El 6 de diciembre de 2024 una noticia sorprendió a España: una mujer revive en un tanatorio de Palma. Se trata de una anciana que fue declarada muerta en el hospital Joan March y que, posteriormente, fue trasladada al tanatorio de Son Valentí. Allí, los empleados notaron que los dedos de una mano se movían, un indicio de algo horripilante: aún estaba viva. Inmediatamente, alertaron a los servicios de emergencia, quienes confirmaron que la mujer presentaba constantes vitales. Fue trasladada de nuevo al hospital, donde permanece ingresada en estado muy delicado.
Vivimos una época en la que la muerte parece algo que no nos va a tocar jamás, que hacemos planes para años en adelante, donde además nos atrevemos a firmar hipotecas para toda una vida y más allá. Los humanos del siglo XXI viven como si fueran inmortales, aunque hay algo que no ha cambiado ni un ápice, estos humanos siguen teniendo sobre sus cabezas uno de los terrores más profundos que ha sometido a la humanidad: el de padecer una muerte dolorosa, en sus versiones más escalofriantes está la de ser ahogado o quemado vivo, aunque por encima de todas está la que podría estremecer al más valiente de los mortales: ser enterrado vivo. Algo que en la antigüedad podría ser una posibilidad si sufrías catalepsia.
La histeria por ser enterrado en vida
Durante el siglo XIX se hizo particularmente viral el hecho de que a varias personas se las hubieran encontrado en sus féretros con signos de haber sido enterradas aún con vida, lo que condujo a una histeria colectiva que obligó, rápidamente, a buscar soluciones de lo más rudimentarias. Entre otras, la construcción de ataúdes con sistema de ventilación o, una de las más conocidas, que consistía en atar unas cuerdas al fallecido que sostenían unas campanas o banderines colocados en el exterior de las lápidas para que este tocara en el caso de que despertarse. Hay incluso un término para las personas que tienen miedo a ser enterradas vivas: tafofobia.

Esta macabra moda se llevó a cabo entre 1810 y 1910, cuando se registró el mayor número de casos de enterramientos de seres vivos a consecuencia de una enfermedad neurológica conocida como la catalepsia. Esta patología consiste en la pérdida momentánea de la sensibilidad y de la movilidad que ocurre a causa de algún trastorno neurológico o estado hipnótico. De modo repentino, el cuerpo se inmoviliza en cualquier postura que quede colocado, en algunos casos los pacientes siguen viendo y oyendo todo a su alrededor sin poder articular movimiento o sonido.
Las cuatro muertes de Carolina Coronado
En España durante esos años se fraguaba la corriente más confusa y mitificada de la literatura española, el Romanticismo. Todos leímos en el instituto a Bécquer o Espronceda, pero ningún currículo de ninguna ley educativa y la mayoría de las antologías se olvidaron de muchos otros fundamentales sin los cuales no se explicaría ni certera ni objetivamente esta corriente decimonónica. Por eso hoy traemos a una escritora de la que probablemente se inspiró el sevillano Gustavo Adolfo para crear sus golondrinas, una autora fascinante, con una obra extensa y cuidada, donde el espíritu romántico aparece desde su primera creación hasta su última carta, una vida de luces y sombras digna del mejor guión de cine, la extremeña Carolina Coronado (1820-1911). Los poemas de Carolina Coronado son de una belleza extrema y la biografía de Carolina Coronado un compendio de extravagancias y circunstancias poco habituales.

Nacida en el mismo pueblo que Espronceda, Almendralejo, su existencia está marcada por los constantes delirios y supersticiones que rozan la más tétrica de las historias de terror. Desde muy pequeña dice poder contactar con espíritus de seres difuntos, concretamente el de su padre fallecido tiempo atrás. Las apariciones de su progenitor, algunas incluso en misa, provocaron en Carolina constantes desmayos, convirtiendo su salud en débil y enfermiza. Estos pequeños sustos harán de extremeña un espíritu frágil e incomprendido que curiosamente creará una relación extraña con los animales, sobre todo con los pájaros. De hecho, será la muerte de una simple tórtola la que le empuje por primera vez a escribir un poema, texto que, por cierto, enterró con el propio ave, imposibilitando que lleguemos a conocerlo.
Carolina muere, por primera vez, en enero de 1844, los periódicos de la época lo publican e incluso le llegan a escribir poemas de condolencia, recibe flores en casa, coronas y muchos mensajes de ánimo a la familia, pero será un médico amigo quien dude de la muerte de la joven. Este doctor consideró que la chica se encontraba en una especie de letargo y se negó en rotundo a que la escritora fuese enterrada, de modo que la familia se dispuso a velarla hasta que el médico lo indicase. Con la piel pálida, los tirabuzones negros colocados perfectamente y un vestido blanco impoluto quedó Carolina tendida durante varios días, hasta que una mañana, de repente, volvió a la vida. El médico había salvado a la joven de un entierro terrorífico.
Carolina murió para seguir viviendo

