En 1978, el historiador de la ciencia James Burke hizo una simple pregunta a los espectadores de su serie documental Connections: “Rodeado por restos de la civilización y sin acceso a la tecnología moderna, ¿qué es lo que necesitarías para mantenerte vivo, junto con los rescoldos de la
la civilización?”. Su respuesta fue: “Un arado”.
La aparición de la agricultura cambió de forma indeleble no solo el planeta, sino al ser humano. Nos llevó a la aparición de las ciudades, a la división del trabajo y a la desigualdad social. En definitiva, a la civilización. El cultivo diligente de la tierra hizo agudizar el ingenio, porque necesitábamos aperos de labranza. De todas las herramientas agrícolas hay una que, sin duda, influyó decisivamente en la forma de obtener alimentos de la tierra: el arado.
La primera vez que cultivamos la tierra utilizamos palos y azadas rudimentarias. Se usaron en zonas fértiles, como las orillas del Nilo, para hacer los surcos donde plantar las semillas. Algunas azadas antiguas, como la egipcia mr, eran puntiagudas y lo suficientemente fuertes como para despejar el suelo rocoso. Sin embargo, la domesticación de animales como los bueyes permitió convertir la azada en un arado tirado por ellos. La primera prueba de su uso está fechada entre los años 3500 a. C. y 3800 a. C., en Bubeneč (República Checa). También se ha descubierto un campo arado del 2800 a. C. en Kalimental (Pakistán).

La aparición del arado marcó un antes y un después en la historia de la agricultura. Primero, porque hizo más fácil el duro trabajo de labrar la tierra; y segundo, porque mejoró la cantidad y la calidad de los cultivos al poder penetrar más en el suelo y sembrar a mayor profundidad, fuera del alcance de roedores, aves y otros animales.
Pero la gran revolución sucedió cuando los romanos desarrollaron su propia versión, hoy conocida como arado romano. La innovación fue doble: incorporaron una pieza de hierro para profundizar en la tierra –la reja– e introdujeron lo que se llama vertedera, una pequeña pieza horizontal colocada detrás de la reja y que ayuda al agricultor a mover con más eficacia los terrones de tierra que aparecen al arar. Esta innovación fue particularmente importante en suelos poco fértiles, pues al darle la vuelta a la tierra, los nutrientes afloraban a la superficie. Es sin duda el invento de mayor duración de la historia, pues se mantuvo igual hasta el siglo XVIII, cuando en 1730 Joseph Foljambe patentó el conocido arado Rotherham: más triangular, aprovechaba mucho mejor la fuerza de tiro que se utilizaba por aquel entonces en Europa, el caballo.
Este artículo fue originalmente publicado en una edición impresa de Muy Interesante.