Hernán Cortés es sin duda el personaje histórico más controvertido de México, junto a la Malinche. Ambos, al fin y al cabo, representan el nacimiento de un país nuevo: un México mestizo, deudor tanto de la base indígena como del sustrato europeo.

Biografía de Hernán Cortés: inicios y aspiraciones
El de Medellín segó muchas vidas, es cierto. Pero también lo es que lo mismo hicieron los mexicas con sus enemigos indios, con igual o mayor crueldad, a los que sojuzgaron, esclavizaron y sacrificaron en masa.
El gran reto de nuestro tiempo debería ser, por tanto, el tratar de comprender la importancia histórica de los hechos y de los personajes del pasado sin que los valores éticos del presente nos impidan hacerlo. En otras palabras, sin descontextualizar la historia. Porque Cortés, como tantos y tantos otros conquistadores y exploradores mayas, aztecas o españoles, es fruto de la época que le tocó vivir. Como Alejandro Magno, como Julio César, como Carlomagno, como el Che Guevara. El narrar determinados hechos o personajes históricos no implica comprender la Historia desde un punto de vista acrítico y amoral. Pero eso, querido lector, ya lo sabes bien. Así que, sin más preámbulo, acerquémonos al conquistador español por antonomasia.
Un joven ilustrado: nacimiento y educación
Muchos como Hernán Cortés buscaron fama, riqueza y gloria antes y después de él, pero jamás ninguno consiguió emular sus proezas. La biografía de Cortés es una hazaña hiperbólica. Su apellido mismo es sinónimo imperecedero de heroísmo, de aventura y de magistral estrategia.
Hernando nace en el seno de una familia hidalga, de noble cuna y exigua fortuna, allá por 1485. Y lo hace en Medellín, cuna de conquistadores, hijo de Martín Cortés de Monroy y de Catalina Pizarro Altamirano. Hernando, o Hernán, como se le conocerá en las Indias, no tiene hermanos, pero sí una extensa familia formada por tíos y primos con los que comparte viejas historias familiares de guerras y rebeliones al calor del brasero en nostálgicas noches de invierno.
La infancia de Hernando es plácida, feliz. Crece entre agradables reuniones familiares y sus padres le tratan con un cariño inusual para la época. Quizá porque es un niño frágil, muy débil. Enferma a menudo, incluso en un par de ocasiones está en grave peligro de muerte, pero al llegar a la adolescencia toda la fragilidad se torna en resistencia y poderío físico.
Es entonces, con catorce años, cuando Catalina y Martín le envían a estudiar a la Universidad de Salamanca, donde no finaliza sus estudios pero aprende latín y adquiere un importante bagaje en leyes. De Salamanca pasa algunos meses en Valladolid, donde ejerce de escribano algún tiempo, antes de volver a su Medellín natal.
Ascenso militar y político en las Indias
Ejercer de escribano es un buen oficio en la España del siglo XVI, pero no para alguien como Cortés. Hernán es ya para entonces un joven impetuoso, seductor y muy inteligente… Muy atrás queda la salud quebradiza de su infancia. Por ello, cuando en 1502 su pariente lejano, Nicolás de Ovando, recorre Extremadura reclutando hombres para marchar a América, Cortés no lo duda y se alista. El joven tiene madera de aventurero y la aventura en esos años no está en Flandes ni en Italia, sino en las Indias.
Pero, caprichos del destino, pocos meses antes del viaje cae desde el tejado de la casa de una amante, a la que pretendía visitar en noche cerrada, entrando por la ventana. Y cae, sí, con tan mala suerte que debe guardar reposo en la cama de sus padres durante meses. Se queda en tierra. No hay nada peor para alguien como él que quedarse en tierra, renunciar, aunque solo sea temporalmente, a sus sueños. Más, por fin, dos años después, embarca hacia La Española. Tiene apenas diecinueve años pero su voluntad es inquebrantable.

