad son los que dirigen los movimientos verticales de las masas de agua, dando origen a la citada circulación de aguas profundas, que conecta las diferentes cuencas oceánicas y transporta el calor almacenado en ellas, aunque muy lentamente: utiliza entre 500 y 1000 años para repartir la energía calorífica absorbida del aire en contacto con la superficie de los océanos, para terminar devolviéndola a la atmósfera.
La citada cinta se mueve gracias a tres zonas principales de hundimiento de agua fría y muy salada, más densa. Dos de ellas se localizan en el Atlántico Norte, en el límite de la banquisa polar: una está en el mar de Labrador, al sur de Groenlandia, y otra al oeste del mar de Noruega; la tercera se encuentra en el mar de Weddell, en el océano Glacial Antártico. Esas zonas de generación de masas de agua profunda son los motores de la circulación termohalina. Las cantidades de agua que se hunden cada segundo en esas regiones marinas son del orden de 10 a 15 millones de metros cúbicos, lo que nos da una idea de la potencia de este mecanismo de transporte.
La masa de agua profunda que se genera en el Atlántico Norte comienza un lento viaje hacia el sur, cruzando el ecuador en dirección a la Antártida. Allí se une a la corriente circumpolar antártica (presente tanto en las profundidades como en superficie), que es la mayor corriente fría del planeta y rodea el continente blanco de oeste a este. De ella surgen dos ramas ascendentes que recorren los océanos Índico y Pacífico, ganando altura a medida que se desplazan hacia el norte. Tras aflorar hasta la capa superficial –convertidas en corrientes cálidas de agua menos salada–, inician el camino de retorno hacia el sur, para, tras unirse en el Índico, bordear el cabo de Buena Esperanza y enfilar hacia el norte, cerrándose la cinta en las frías aguas atlánticas donde se inició el periplo.

Las implicaciones climáticas
El balance de los flujos de calor y agua dulce en el Atlántico norte resulta clave en la dinámica de la cinta transportadora. Son fáciles de intuir las implicaciones que puede tener en la evolución del clima un cambio en dicho balance. Los científicos llevan años vigilando el acelerado deshielo del Ártico, en particular el de Groenlandia, ya que está aportando grandes cantidades de agua dulce al océano que, aparte de contribuir a la subida del nivel marino, podrían ralentizar la circulación termohalina. El gigantesco entramado de corrientes oceánicas superficiales y profundas se vería alterado y el clima terrestre entraría en un territorio desconocido, que de momento los modelos climáticos no plantean.
Lo que ya está pasando es que las aguas oceánicas superficiales se están calentando cada vez más, en gran medida por la absorción de CO2. Los mares manifiestan signos cada vez más evidentes del peligroso calentamiento global. Su condición de gran sumidero de carbono hace que la subida de la temperatura de la parte baja de la atmósfera se mueva todavía dentro de unos límites tolerables, aunque con una tendencia cada vez mayor a aumentar. Las aguas oceánicas absorben cerca de la mitad del dióxido de carbono que los seres humanos hemos ido emitiendo a la atmósfera de forma descontrolada desde hace ya unos cuantos siglos, lo que implica la acumulación de una gran cantidad de calor, que está empezando a distribuir la gran cinta transportadora.
La subida de la temperatura ya es notable en la capa superficial oceánica
La subida de la temperatura no se manifiesta todavía en todo el gigantesco volumen de agua oceánica, pero ya lo está haciendo en su capa superficial, en casi todas las latitudes terrestres y profundidades de esa parte superior, llegando a detectarse en algunas regiones oceánicas algo por debajo. Mientras que la respuesta de la atmósfera es rápida al aumento de las concentraciones de gases de efecto invernadero, en el océano se requiere de más tiempo. Deberán pasar algunos siglos para que la enorme cantidad de calor que se ha ido acumulando en esas aguas someras se vaya distribuyendo por el resto y alcance las profundidades marinas. A lo largo de ese proceso, parte del calor regresará a la atmósfera, lo que reforzará el calentamiento global.
El calentamiento de la atmósfera lleva varias décadas produciéndose –de forma particularmente acusada en la última, que según ha indicado la Organización Meteorológica Mundial fue la más cálida de todas las que se tienen registros–, pero en el caso del océano es solo en los últimos años cuando se ha empezado a manifestar de forma clara la subida de la temperatura superficial del agua (SST, por sus siglas en inglés). En algunas regiones oceánicas las anomalías positivas de esa SST están siendo tan grandes que se ha acuñado la expresión ola de calor marina para referirse a esas grandes balsas o piscinas de agua caliente, de forma análoga a las olas de calor del medio atmosférico, cada vez más frecuentes y extremas.

