Toledo en su máxima expresión: el esplendor del Reino visigodo en la Historia de España

Entre murallas imponentes y coronas radiantes, se da una era donde el poder y la grandeza se entrelazaron en la ciudad de Toledo. Este articulo te sumerge en un tiempo donde la realeza visigoda alcanzó su máxima expresión, dejando un legado de esplendor que perdura en las páginas de la Historia de España.
Vista de Toledo y el Río Tajo.

Considerado uno de los más relevantes monarcas visigodos, Leovigildo (h. 569-586) pudo culminar el proceso de construcción del Reino visigodo de Toledo gracias al reforzamiento de su poder, a su identificación con Hispania y al reto de unificar étnica, religiosa y territorialmente una monarquía hasta entonces ahogada en guerras intestinas y cercada por potencias hostiles.

Explorando los orígenes del Reino visigodo en la Península Ibérica

En el año 507 tenía lugar en Vouillé, a unos 350 km al suroeste de París, la derrota de los visigodos a manos de los francos y la muerte en ella de su rey, Alarico II. Fue entonces cuando los visigodos, instalados hasta ese momento en Toulouse (Francia), aceleraron su desplazamiento hacia las viejas tierras de la península ibérica. 

Las mismas que habían pisado por primera vez en 415, como aliados del poder imperial, y que sucesivamente visitarían en los años 416-418, 454 y 456. Cuando el poder imperial comenzó a desvanecerse en la parte occidental del Imperio, los visigodos fueron llenando sus vacíos. De la mano, primero, de Teodorico II (453-466) y, después, de Eurico (466-484), los visigodos enviaron guarniciones a algunas de las principales ciudades hispanas y no dudaron en ocupar la provincia de la Tarraconense, en el norte de la península.

El fracaso militar en Vouillé aceleró así una ocupación que venía gestándose años atrás y que todavía continuaría a lo largo de las primeras décadas del siglo VI. Como una Tierra Prometida, la antigua Hispania o Spania acogió a los visigodos, a los que dio cobijo durante doscientos años. 

Toledo, antigua fundación romana a las orillas del río Tajo y encrucijada de las vías de comunicación que atravesaban la península, se convirtió a partir de los años centrales del siglo VI en la civitas regia o, lo que es lo mismo, la capital de lo que hoy conocemos como el Reino visigodo de Toledo y que las fuentes de los siglos VI y vii denominaron simplemente como el Regnum Gothorum (reino de los godos).

Con esta migración se sellaba el antiguo vínculo que los visigodos habían establecido con Hispania. Un nexo firme y duradero que, décadas después, Isidoro de Sevilla (h. 560-636) plasmaba en De laude Spanie (Alabanza de España), donde cantaría cómo «la floreciente nación de los godos, después de innumerables victorias en todo el orbe, con empeño te conquistó y te amó [Hispania], y hasta ahora te goza segura entre ínfulas regias y copiosísimos tesoros». 

Como recuerdo del antiguo domino sobre la Galia, los visigodos pudieron retener la franja de la Septimania, en el sur de Francia, de la que formaban parte ciudades como Narbona, Carcasona o Béziers, integrada en el Reino visigodo hasta el momento de su extinción, en 711.

Leovigildo (1854- 1855), por Juan de Barroeta y Anguisolea. Foto: MUSEO NACIONAL DEL PRADO

Esta nueva andadura en la península vino tutelada por la rama de los godos residentes en Italia: los ostrogodos. Estos, aprovechando que el trono visigodo había quedado, a la muerte de Alarico II en Vouillé, en manos de un niño, de nombre Amalarico, desplegaron su poder sobre Hispania de la mano de Teodorico el Grande (511-526), rey ostrogodo y abuelo del nuevo monarca, convertido en regente y gobernante de facto

A este le sucederían —todavía como parte de este periodo ostrogodo—, aunque ya con autonomía respecto a la tutela de los godos de Italia, los reinados del citado Amalarico (510-531, sin la tutela de Teodorico entre 526531), de Teudis (531-548) y de Teudisclo (548- 549), estos dos últimos brillantes militares de origen ostrogodo. Cerrado este ciclo, el tercer cuarto del siglo VI quedaba nuevamente bajo el cetro de los reyes visigodos Agila (549-555), Atanagildo (555-567) y Liuva (567-573).