En la isla, el joven extremeño pronto traba estrechísima amistad con el gobernador. Es un joven con dotes para la escritura, con conocimientos de leyes, y además se le encomienda —y ejerce con gran éxito— la función de escribano en el pueblo de Azúa. Además, en lo personal, nadie hay en las Indias más dicharachero, galán e inquieto que el de Medellín. Produce, en todos los que le conocen, una evidente fascinación.
Por todo ello, no es extraño que en 1511 fuera reclutado por Diego Velázquez de Cuéllar como tesorero de la expedición militar a Cuba. Es su primera experiencia militar y no le va del todo mal a nuestro protagonista, ya que Diego Velázquez le recompensa tras la conquista con una encomienda de indios y con la concesión de las minas de oro cubanas. Es más, le nombra alcalde, el primero —y sin duda el más célebre —que ha tenido Santiago de Cuba en toda su historia.
La llegada a México: primeros encuentros y alianzas
1511 es un año importante para Cortés. Además de disfrutar de un importante cargo político y de convertirse en un hombre rico, es también el año en que la expedición de Juan de Grijalva informa a Diego Velázquez de la existencia del Imperio azteca. Hernán empieza desde entonces a soñar con hacerse, en nombre del emperador Carlos I, con aquel fantástico, riquísimo y misterioso imperio americano.
En 1519, el ambicioso Hernán Cortés dispone de un nada desdeñable ejército de casi setecientos hombres, entre soldados, marineros, arcabuceros, ballesteros, jinetes, artilleros… Les acompañan una veintena de mujeres, la mayoría amantes de conquistadores, pero también enfermeras y alguna que otra que incluso se desempeña como soldado. Junto a él, una serie de hombres, la mayoría extremeños, de su máxima confianza: Andrés de Tapia, Pedro de Alvarado, Gustavo de Sandoval, Alonso de Ávila, Diego de Ordaz y Juan Garrido, un negro libre respetadísimo que había luchado ya en Cuba, Puerto Rico, Guadalupe y Florida.
Por fin, en febrero de 1519 la flota de Cortés zarpa rumbo a las costas del Yucatán. De hecho, Diego Velázquez había decidido a última hora sustituir a Cortés como jefe de la expedición, pero este, alertado por los suyos, suelta amarras antes de recibir el requerimiento de Velázquez. Empieza así la épica, la leyenda, la gesta de Hernán Cortés.
El espectáculo es imponente. Las naos del metelinense, recortando sus velas contra el infinito azul del mar y del cielo, navegan cargadas de aventureros dispuestos a arriesgar sus vidas y sus haciendas por el oro y el prestigio que en España les es imposible conseguir. Al mando, un genio militar que intuye que su momento de gloria está muy próximo.

El rescate de Jerónimo de Aguilar
A inicios de febrero, después de unos días de plácida navegación, desembarcan en la costa mexicana de Yucatán. Allí no solo toman posesión de los nuevos territorios, sino que rescatan a Jerónimo de Aguilar, un español que llevaba años viviendo entre los indios, por lo que domina a la perfección la lengua maya. «Un auténtico regalo de Dios. Aguilar nos facilitará mucho las negociaciones con los naturales», debió de pensar Cortés.
No todo es, sin embargo, sosiego. Los mayas les acechan constantemente desde la costa y aprovechan cualquier oportunidad para atacar a los españoles, cual arcaica guerra de guerrillas. Incluso se enfrentan en escaramuzas abiertas en las que siempre resultan vencedores los europeos. Tres meses, con sus días y sus noches, pasan Cortés y sus hombres inspeccionando la costa del golfo de México, donde siempre trata de entablar alianzas con los pueblos indios que encuentra, aunque no duda en combatir cuando estos se muestran belicosos.

La crucial alianza con la Malinche
En una de las tantas escaramuzas contra los indios, el 14 de marzo, los ibéricos derrotan a un ejército de nativos en la costa de Tabasco. Es tal la magnitud de la derrota para los nativos que tras la debacle se asocian con los españoles y, como señal de buena voluntad, le entregan a Cortés diecinueve mujeres. Una de ellas es Malintzin, la Malinche, Doña Marina, una joven esclava mexica vendida por su madre a un comerciante tabasqueño. Cortés y Malinche sienten, desde el primer cruce de miradas, una enorme atracción el uno por el otro. La pasión amorosa que les une es tan grande que ya no se separarán más.
