Sabemos mucho acerca de la Roma clásica. Sus cronistas, sus historiadores y sus literatos nos han transmitido ingentes datos que permiten reconstruir las facetas más íntimas de su vida. Pero entre ese torrente de información hay aspectos que siempre permanecieron oscuros, y uno de ellos fue el del manejo de la administración financiera del Imperio.
Los romanos tuvieron que aprender a administrarse a marchas forzadas. Pasaron de una economía agrícola y tribal a controlar la riqueza generada en los seis millones de kilómetros cuadrados –12 veces la superficie de España– que llegaron a dominar en el Imperio. Tenían que organizar cosechas, minas, ganado, transacciones comerciales, transporte de mercancías y un sinfín de asuntos. Por supuesto, eso requería una estructura fiscal compleja. Y, además, estaban los gastos militares, un auténtico sumidero para las finanzas imperiales.
Sin presupuesto estatal
Por otra parte, los romanos aprendieron muy pronto a cuidar a su gallina de los huevos de oro. Descontadas las ocasiones (demasiado numerosas, por cierto) en que las arcas del Estado habían quedado exhaustas por una u otra causa, procuraban no exprimir al pueblo más de lo razonable, pues no ignoraban que de unos ciudadanos prósperos se sacan más réditos que de los ahogados en la miseria. Cuando el pueblo, exacerbado por las presiones de los publicani o recaudadores de impuestos, se amotinó contra Nerón en el año 58, este tomó la decisión de abolir todos los indirectos. Pero no llegó a hacerlo, porque su círculo y sus consejeros le hicieron ver que tal decisión causaría irremediablemente el hundimiento del Imperio.
La noción de un presupuesto estatal no formaba parte, hasta donde sabemos, de la estructura financiera del Imperio romano. En lugar de eso, los emperadores y sus amigos consejeros disponían de un encargado de la contabilidad, a rationibus, que por lo general era algún liberto dotado para el cálculo. El poeta Publio Papinio Estacio escribió la alabanza fúnebre de uno de estos a rationibus afirmando que se le había entregado el control total de las riquezas imperiales. Y con motivos, pues según Estacio calculaba al momento las necesidades de los ejércitos romanos bajo cualquier cielo, lo que necesitaban las tribus y los templos, lo que costaban los acueductos, las calzadas, las fortalezas costeras...
Estos protoeconomistas, estos genios del cálculo de los que dependía la prosperidad de Roma, solo publicaron sus cuentas bajo el mandato de tres emperadores: Augusto, Tiberio y Calígula. Después, se abolió esa sana costumbre y las cuentas del Estado pasaron a ser lo que hoy llamaríamos “materia reservada” para todos los que no formaran parte del círculo de consejeros imperiales.

El inusual tesoro del templo: la función del banco en la Antigua Roma
El equivalente al Banco Central de Roma fue el Aerarium, de donde procede nuestro término “erario”. Estaba ubicado en un templo, el de Saturno, que se había erigido el año 497 a.C. en la colina del Capitolio. Además de los fondos en metálico, el Aerarium custodiaba los cuños de las monedas y los documentos y contratos estatales.
Allí se depositaban también los estados de cuentas que los gobernadores provinciales remitían a Roma al concluir su mandato. Funcionaba como un depósito solamente, sin que sus empleados tuvieran el menor poder decisivo sobre el planeamiento financiero imperial. Se atenían a su propia contabilidad y se limitaban a desembolsar las sumas ordenadas en cada momento por el emperador o el Senado.
La crisis del siglo I promovió la creación de una serie de cinco comités senatoriales que analizaron la situación del Aerarium en un intento de sanear las finanzas estatales. Su propósito era contener los gastos y estimular los ingresos del erario. Pero, por lo que se sabe, ninguno de ellos tuvo éxito. Seguramente, toparon con los intereses privados, la corrupción –que en Roma llegó a alcanzar magnitudes elefantiásicas– y los dictados políticos imperiales.
