Las mujeres y los Tercios, un ejército en la sombra

La alta presencia de mujeres que acompañaban a los tercios, mayoritariamente prostitutas y esposas, conformaban el 'otro ejército' del Imperio español. Otras, haciéndose pasar por hombres, lucharon como un soldado más
Las mujeres y los tercios, un ejército en la sombra

Muchos nobles y religiosos guardaron luto encubierto el día que Isabella de Luna cerró los ojos para siempre, el 22 de mayo de 1565. Oriunda de Granada, la dama se había instalado tiempo atrás en Roma y su residencia era una de las más populares de la ciudad. Isabella de Luna era, digámoslo ya, una cortesana, pero no una cortesana cualquiera. Meses antes de su muerte, había renunciado a su pasado: saldó sus deudas, repartió sus ahorros entre su familia y diversas causas pías y nombró heredero universal al cardenal Alejandro Farnesio. Lejos quedaban sus andanzas por Europa y hasta el norte de África, cuando, siguiendo a un soldado imperial de Carlos I, asistió a los infantes en la Jornada de Túnez de 1535, un año antes de que las ordenanzas de Génova dieran carta de naturaleza a los tercios.

Juego de cartas (s. XVII), por Dingeman van der Hagen. Museo del Hermitage, San Petersburgo. Foto: Getty.

Isabella es quizá el ejemplo más conocido de esas «seguidoras de campamento», aunque su notoriedad se debió a sus quehaceres en Roma y al interés que suscitó entre autores como Mateo Bandello o Pierre de Brantôme. Al igual que ella, otras mujeres acompañaron a los hombres al frente, muchas en calidad de prostitutas (maletas, «metresas» o «quiracas», como se las llamaba también), marchando a caballo como princesas —las favoritas de capitanes o maestres—, acomodadas en los carromatos junto con los soldados enfermos o, en su inmensa mayoría, a pie.

A falta de testimonios de su puño y letra, podemos recurrir a las autobiografías que nos dejaron los soldados de nuestro Siglo de Oro, un género literario en sí mismo que alcanzó sus mayores cotas con las memorias de Alonso de Contreras, Jerónimo de Pasamonte, Diego Duque de Estrada o Miguel Castro, entre otros. Este último refiere, por ejemplo, que unas españolas fueron a buscarlos, a él y a su mejor amigo Antonio, y que, tras holgarse con ellas, las pobres se fueron «con las manos vacías y nosotros [con] los cuerpos evacuados».

Lo propio, según las ordenanzas de los tercios, era que hubiera entre cuatro y ocho mujeres públicas por compañía. La media era de seis, aunque, a finales del siglo XVI, el archiduque Alberto redujo la cifra a tres y exigió que disimularan su rol haciéndose pasar por «lavanderas u otro oficio honesto». Más «espléndido», el maestre de campo Sancho de Londoño, que se pasó la vida a caballo entre la espada y la pluma, razonó en su Discurso sobre la forma de reducir la disciplina militar a mejor y antiguo estado que «débese permitir que haya al menos ocho mujeres por cien soldados», porque «las repúblicas bien ordenadas permiten tal género de gente por excusar mayores daños».

Así era. Durante la Edad Media, la doctrina del mal menor, formulada por san Agustín, había persuadido a la Iglesia de la inevitabilidad de los burdeles, y, en los siglos XVI y XVII, ese debate estaba ya superado. A pesar de ello, la prostitución ambulante no acabó por entero con los abusos en las plazas conquistadas, ni con las tropelías en los hogares de los civiles, aunque la violación estuviera penada con la muerte. Sin embargo, y por traer a colación un estudio reciente de la Universidad Católica de Lovaina, no se ha hallado una huella genética significativa de españoles entre los flamencos y holandeses cuyos ascendientes vivieron en Malinas, Aalst, Amberes o Zichem en la época de la Furia española.

Demasiadas mujeres

En 1532, Martín García Cereceda, autor de un tratado sobre las campañas de Carlos I, comentaba que el ejército imperial que acudió desde Lombardía en socorro de la Viena amenazada por Solimán el Magnífico sumaba nada menos que dos mil quinientas mujeres. Fue preciso despedir a las que no contaban con una póliza de autorización «y no bastando todavía este rigor, el maestre de campo Machacao mandó ahorcar a una mujer española». En su traducción de El soldado cristiano, de Antonio Possevino, Diego de Mora anotó, exageradamente, que, para los cinco o seis mil españoles en Flandes, había hasta dos mil meretrices, prestas a cometer «un número infinito de pecados».

Los mendigos (1635), por Sébastien Bourdon. Museo del Louvre, París. Foto: Getty.

Se hacía imperioso, pues, regular un estado de cosas muy irregular. Frente a las que vivían amancebadas bajo la protección de un militar, en 1555 el duque de Alba insistió en que nadie llevara a ninguna mujer, «salvo que sea su esposa», y amenazó con el destierro y la inhabilitación a los soldados y oficiales que se agenciaran «amigas particulares» (el de Alba fue el primero que impuso controles médicos a las prostitutas para atajar la sífilis). La misma idea la encontramos en 1568 en Maastricht o en Portugal en 1580, donde se subrayaba que las mujeres no podían pernoctar en el campamento, sino en los cuarteles públicos dispuestos a tal fin, bajo pena de doscientos azotes a quienes contravinieran la orden.