Malinche habla náhuatl y maya y, además de amante de Cortés, es a partir de entonces su mejor aliada. Le informa de las costumbres y tácticas militares de los mexicas, le previene acerca de las alianzas de Moctezuma con otros pueblos de la zona y le indica cuáles son los enemigos jurados de los mexicas. Es más, Malintzin ejerce de traductora en todos sus encuentros con los emisarios del emperador azteca. Cortés, genial estratega donde los haya, sabrá aprovechar siempre las sabias recomendaciones de su consejera y amante.
Hacia el corazón del Imperio azteca
El periplo exploratorio por la costa mexicana toca a su fin el 22 de abril de 1519, cuando la flota de Hernán Cortés desembarca en tierra firme, frente a la isla de San Juan de Ulúa. Es Viernes Santo, día de la Verdadera Cruz, por lo que Cortés manda establecer allí el primer asentamiento bajo el nombre de Veracruz. «Que se construya un altar a la Virgen María para celebrar la Semana Santa y la Pascua de Resurrección», es la primera orden que dicta.
Ese mismo día se habían acercado a los recién llegados unas enormes canoas en las que iban algunos jefes mexicas, enviados por Moctezuma. Ambas delegaciones se intercambian presentes, mientras los pintores mexicas se afanan en dibujar en hojas de maguey los caballos, los barcos, las armaduras o los rostros barbudos y marcados de los forasteros.
El Domingo de Pascua los sacerdotes Bartolomé de Olmedo y Juan Díaz celebran misa ante los cientos de soldados españoles. Los emisarios del tlatoani, pasmados, contemplan cómo los arrogantes y temidos españoles se postran humildemente ante su único Dios. Y así van pasando los días, hasta que el 8 de agosto de 1519, Cortés manda avanzar hacia el corazón del Imperio azteca, hacia las puertas de palacio del misterioso y poderosísimo tlatoani, del que tanto le hablan Malinche y todos los indios que les acompañan.

Tras dejar una pequeña guarnición española en Veracruz, se adentra en el continente, en dirección a la ciudad de Tlaxcala, ubicada estratégicamente a medio camino entre Tenochtitlán y Veracruz. La ruta se torna difícil, marchan entre montañas escarpadas y espesísimos bosques, temiendo constantemente una emboscada enemiga. Al fin y al cabo, Cortés y sus hombres suman poco más de cuatrocientos españoles, frente a miles y miles de posibles enemigos. Tres semanas después de partir de Veracruz, Cortés se topa con un enorme ejército tlaxcalteca.
Los tlaxcaltecas, un pueblo orgulloso de su libertad e independencia, han rechazado los reiterados ofrecimientos de alianza que les ha hecho llegar Cortés. «Vénceles y serán nuestros mejores aliados. Los mexicas les esclavizan y les sacrifican en el Templo Mayor de Tenochtitlán. Ningún pueblo odia a los mexicas más que ellos. Si os creen lo suficientemente fuertes, se os unirán», le sugiere la Malinche.
Durante tres días, españoles y tlaxcaltecas se enfrentan ferozmente en sucesivas batallas. La visión es impresionante: miles y miles de enemigos acechan, provocan y desafían a los de Cortés. Los españoles, formados a la europea, no se arredran. Los tlaxcaltecas contemplan a sus enemigos, extasiados por la valentía que demuestran. ¿De dónde son aquellos forasteros que no temen a la muerte ni siquiera ante un enemigo que les supera infinitamente en número? La batalla es cada vez más fiera: los arcabuces y las espadas europeas diezman a los tlaxcaltecas, mientras la caballería española, apenas dieciséis jinetes, embiste y aplasta a decenas de guerreros indios.
Al fin, ocurre lo anunciado por la Malinche. Los tlaxcaltecas se alían a los españoles y les acogen en Tlaxcala, donde los europeos se reponen de la batalla. En señal de amistad, los nobles indios dan en matrimonio a sus hijas a los principales capitanes españoles: ese preciso momento de la historia americana es el germen del México moderno, del México mestizo.