Acerca de los grandes movimientos de fondos hay que reconocer que no sabemos nada: esas decisiones eran asunto privado del emperador y su círculo. El césar no solo tenía todo el poder sino también todo el dinero, de manera que, cuando accedieron al trono imperial individuos desequilibrados y vesánicos, el Aerarium fue el primer perjudicado. Hubo bastantes casos de este tipo, pero ninguno como el de Calígula (12-41), campeón mundial de los derrochadores.
Calígula: el emperador romano y su esplendorosa dilapidación
Todo era poco para aquel chiflado que, al margen de sus crímenes y sus abusos, condimentaba con oro los manjares de sus banquetes, tragaba enormes perlas disueltas en vinagre, edificaba palacios de mármol con muebles y sirvientes para su caballo y se hacía construir para sí mismo naves de recreo con baños, jardines y hasta viñedos. Además, le encantaba sentirse superior a la naturaleza y exigía que las obras públicas se realizasen contra ella. De esta forma, escogía caprichosamente los trazados viarios más difíciles aunque no fueran los más cortos, mandaba nivelar montes como si tal cosa o construir diques en aguas profundas. Y si los trabajos no se ejecutaban con la rapidez que deseaba, ejecutaba a los responsables.
Permaneció casi cuatro años en el poder hasta que fue asesinado. Antes de terminar el primer año había culminado con éxito la hazaña, nada fácil, de dilapidar los famosos tesoros de Tiberio, que ascendían a dos mil setecientos millones de sestercios, una suma inimaginable para la época. A partir de entonces, se dedicó a exprimir a los ciudadanos a base de impuestos. Cobró por los matrimonios, por los comestibles, por los litigios; cobró de los mozos de carga y de las meretrices. Estafó a sus amigos y a su familia, y cometió numerosos crímenes por dinero. Seleccionó a los hombres más ricos de la Galia, los mató y confiscó sus bienes a su nombre.
Al final de su corta vida (29 años), Suetonio lo describió así: “En los últimos tiempos su pasión por la riqueza habíase trocado en frenesí, y con frecuencia paseaba descalzo sobre enormes montones de oro apilados en un vasto salón. Algunas veces, hasta se le vio revolcándose entre ellos”. Afortunadamente para Roma, no todos sus césares fueron Calígula. Por lo general, las condiciones fiscales eran duras, pero soportables para la gente. Ahí residía una de las claves de la paz social del Imperio, frente a la permanente amenaza de motines y de guerras.
Mejor o peor, se trazaron calzadas, se hicieron puentes, acueductos, teatros, monumentos suntuarios. El correo funcionaba, las tropas comían y cobraban. Las leyes se respetaban. El fiscus se encargaba de gestionar los impuestos, multas, confiscaciones, sucesiones y transacciones de todo género. Las tasas indirectas eran el principal instrumento recaudatorio. Como es natural, la mayor parte de las tasas sufrieron muchos cambios a lo largo de los años, aunque algunas de ellas no se modificaron en siglos.

Por ejemplo, el 5% que debían pagar los amos de aquellos esclavos que conseguían de un modo u otro el capital necesario para comprar su libertad no varió a lo largo de 700 años, desde los comienzos de la República hasta Caracalla (186-217), que lo duplicó. Pero Macrino (165-218), que había sido uno de los asesinos de Caracalla, lo volvió a fijar en el 5% como uno de sus gestos populistas para ganarse el favor del pueblo.
Despilfarro financiero en el presupuesto militar
En tiempos de Augusto (63 a.C.-14), el fiscus se llevaba el 1% de todas las compraventas, y el 4% si se trataba de esclavos. El impuesto de transporte de mercancías, portorium –que en España se llamó fielato–, pagaba un arancel del 2,5% (una cuadragésima parte) de lo transportado. Pero todo era poco para las necesidades imperiales.
Los gastos del ejército, que eran enormes de por sí, se incrementaron todavía más por el compromiso imperial de facilitar una jubilación digna a los veteranos, recompensa bastante merecida si tenemos en cuenta que se trataba de tipos que habían logrado sobrevivir a 20 años de feroces campañas bajo el régimen militar romano. Siempre habían recibido tierras al jubilarse, pero Augusto les añadió un capital a cargo del Aerarium. Esto trajo consigo un nuevo impuesto, desconocido hasta entonces en Roma, que gravó las herencias al 5%, excepto las transmisiones entre parientes próximos.