Los modelos climáticos llevan tiempo pronosticando el ascenso de la temperatura en la capa superficial del océano, pero está siendo más rápido de lo esperado, lo que inquieta a los científicos, por las implicaciones que podría tener en escalas de tiempo de décadas e incluso menos años. Como veremos a continuación, los impactos de ese acelerado calentamiento de la capa superficial oceánica ya son evidentes, y todo apunta a que irán a más. No es exagerado afirmar que la evolución futura del cambio climático va a depender, en gran medida, de cómo se vayan comportando los mares.
La subida de la temperaturas altera las corrientes marinas
La subida de la temperaturas oceánicas empieza a alterar las corrientes marinas superficiales. No tanto su dinámica –por el momento–, como las propiedades físico-químicas del agua que distribuyen. Además, debido al fuerte acoplamiento con la atmósfera, esas transformaciones empiezan a manifestarse en forma de fenómenos meteorológicos extremos, que no lo serían tanto si la capa superficial del océano no estuviera calentándose al elevado ritmo al que lo hace.
La absorción masiva de dióxido de carbono por parte del océano y el calentamiento derivado de ella están teniendo tres consecuencias principales: la subida del nivel del mar, la acidificación de las aguas, y los impactos en la fauna marina, agudizados por las distintas formas de contaminación (microplásticos, eutrofización…). El agua del mar, al calentarse, aumenta de volumen, y esa expansión térmica da como resultado la mayor contribución al ascenso del nivel marino observado, aunque los aportes de agua de los deshielos, tanto de Groenlandia como de la Antártida, están favoreciendo cada vez más tal subida. Por otro lado, el exceso de CO2 disuelto en el agua marina es el responsable del blanqueamiento de los corales, lo que está teniendo un impacto muy negativo en la biodiversidad de los mares tropicales, por no hablar de las migraciones a las que están viéndose obligadas las especies marinas peor adaptadas a los cambios ambientales.

Y a todo lo anterior hay que añadir las alteraciones en los patrones meteorológicos y la intensificación de fenómenos como los ciclones tropicales o los ríos atmosféricos (es decir, pasillos de elevada humedad), debido al hecho que antes apuntábamos: la presencia cada vez mayor de extensas áreas oceánicas con el agua a una temperatura varios grados por encima de lo que hasta hace poco era normal.
Los efectos ya se observan en las regiones costeras
Las regiones costeran padecen ya los efectos negativos de los cambios que el calentamiento global está provocando en el océano. La subida del nivel del mar es inexorable, aunque se cuantifique en apenas 3 milímetros al año en promedio global en las últimas dos décadas, y convierte a las costas en lugares cada vez más vulnerables a los temporales marítimos, asociados a las borrascas y los ciclones tropicales. Además, estos sistemas meteorológicos disponen cada vez de más energía, proporcionada por una superficie oceánica crecientemente cálida, lo que los hace más intensos y destructivos.
Si pensamos en los seres vivos que habitan los mares, el panorama no pinta nada bien. Va aumentando el número de zonas con aguas con bajas concentraciones de oxígeno, y también el de regiones con anoxia (falta casi total de oxígeno), incompatibles con la vida. También se están produciendo alteraciones en la cadena trófica, debido al comportamiento desigual de las distintas especies a los cambios de temperatura y salinidad: algunas se adaptan a ellos, pero otras se ven obligadas a buscar nuevos hábitats y se convierten en invasoras, con los desequilibrios que esto conlleva.
En cuanto a los corales, muchos de ellos están sufriendo un fuerte estrés ligado a la acidificación y el calentamiento de las aguas tropicales, lo que en algunos casos lleva a su muerte, la pérdida de arrecifes y de todas las formas de vida que albergan. Esta circunstancia termina teniendo también un impacto muy negativo en la actividad pesquera. En suma, el calentamiento global está poniendo a prueba la capacidad de adaptación y de supervivencia de muchas especies marinas, y también nos está exponiendo a los seres humanos a un creciente número de consecuencias negativas.

Las perspectivas a medio y largo plazo sugieren una respuesta cada vez mayor (más rápida) del océano. Aunque los modelos climáticos apuntan a más calor, la acumulación de CO2 en los océanos y las alteraciones en las corrientes marinas pueden, quizá, dar lugar a giros inesperados que nos lleven a escenarios distintos a los proyectados. Los científicos tienen claro que las aguas oceánicas van a seguir calentándose a corto plazo, si bien el ritmo y la magnitud de la subida de la temperatura dependerán, en parte, de cómo actuemos y de lo rápido que lo hagamos.
* Este artículo fue originalmente publicado en una edición impresa de Muy Interesante