El 13 de octubre de 1519, justo veintisiete años y un día después del descubrimiento de América, Cortés y sus hombres, junto a cinco mil quinientos guerreros tlaxcaltecas, emprenden la marcha hacia Tenochtitlán. Solo les separa un único obstáculo de la ansiada capital del Imperio azteca: Cholula. Malinche, alertada de las intenciones de los cholultecas, alerta rápidamente a Hernán.
El 18 de octubre, las tropas de Cortés arrasan Cholula a sangre y fuego, perpetrando una cruel matanza de miles de víctimas, entre mujeres, hombres y niños cholultecas, que dejan un reguero de cadáveres que yacen por doquier en calles y casas durante días. Españoles, tlaxcaltecas e indios auxiliares respiran aliviados, creyendo que se han anticipado así a la matanza que preparaban cholultecas y mexicas contra ellos. «Quien golpea primero, golpea más fuerte», afirma Cortés a sus capitanes.

La conquista del Imperio azteca
La majestuosa Tenochtitlán
El 8 de noviembre, el ejército de Cortés hace su entrada en Tenochtitlán, bajo la algarabía de los mexicas. Jamás han visto a hombres así, barbudos y pálidos, de rostro fiero y arrogante, vestidos todos ellos con centelleantes e impresionantes armaduras. Se asombran al paso de los corceles, esos animales completamente desconocidos para ellos, más grandes que un hombre, sobre los que montan algunos de los forasteros.
Cortés y sus hombres, por su parte, tampoco dan crédito a lo que ven sus ojos. Ante ellos se muestra en todo su esplendor una ciudad flotante, construida sobre islas en medio del lago Texcoco, conectada a tierra firme por tres enormes y larguísimas calzadas. «Sin duda, la ciudad más bella de cuantas hay en el mundo», afirma Cortés a Pedro de Alvarado, que cabalga junto a él, a la vanguardia de la columna que se adentra en Tenochtitlán.
Por doquier, una muchedumbre les envuelve, pero alcanzan a maravillarse de las casas, del orden, de la limpieza de la ciudad. Al fin, llegan al centro ceremonial de la ciudad. Admirados, observan a su derecha el Coateocalli, el templo más pequeño, donde se guardan las imágenes de los dioses capturados a los pueblos subyugados por los mexicas. A su izquierda, el Quaucalli, un majestuoso recinto defendido por caballeros águila. Algunos metros más adelante, el Éhecatl, un extraño templo de base circular y, por fin, el Templo Mayor, que se alza unos cuarenta y cinco metros sobre el cielo mexica, ante el que se paran los cuatrocientos españoles. Soldados y capitanes no tardan en percibir signos de sacrificios humanos, tal y como les habían explicado los tlaxcaltecas y la propia Malinche. «El altar está cubierto de sangre coagulada…», se lamenta Cortés ante Diego de Ordaz y Pedro de Alvarado.
Encuentro y tensión con Moctezuma
A los pocos minutos, Cortés observa a Moctezuma, que se acerca a su encuentro. Hernán, considerado, se baja del caballo y hace ademán de abrazarlo, pero los indios le detienen. «Es pecado tocarle», le susurra la Malinche. Ambos líderes se saludan, se intercambian collares y avanzan a la par calle arriba, hasta la puerta de palacio. Es allí, según el cronista López de Gómara, donde «[…] a la puerta tomó Moctezuma de la mano a Cortés y lo metió dentro de una gran sala; lo puso en un rico estrado y le dijo: “En vuestra casa estáis: comed, descansar y haced placer, que luego tono”».
Seis meses pasa Cortés en Tenochtitlán, seis meses en los que el efusivo recibimiento de los mexicas se torna poco a poco en hostilidad manifiesta, hasta tal punto que, según se rumorea, el sobrino del tlatoani está preparando un levantamiento general. Pero Cortés tiene un as en la manga: mantiene en cautiverio, bajo una estricta vigilancia, a Moctezuma. El tlatoani es el seguro de vida de los españoles.