Nada tenía que ver esa disciplina con el caos del periodo terminal de los tercios, cuando los cuarteles semejaban «aldeas llenas de mujeres y de muchachos», según la queja proferida por Felipe IV en sus ordenanzas de 1632. El gobernador Otón Enrique del Carretto y Savona fue aún más lejos en una carta dirigida a Carlos II en 1694, al advertirle de que sus tropas eran un conjunto de jóvenes, ancianos, mujeres y solo un pequeño número de verdaderos soldados.

Y es que el «otro» ejército parecía más voluminoso que el ejército mismo, tal como plasmaron unos pastores de Bramante que lo vieron pasar por Bergen-op-Zoom. Geoffrey Parker, en El ejército de Flandes y el Camino Español, aporta datos como que los veteranos españoles que partieron en 1577 de los Países Bajos sumaban 5.300 soldados y dos mil lacayos, pero pidieron víveres ¡para veinte mil!, o que, en la guarnición de Bolduque, de las 5.519 personas que allí había, solo tres mil eran soldados.

Esposas de aquí o allá

Tal como hemos visto, las ordenanzas no prohibían expresamente que los soldados fueran acompañados de sus esposas (aunque preferían a los solteros), y, en no pocas ocasiones, estos contraían matrimonio en su destino, a ser posible con una aristócrata flamenca o italiana que les reportara seguridad y títulos. A principios del siglo XVII, este tipo de desposorios no era todavía muy frecuente, pero, a medida que avanzó la centuria, la proporción de matrimonios mixtos fue aumentando, y no hay más que recordar el caso de los secretarios reales Esteban Prats o Miguel Prado, casados ambos con mujeres flamencas.

Pero el matrimonio, mixto o no, nunca fue un sacramento que el Imperio estimulara entre la milicia. Como resumen Fernando Martínez Laínez y José María Sánchez de Toca en el ya clásico Tercios de España, la Corona lo contemplaba «como una fuente de problemas, ya que ni las soldadas ni los alojamientos estaban previstos para sostener a una familia». Lo peor era cuando el soldado fallecía y la Hacienda Real tenía que ocuparse de la manutención de su viuda e hijos, lo que inspiró el lamento de Felipe IV por tener que «mantener dos ejércitos, uno de vivos que me sirven y otro de los muertos que me sirvieron, en sus mujeres e hijos que no pueden servir».

A esos aprietos crematísticos se añadían los tumultos de los soldados que se retaban a duelo por cuestiones de faldas, así como la percepción de que luego no daban la talla en el campo del honor o de que eran más propensos a amotinarse, azuzados por sus consortes para que reclamaran las pagas que se les debían. De hecho, las revueltas solían estallar durante las campañas más largas, cuando los soldados «se acompañaban con las mujeres y se llenan de hijos», como escribió el cardenal Bentivoglio.

Retrato de Cardenal Guido Bentivoglio (primera mitad de siglo XVII), por Anton van Dyck. Galería Pallatina en el Palacio Pitti, Florencia. Foto: ASC.

Para sortear esos conflictos, el número de licencias matrimoniales se redujo en 1632 a un sexto de cada unidad, y los capitanes, alféreces, sargentos, soldados particulares y aventajados se vieron obligados a pedir permiso a su superior para casarse. Al rey le resultaba intolerable que los soldados le dieran el «sí, quiero» a «mujeres pobres y de ruin reputación», lo que, en su opinión, les empujaba a cometer todo tipo de indignidades para mantener su alojamiento. Y, encima, los que contraían matrimonio con nobles fundaban «la consideración de la hacienda en el sueldo que llevan mío», y no en la dote de la esposa.

Esas disposiciones de Felipe IV pintan un cuadro bastante desolador de la situación de los tercios en el segundo cuarto del siglo XVII, con trazos de indisciplina, falta de templanza y exceso de comida, que restaban agilidad a la tropa y, naturalmente, afectaban también a las mujeres (a propósito del rancho, estas recibían la mitad que los soldados, igual que los mozos).

La visita a la granja (1597), por Jan Brueghel el Viejo. Foto: Getty.

¿A qué se dedicaban?

En El aventurero Simplicissimus, la novela de Von Grimmelshausen sobre la guerra de los Treinta Años, nos topamos con una retahíla de oficios ejercidos por las esposas de los soldados, a las que estos seducían, más que por amor, para que los mantuvieran. No es complicado deducir cuáles eran: las mujeres cosían, lavaban, almidonaban, vendían tabaco y ropa vieja, regateaban cualquier mercancía, recogían frutos o hierbas para la ensalada y ejercían de parteras. Así, no es de extrañar, como puntualiza Enriqueta Zafra, que a estas «piedras rodaderas» se las tuviera por «chicas para todo», puesto que servían de «compañeras sexuales, lavanderas, cocineras, remendadoras y “mulas”».