Unos reinados que discurrieron entre la inestabilidad y la violencia, hasta el punto de que tanto Teudis como Teudisclo murieron asesinados. En el triste destino de ambos monarcas debía pensar Gregorio de Tours (538-594) cuando, de una forma un tanto irónica, se refería en su Historia francorum a la tendencia de los visigodos a asesinar a sus reyes como la «detestable costumbre» de los godos. 

Fue esa misma inestabilidad y violencia la que abrió la puerta del reino en 552 a las tropas extranjeras, cuando el rebelde Atanagildo, quien disputaba el trono al rey Agila, solicitó ayuda al emperador romano de Oriente, Justiniano (527-565). Se daba inicio con ello a la presencia de los bizantinos en Hispania, prolongada durante más de setenta años, bajo cuyo poder quedaron importantes ciudades, como Cartagena o Málaga.

La Corte de Leovigildo: intrigas, poder y transformaciones en el Reino visigodo

Leovigildo alcanzó el poder gracias a la asociación al trono realizada por su hermano, el rey Liuva, antiguo duque de la Septimania, al hacerle entrega, hacia 568/569, del control de los territorios peninsulares y conferirle la condición de consors regni (copartícipe del reino). 

Leovigildo, poco después, casaba con Gosvinta, viuda del difunto rey Atanagildo, con el fin de atraer la clientela política y militar del desaparecido monarca. Hacia 572/573, Liuva, quien había quedado a cargo exclusivamente de los territorios de la Septimania, moría y Leovigildo se convertía en el rey único de los visigodos, extendiendo su poder desde Hispania al sur de Francia.

A su llegada, Leovigildo encontró un reino dividido, sumido en guerras intestinas y cercado, además, por un grupo de potencias hostiles: al norte, los francos; al sur, los bizantinos; al noroeste, los suevos. Al final de su reinado, la monarquía estaba consolidada y era capaz de desplegar su influencia por el territorio, aunque lejos de ser un Estado centralizado. 

La ciudad de Béziers permaneció integrada en el Reino visigodo hasta la extinción de este en 711. Foto: SHUTTERSTOCK

En el camino, el monarca había tomado varias iniciativas que le permitieron dirigir la antigua monarquía bárbara hacia una renovada monarquía, moldeada a imitación de la realeza imperial protobizantina: el rey dejaba de ser un igual entre sus nobles para presentarse, por primera vez, frente al pueblo y la aristocracia como un poder superior. 

A su vez, Leovigildo, como expresión de su autonomía política, ponía punto final a la tutela simbólica que el emperador romano de Oriente, en su condición de heredero directo del antiguo Imperio romano, ejercía sobre el Reino de Toledo.

A partir de ahora, Leovigildo comenzaría a presentarse como una especie de emperador dentro de su reino. Así, como una pequeña Constantinopla, Toledo acogió la fastuosa corte de Leovigildo, de quien Isidoro de Sevilla nos cuenta, en su Historia gothorum, que «fue el primero que se presentó a los suyos en solio, cubierto de la vestidura real, pues, antes de él, hábito y asiento eran comunes para el pueblo y para los reyes».

Aunque quizá estas innovaciones ceremoniales estaban lejos de ser una novedad radical, tal como quería hacernos creer san Isidoro —ya fuera porque no tenía noticias de los usos ceremoniales de los antecesores de Leovigildo en el trono o simplemente porque deseaba exaltar la figura del monarca—, no cabe dudar que su reinado supuso una profundización en el proceso de adopción de pautas políticas y rituales romanas, en detrimento de la tradición germánica goda.

Los mecanismos del poder imperial

El propio rey, siguiendo modelos imperiales, asoció al trono a sus hijos Recaredo y Hermenegildo como consortes regni, con el fin de reforzar su línea de sucesión dinástica. Además, Leovigildo, asumiendo nuevamente prerrogativas propias del emperador, acuñará, a partir aproximadamente de 575-579, moneda de oro que, por primera vez, sustituirá la efigie y nombre del emperador romano de Oriente —incluidos como símbolo de sujeción a la soberanía imperial— por los suyos propios, a la vez que se adornará de títulos y apelativos típicamente imperiales (inclitus, valens, iustus, victor o dominus noster). 