A principios de mayo de 1520 la situación toma un cariz alarmante para los valientes de Cortés. Y es que a la cada vez más enrarecida convivencia entre españoles y aztecas se le suma la noticia de que Pánfilo de Narváez, siguiendo órdenes directas de Diego Velázquez, ha desembarcado en el continente con un potente ejército y con el único fin de apresar a Cortés.

Es entonces cuando Cortés demuestra, una vez más, su inconmensurable talento como estratega. Deja en Tenochtitlán a un retén de españoles al mando de Pedro de Alvarado y él mismo, al mando de unos trescientos españoles, avanza rápidamente al encuentro del ejército de Narváez, que le triplica en número. Las tropas de Cortés llegan a la costa a marchas forzadas y, nada más divisar al ejército de Narváez, se lanzan contra ellos. Ambos ejércitos se enzarzan en una lucha cuerpo a cuerpo, estocada a estocada, lanzazo a lanzazo, pero la batalla dura poco. Gustavo de Sandoval, capitán de Cortés, logra derribar y capturar después a Narváez. Uno tras otro, hasta el último de los españoles pasa al bando de Cortés.
El 24 de junio de 1520 Cortés entra por segunda vez a Tenochtitlán, y no vuelve con los trescientos españoles con los que había partido, sino que lo hace con cientos de soldados más. Los pocos españoles al mando de Pedro de Alvarado celebran la llegada de su líder indiscutible junto a refuerzos, aliviados. Pero Cortés y sus hombres se muestran inquietos: miles de soldados aztecas, cientos y cientos de soldados águilas y jaguar —la élite del ejército azteca— han tomado Tenochtitlán y les observan desafiantes en cada calle, en cada esquina, ante cada casa.
Cortés desconoce que, en su ausencia, Pedro de Alvarado y los suyos han descabezado a parte de la élite azteca en el Templo Mayor. Alvarado temía un ataque inminente y ha golpeado primero, perpetrando una matanza de nobles indefensos ante el templo más sagrado de la capital mexica. Craso error.
Pronto Hernán Cortés se da cuenta de que, en realidad, están sitiados y en una situación extremadamente vulnerable. Nada pueden hacer si todo el odio y el ardor guerrero de los mexicas se desata entre las calles de Tenochtitlán. Así que utiliza su última carta: Moctezuma.

La Noche Triste
Los españoles permiten entonces al tlatoani dirigirse a su pueblo, en un vano intento de apaciguar los ánimos de la población, pero nada puede hacerse ya para saciar la sed de venganza de los mexicas. Tal es el rencor hacia los forasteros que Moctezuma es abucheado y herido por una pedrada que, a la postre, acaba con su vida. Cortés, entonces, lo tiene claro. Quemadas todas sus cartas, la única opción es huir.
El 30 de julio de 1520, durante la celebración del Huey Tecuílhuitl, se produce la retirada. Es noche cerrada y los más de mil españoles empiezan su huida ordenada, sigilosa, por las calzadas de Tenochtitlán en dirección al puente que conecta Tenochtitlán con la ciudad de Tacuba. «Salieron de casa a medianoche en punto, y con gran niebla y muy callandito para no ser sentidos, y encomendándose a Dios para que los sacase con vida de aquel peligro y de la ciudad», narra Gómara.
Mas el destino quiere que una india que va a por agua les descubra, lanzando la voz de alarma a sus paisanos. Inmediatamente, miles de soldados mexicas aparecen precipitadamente desde todas las direcciones y hostigan a los conquistadores, que apenas podían defenderse desde la calzada que unía la ciudad con tierra firme. Les atacan desde tierra y desde el agua, sin compasión. Al menos quinientos españoles y unos cuatro mil indios aliados perecen en la huida. Muchos de ellos mueren ahogados bajo el peso de sus armas, otros lo hacen a manos de los vengativos guerreros mexicas y algunos son capturados para ser luego sacrificados en el Templo Mayor, en ofrenda a los crueles dioses aztecas. La noche triste, como es conocida por los supervivientes, a decir de López de Gómara fue «oscura y con niebla, fue de muchos gritos, llantos, alaridos y espanto; pues los indios, como vencedores, voceaban victoria, invocaban sus dioses, ultrajaban a los caídos y mataban a los que en pie se defendían».