Las mujeres se deslomaban para ganarse el pan de munición, compuesto de trigo y centeno, dieta básica de esos nómadas de la guerra. «La vida de las esposas de los soldados —señala Antonio José Rodríguez Hernández en Breve historia de los Tercios de Flandes— era difícil, pues además de cocinar y encargarse de los niños, tenían que realizar tareas para otros, como limpiar, lavar, coser o arreglar ropa para poder conseguir un poco de dinero extra para su familia». A las comerciantes que dispensaban víveres a los soldados, supliendo la carestía de los proveedores «oficiales» del Camino Español, se las denominaba vivanderas, del francés vivandier, un oficio que los tercios pusieron de moda en el Viejo Continente.

Dos mujeres cosiendo (h. 1640-57), por el pintor Geertruydt Roghman. Foto: Getty.

Por último, en los hospitales de campaña, y junto con los médicos, estudiantes, barberos de oficio y veedores, las enfermeras atendían a los soldados, mientras que otras les hacían la colada. En 1585, Alejandro Farnesio abrió el primer hospital permanente en Malinas «para remedio, alivio y consuelo de los soldados», con un presupuesto que se comía el 1% del total del ejército de Flandes; e, igualmente, existió una institución para acoger a las hijas de los soldados españoles.

De armas tomar

Las Fuerzas Armadas siguen siendo una institución mayoritariamente masculina, en la que apenas el 12,8 % de sus miembros son mujeres. Durante los ciento cincuenta años en que los tercios fueron el asombro de Europa, las mujeres se mantuvieron en la retaguardia, pero, llegado el caso, dieron sobradas muestras de coraje, tal como sucedió en la villa de Weert en 1572, cuando las esposas de los soldados pelearon «con la osadía con que lo hacían sus maridos», en palabras de Bernardino de Mendoza.

El nombre de Catalina de Erauso, la monja pendenciera que sintió la llamada de Indias, trascendió gracias a la publicación de sus memorias, que vieron la luz en París en 1829. Y hay referencias a una tal María de Montano, quien, en la expedición de Carlos I a Argel de 1541, reunió a trescientos mozos, los armó con picas y se defendió junto a ellos de los quinientos caballos moros que les asaltaron, al grito de «Ea, hijos, defendamos lo que nos encomendaron; no ganen honra con nosotros estos perros».

Retrato de Catalina de Erauso (hacia 1626), atribuido a Juan van der Hamen. Foto: ASC.

Tampoco es muy conocida la historia de María la Bailadora, de cuya existencia sabemos solo por la Relación del Progresso de la Armada de la Santa Liga, publicada en 1577 por el soldado Marco Antonio Arroyo, testigo de sus agallas en Lepanto. El párrafo en cuestión dice: «Pero mujer española hubo, que fue María, llamada la Bailadora, que desnudándose del hábito y natural temor femenino, peleó con un arcabuz con tanto esfuerzo y destreza, que a muchos turcos costó la vida. Por lo cual, ultra que D. Juan le hizo particularmente merced, le concedió que de allí en adelante tuviese plaza entre los soldados, como la tuvo en el tercio de D. Lope de Figueroa».

¿Quién era María la Bailadora? Los datos son muy resbaladizos, y allí donde la historia no llega, la ficción ha acudido en su rescate, con obras como la comedia El águila del agua y batalla naval de Lepanto, de Luis Vélez de Guevara, en la que la sevillana Almendruca se cuela en el buque insignia de Don Juan de Austria para acompañar a otro hampón y admira a todos por su heroísmo, peleando con medio remo.

Así, suponemos que María la Bailadora acompañó a su amante a la guerra y que, disfrazada de hombre, logró pasar desapercibida entre la soldadesca, algo improbable por la falta de holgura en las galeras, pero tampoco imposible. Al fin y al cabo, Ana de Soto, la primera soldado de infantería de Marina, se hizo pasar por varón durante cuatro años a finales del siglo XVIII, hasta que fue descubierta en un examen médico al caer enferma.

Desde la trinchera

La historia de las mujeres de los tercios se ha escrito con una tinta de olvido y desdén. Durante el esplendor del ejército de los Austrias se jugaron la vida en un territorio hostil, sufrieron en sus carnes el hambre y sobrevivieron —no todas, por supuesto— a las enfermedades y a la violencia física. Truculento, el capitán Alonso de Contreras zanjaba en un par de líneas cómo había asesinado a su esposa y al amante de esta en Sicilia: «Su fortuna los trajo a que los cogí juntos una mañana y se murieron. Téngalos Dios en el cielo si en aquel trance se arrepintieron».

Incluso las que nacían de buena cuna, como Beatriz de Mendoza, que se «alistó» en el ejército de Flandes en tiempos del gobernador Juan de Austria, acababan mal. Tras desvivirse por los soldados, a los que repartió pan, queso, vino y cerveza entre las trincheras de Maastricht, murió en la más absoluta miseria, en una caballeriza sobre un haz de paja, olvidada por los príncipes, señores, maestres de campo y capitanes a los que una vez había amado.

* Este artículo fue originalmente publicado en la edición impresa de Muy Historia.

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