En esta misma línea, el monarca, bajo el influjo del gran proyecto legal del emperador Justiniano, el Corpus Iuris Civilis, promoverá la reforma del que había sido el primer código visigodo, el Código de Eurico, dando lugar al hoy desaparecido Codex Revisus.

Hasta tal punto Leovigildo fue consciente de los mecanismos que el poder imperial le ofrecía para fortalecer su poder que, en 578, con motivo de la pacificación del reino, llevó a cabo la fundación de una ciudad, a la que bautizó, incorporando la palabra griega polis (ciudad), como Recópolis. Se trataba de la ciudad fundada en honor a su hijo Recaredo. 

Situada en el corazón de Celtiberia, esta fundación regia ha venido identificándose con el yacimiento situado, a las orillas del Tajo, sobre el Cerro de la Oliva (Zorita de los Canes, Guadalajara). Allí, desde la década de 1940 se han podido exhumar abundantes restos, entre los que se encontrarían un palacio real, una basílica, espacios comerciales y zonas residenciales.

Unidad étnico-religiosa

En una línea tendente a afirmar su poder, Leovigildo buscó acabar con la dualidad existente en el reino entre la mayoría hispanorromana católica y las elites godas, que, buscando reforzar su identidad, habían profesado con orgullo el arrianismo. 

Recaredo I (1857), por Dióscoro Teófilo Puebla y Tolín. Foto: MUSEO NACIONAL DEL PRADO

Es decir, la doctrina cristiana, considerada como herética, que defendía que, dentro de la Trinidad, las personas del Padre y del Hijo no mantenían una posición de igualdad, por cuanto el segundo había sido creado por el primero y, por lo tanto, se encontraba subordinado a Él. Esta unidad se debía ver como especialmente deseable a inicios de la década de 580, en el marco del conflicto que, como veremos a continuación, enfrentará al rey con su hijo Hermenegildo. 

En el plano étnico, Leovigildo impulsó la fusión a través de la legalización de los matrimonios mixtos, que leyes anteriores castigaban incluso con la pena capital. En el plano religioso, favoreció la unidad en torno al arrianismo oficial profesado por el monarca. Para ello, se buscó la flexibilización de algunos de los principios del arrianismo, que tuvieron en el sínodo de Toledo (580), celebrado en el marco de la guerra entre Leovigildo y su hijo Hermenegildo, un hito principal. 

Entre las iniciativas impulsadas por el rey se encontraba la flexibilización ritual en la conversión al arrianismo, al prescindir de la necesidad de ser sometidos nuevamente al agua del bautismo. Pero también esta transigencia se manifestó en el plano doctrinal, al aceptar, con el fin de aproximarse al catolicismo, la igualdad divina entre la persona del Padre y el Hijo, aunque se continuara negando la divinidad del Espíritu Santo.

Estas estrategias de acercamiento, reforzadas por presiones del rey sobre la jerarquía católica, acabaron, sin embargo, fracasando. Un relato que recoge en sus Diálogos el obispo de Roma, Gregorio el Grande (h. 540-604), cuenta que Leovigildo recibió en su lecho de muerte la eucaristía de manos de un clérigo católico, y aconsejó a su hijo y sucesor, Recaredo, que se convirtiera al catolicismo. 

Un relato que, de evocar hechos ciertos, manifestaría la derrota de Leovigildo, pero también la firme convicción de que era necesario alcanzar la unidad religiosa del reino al precio que fuera, con el fin de evitar futuras rupturas políticas.

Los enemigos del rey en la Corte visigoda

Si Leovigildo había pretendido reinar lejos de la tutela simbólica del emperador, también buscó hacerlo por encima de otros poderes que amenazaban su predominio en la península. Aquí y allá aparecieron, a lo largo del reinado, problemas puntuales motivados por algunos poderes locales surgidos al calor del derrumbamiento del Estado romano, que se vinieron a sumar a la amenaza, arrastrada del pasado, de bizantinos y suevos.

Las primeras campañas de Leovigildo hubieron de encontrarse dirigidas contra los bizantinos. Seguramente en 570 el monarca, quizá con el deseo de dividir en dos el territorio bizantino, realiza incursiones en Bastania, la Bastetania de los clásicos, en el sudeste de la península, derrotando a las tropas procedentes de Málaga, para, al año siguiente, recuperar Assidona (Medina Sidonia, en Cádiz).