Alianzas estratégicas con los tlaxcaltecas
A pesar de la dolorosísima debacle, Cortés no está derrotado. Ha conseguido escapar junto a la mitad de sus hombres, y sabe qué debe hacer. Ni él ni los suyos están en tierras tan lejanas para rendirse, el orgullo no se lo permite. Tras reagruparse en Tacuba, Cortés dirige a los suyos hasta los llanos de Otompan, no muy lejos de Tenochtitlán, donde reúne a sus capitanes y les ordena preparar y organizar a los soldados para la batalla.
El 7 de julio, los de Cortés empiezan a oír desde la lejanía bramidos y cantos de guerra mexicas. Ante ellos, veinte mil guerreros aztecas henchidos de soberbia y ansiosos por empezar la contienda, tan seguros están de su victoria, tras vencer a los españoles en la misma Tenochtitlán. Los mexicas están convencidos de que esta vez los dioses están de su lado. El sacrificio de decenas de barbudos ante el Templo Mayor debe haberles contentado en demasía, piensan muchos de ellos. Ante sí tienen a unos cientos de españoles y a unos miles de indios de Tlaxcala dispuestos a hacerles frente. «¡Por Dios y por el emperador!», brama Cortés, antes de ordenar una descarga cerrada de los ballesteros. Los españoles mantienen una posición cerrada, a la manera de los tercios, protegidos por picas y corazas. La lucha se prolonga durante horas.

Cortés convoca a sus mejores caballeros y les explica su plan. Cuando avisten al líder militar mexica, Matlatzincatzin, los caballeros cargarán contra él y su guardia. A los pocos minutos, Cortés lo reconoce entre su guardia personal de guerreros águilas. «¡Santiago y cierra España!», grita, mientras cargan, impávidos y heroicos, contra las filas mexicas. Cortés derriba de un espadazo al líder mexica y Juan de Salamanca le remata con su lanza, apoderándose el grupo de Cortés del tlahuizmatlaxopilli, el estandarte de guerra del jefe mexica. La Malinche, de nuevo, está en lo cierto: los mexicas se retiran. Los españoles hacen lo propio, resguardándose en la fidelísima Tlaxcala.
Sitio y asalto de la ciudad
Casi once meses pasa Cortés en la capital tlaxcalteca, en los que prepara a conciencia la toma definitiva de Tenochtitlán. Con la inestimable ayuda de sus aliados tlaxcaltecas consigue que se unan a sus filas antiguos aliados de los aztecas. «Si conseguimos aislarles, su caída será más rápida», piensa. Además, recibe refuerzos de La Española y Cuba y manda construir trece bergantines con los que sitiar desde el mar la ciudad.
Por fin, a mediados de mayo de 1521, marchan hacia Tenochtitlán. El espectáculo es impresionante: casi setecientos infantes españoles, un centenar de soldados a caballo, dos centenares de arcabuceros y ballesteros, una veintena de cañones, veinticinco mil soldados indios —entre los que destacan más de quince mil leales tlaxcaltecas— y trece bergantines se desplazan durante días hasta la orilla del lago de Texcoco. Al fondo, los templos paganos de Tenochtitlán resplandecen, aún altivos, bajo la luz primaveral de finales de mayo. La ciudad, totalmente sitiada, está decidida a resistir o perecer.
Lo primero que ordena Cortés es interrumpir el suministro de agua potable de los mexicas, obstruyendo el acueducto de Chapultepec, pero se encuentran ante miles de soldados aztecas dispuestos a defender la posición. Desde entonces, las batallas y escaramuzas son constantes: se enfrentan en las calzadas que unen Tenochtitlán con tierra firme y en las aguas de la laguna; los españoles sobre las chalupas y los aztecas haciéndoles frente a bordo de cientos de canoas. La lucha es encarnizada e inmisericorde.