Recaudación y prácticas corruptas
Los tributos directos lo eran por dos conceptos: los bienes personales (tributum capitis) y el rendimiento de las tierras (tributum solis). El primero afectaba a todos los individuos libres, que estaban obligados a abonar anualmente al erario público el 1% de su patrimonio. Solo se poseen detalles de este tributo tal y como se cobraba en Siria, donde los hombres debían pagarlo desde los 14 años hasta los 65, mientras las mujeres lo hacían a partir de los 12. Naturalmente, el instrumento esencial para los recaudadores era el censo, y este no resultaba nada fácil de hacer en territorios alejados, con lenguas y costumbres muy distintas a las romanas.
Por otra parte, sus habitantes sabían muy bien que sus esposas, hijos e hijas iban a costarles el 1% de su hacienda anual por cabeza, de modo que lo normal era esconder a la familia o incluso hacerlos pasar por esclavos cuando llegaba el funcionario del censo, así como ocultar cuanto poseían de valor para que su patrimonio se evaluase en la menor cuantía posible.
El tributo sobre el suelo, tributum solis, resultaba todavía más difícil de recaudar. Además del censo era necesario un catastro para evaluar las superficies, los rendimientos agrícolas y un sinfín de parámetros más. En el siglo III, las normas establecían que constara el nombre de los dos vecinos inmediatos de cada parcela y la superficie cultivable estimada durante los siguientes diez años, así como el número de cepas, olivos, frutales, los pastos, el ganado, los bosques, las casas...
Era demasiado para un cuerpo de inspectores que se movía por los cuatro rincones de Europa a lomos de mula, de manera que la responsabilidad de su cobro se puso en manos de recaudadores locales, que rendían cuentas a los funcionarios romanos y que temblaban ante la idea de una inspección. Las corruptelas debieron de ser la norma general, aunque los castigos fueran ejemplares.

El sistema monetario: una mirada a las monedas, su historia y funcionamiento
En el sistema económico romano, la corrupción estaba en su ambiente. Y cuanto más arriba estuviera el corrupto, tanto más provechosa resultaba. Los negocios privados y secretos de senadores, gobernadores, cónsules, pretores y demás debieron de ser como para enmarcarlos. Uno de los casos más escandalosos lo protagonizaron los políticos y militares que permitieron a Aníbal asolar el norte de Italia, para luego comprar a la baja aquellas enormes extensiones y poblarlas de ejércitos de esclavos que trabajaran dichas tierras en su propio beneficio.
Respecto a la moneda romana, empezó a acuñarse por necesidad. Durante el siglo inicial de la República (VI a.C.), los intercambios se hacían en términos ganaderos y se hablaba de cerdos, de ovejas o de vacas. Las primeras monedas eran lingotes con estos animales impresos y se conocían como pecunia, del término pecus, “ganado”. Luego llegó la primera moneda circular, el as, y más adelante el denarius, origen común de nuestro “dinero” y del árabe dinar. El denarius era de plata y 25 de ellos equivalían a un aureus, la codiciada moneda de oro. Y también estaba el sestercius, que valía la cuarta parte del denarius –se fabricaba en bronce– y se convirtió en la moneda más común. Se usaba tanto para establecer los precios como para calcular grandes sumas de capital.
Los vaivenes financieros del Estado tenían su repercusión inmediata en el sistema monetario. A finales del siglo II, Marco Aurelio devaluó la moneda, rebajando en una cuarta parte la cantidad de plata del denarius, y unos años después, Septimio Severo volvió a hacer lo mismo. Medio siglo más tarde, la proporción de metales preciosos en las monedas apenas llegaba al 5%. Y hacia el año 270, la brutal inflación acabó llevándose por delante al sestercius, con el que realmente ya nada podía comprarse. Era el principio del fin.