Más frecuentes fueron las intervenciones en el interior del reino, donde, como nos cuenta Isidoro de Sevilla, «a todos los que vio que eran poderosos, o les cortó la cabeza, o los proscribió, privándoles de sus bienes». A su vez, el rey no cejó en su enfrentamiento contra lo que parece que podrían ser saqueadores (pervasores) y bandas armadas de campesinos (rustici), que amenazaban la estabilidad interna del reino.

En 578, Leovigildo mandó construir la ciudad de Recópolis en honor a su hijo Recaredo. Foto: SHUTTERSTOCK

Fueron años intensos los discurridos entre 572 y 577, durante los cuales Leovigildo intervino principalmente en aquellas áreas periféricas cercanas al territorio suevo y bizantino, con el fin de evitar el apoyo que los poderes locales pudieran prestar a una y otra potencia. 

Fueron las campañas contra Córdoba (574); los montes Aregenses (573), que cabría quizá situar en Orense; la zona de Orospeda (577), tal vez identificable con el entorno de Sierra Morena; o la Sabaria (573), que cabría situar en el territorio occidental de la Meseta Norte. Estas campañas quedarían, sin embargo, eclipsadas por aquellas dirigidas contra cántabros (574) y vascones (581). 

Aunque algunas victorias no fueron más que espejismos, a la vista de las campañas desarrolladas por los sucesores del rey, estas iniciativas ayudaron, gracias a las confiscaciones, a llenar las arcas reales, permitieron restaurar el control político sobre estos territorios y fraguaron el prestigio político del monarca.

La rebelión de Hermenegildo: conflictos dinásticos y transformaciones

Asentada la paz en 577, solo cuatro años después el conflicto volvía al reino. Esta vez no lo hacía —o no solo—, de la mano de poderosos magnates locales, sino de la de su propio hijo, Hermenegildo. Asociado al trono en el año 573 y enviado a Sevilla tras serle asignado el gobierno de la provincia Bética, en 579, inició una rebelión frente a su padre. 

Para ello, Hermenegildo se hubo de valer de los problemas de cohesión interna que planteaba el dualismo existente entre el arrianismo y el catolicismo. Hermenegildo, convertido al catolicismo con apoyo de su mujer, la princesa católica Ingundis, hija del rey franco, y de Leandro, obispo de Sevilla, supo tejer, aprovechando un clima de controversia religiosa entre arrianos y católicos, un conjunto de alianzas con la jerarquía católica de la provincia Bética, y probablemente con la realeza católica sueva y franca y con la corte de Constantinopla. 

Tras un intento por desactivar los argumentos religiosos de Hermenegildo en el referido sínodo de Toledo de 580, la necesaria intervención militar del rey visigodo culminó con el apresamiento de su hijo en Córdoba en 584 y con su ejecución en Tarragona durante la primavera del año siguiente.

Con su muerte desaparecía de escena el príncipe rebelde y su recuerdo quedaba sepultado bajo el oprobio. Incluso entre los católicos su memoria fue la de un usurpador, lejos de la imagen de aquel devoto príncipe católico en frentado al impío rey arriano que el entorno de Hermenegildo había intentado forjar durante la guerra.

San Gregorio Magno, papa (1796-1799), por Francisco de Goya. Foto: ASC

Finalmente, en 585, Leovigildo impulsaba la conquista del reino suevo, bajo el pretexto de restaurar en el trono al rey legítimo Eborico, quien en el año anterior de 584 había sido depuesto por su cuñado, Audeca. Víctima de los planes de unificación territorial de Leovigildo, el reino suevo desaparecía bajo el peso de las armas visigodas para integrarse, como una provincia con entidad propia, en el reino de Toledo. 

Con ello, se ponía fin a la andadura de casi 180 años de los suevos en la península. Solo algunos meses después de esta conquista, entre el 13 de abril y el 8 mayo de 586, el rey fallecía. 

Lo hacía dejando a su hijo, Recaredo, como sucesor, pero también legando un reino que había profundizado en su identificación con Hispania y un poder regio más consolidado, aunque consciente de los peligros que para el proyecto real representaban los grupos de poder locales, las facciones aristocráticas y la división religiosa del reino. Cuestiones llamadas a centrar los reinados de su hijo, Recaredo, y de sus sucesores a lo largo del siglo VII. 

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