Durante el día, españoles y tlaxcaltecas se hacen con barricadas y puentes, avanzando siempre unas decenas de metros en su posición inicial, aunque, al caer la noche, los valientes y sigilosos mexicas recuperan el terreno perdido durante el día. Cortés decide entonces cambiar de estrategia: detiene los ataques relámpago y selectivos contra determinadas posiciones aztecas. «A partir de ahora, soldados y jinetes acamparán sobre las posiciones ganadas, y los caballos se mantendrán ensillados y listos para la batalla», ordena a sus capitanes. El cambio de estrategia surte efecto y los de Cortés avanzan, lenta pero inexorablemente, hacia el centro de Tenochtitlán.

Las escaramuzas se suceden calle tras calle, casa tras casa, barricada tras barricada, templo tras templo. A principios de agosto, tras dos meses de contienda, los mexicas todavía resisten en un pequeño barrio de la ciudad, pero la hambruna, las armas hispanotlaxcaltecas y una letal epidemia de viruela les convencen de su derrota.
Es entonces, el 13 de agosto de 1521, cuando Cuauhtémoc, el último tlatoani mexica, decide huir. Y lo intenta a bordo de una piragua, escoltado por unas cincuenta canoas de su guardia personal, aunque no llega muy lejos. Son interceptados por un bergantín español al mando de García Holguín, que le apresa y le traslada hasta el cuartel general de Cortés en Tenochtitlán. La ciudad ha caído.
Caída de Tenochtitlán: el fin del Imperio azteca
La toma de Tenochtitlán es, sin duda, una de las batallas más importantes de la historia universal. Españoles, tlaxcaltecas y mexicas lucharon con bravura durante ochenta días, pero fue el genio político, militar y estratégico de Cortés el que condujo a españoles y tlaxcaltecas hasta la victoria sobre el poderosísimo Imperio azteca.
El 13 de agosto de 1521, Cortés y la Malinche ascienden al altar del Templo Mayor. Aún se perciben los restos de sangre coagulada de los sacrificados a Huitzilopochtli. «Se acabó la era de los sacrificios humanos», piensa Cortés para sí. Ante ellos, Tenochtitlán no es más que polvo, humo, ruinas y sangre. Ese ya lejano 13 de agosto se extinguía el Imperio azteca y nacía la Nueva España.

Consecuencias de la conquista
El surgimiento de la Nueva España
La conquista de Tenochtitlán por Hernán Cortés y sus aliados marcó el inicio de un nuevo capítulo en la historia de América: el surgimiento de la Nueva España. Este vasto territorio, que abarcaba gran parte del actual México y más allá, se convirtió en una de las colonias más importantes del Imperio español. La caída del Imperio azteca permitió a los españoles establecer un nuevo orden político, económico y social en la región, basado en la explotación de sus recursos y la evangelización de sus habitantes.
El establecimiento de la Nueva España trajo consigo un proceso de mestizaje cultural que transformó profundamente la sociedad. La mezcla de tradiciones indígenas y europeas dio lugar a una nueva identidad cultural que perdura hasta nuestros días.
Hernán Cortés: figura controvertida en la historia
Hernán Cortés es una figura que sigue generando debate y controversia en la historia de México y del mundo. Para algunos, es un conquistador despiadado que utilizó la violencia y la traición para alcanzar sus objetivos. Para otros, un visionario que supo aprovechar las circunstancias de su tiempo para lograr una hazaña sin precedentes. Su legado es complejo y multifacético, y refleja tanto los logros como las sombras de su vida y sus acciones.
Cortés fue un hombre de su tiempo, cuyas acciones deben ser comprendidas en el contexto histórico en el que vivió. Su ambición y determinación le llevaron a desafiar las convenciones y a forjar su propio camino en un mundo lleno de incertidumbres.
Referencias
- Martínez, José Luis. 2015. Hernán Cortés. Fondo de Cultura Económica.
* Este artículo se ha elaborado a partir de la versión originalmente publicada en la edición impresa de Muy Historia.