Carolina murió para seguir viviendo y tuvo que anunciar en los mismos periódicos, que días antes anunciaron su deceso, que estaba viva y que, aunque “agradeciéndolo” mucho, evitasen seguir enviando a su domicilio mensajes de pésame.
Esta patología del sistema nervioso volvería a aparecer en su vida hasta en tres ocasiones más, familiarizándose con ella como una compañera obligada de vida. Llegó incluso a sacarle el lado positivo ya que fue la excusa para casarse con Horacio Perry. Así lo contaba él en una de las cartas que envió a sus hermanas: “Yo la amaba pero me resistía, me puse en pie para irme, ¡su corazón se paró!, no se desmayó sino que su corazón se paró de repente, instantánea, enteramente. Yacía muerta delante de mí. Pero no, un minuto, dos, no sé, me pareció un año, de pronto como si su pecho se abriera de golpe con un soplo que se podía haber escuchado en el apartamento contiguo y que convulsionó todo su esqueleto, el corazón latió de nuevo, reanudó penosamente sus funciones”. Ante tal temor, el joven Horacio se casó con la escritora no una, sino dos veces.
«Y no temas si alguna se despierta,
Carolina Coronado
que si te logro ver, de gozo muero,
y aunque después lo cante al mundo entero,
¿qué han de decir los vivos de una muerta?»
Sin embargo, no será hasta el fallecimiento de su primer hijo varón cuando Carolina comience a tener una intensa relación de amor y odio con la muerte. Años más tarde también vaticinó la de su propia hija Carolina, de modo que cuando falleció la primogénita, de veinte años de edad, a causa de unas fuertes fiebres provocadas por el sarampión, la autora enloqueció. Su propia hija menor contempló a su madre correr de un lado a otro cortándose los tirabuzones y gritando desesperada. Carolina parecía negar la evidencia y ordenó embalsamar a su hija con la esperanza de conservarla incólume, la cubrió de joyas e hizo un trato con las monjas clarisas del convento San Pascual, en el Paseo de Recoletos de Madrid, para que dejaran el cuerpo de su hija en un armario de la sacristía. “No abrir, propiedad de Carolina Coronado”.

Cuando su marido descubrió la demencia de su esposa y la soledad en la que se encontraba su hija menor, decidió cambiar de aires y se trasladaron a un palacio en la ciudad de Lisboa. Sin embargo, este nuevo lugar se convertiría en la propia tumba de Carolina ya que nunca más volvería a salir de él. Es más, tampoco recuperaría nunca la vida social, negándose incluso a que su nombre apareciera en cualquier escrito, congreso o referencia poética. Vivió un eterno luto.
Una momia en casa
Al fallecimiento de su esposo, ordenó su embalsamamiento e inhumación en un sarcófago que mandó colocar en una capilla de la que disponía la propia residencia palaciega, allí rezaba a su lado cada día. Le seguía hablando como si estuviera vivo, incluso llegaba a discutir con él.
Carolina se enfadó con la muerte que parecía negarse a sus deseos, ella quería morir en vez de sus seres queridos, creía que sus episodios de catalepsia habían sido un desafío para la Parca, quien como castigo a su insolencia le había permitido vivir hasta ver fallecidos a casi todos los suyos. Finalmente, terminó su vida a los 90 años siendo su yerno quien pusiese fin a esta locura, dándole sepultura junto a su marido en el cementerio de Badajoz. Igualmente, recogió a su cuñada años después del armario del convento madrileño para darle un descanso en un lugar más apropiado.

Nuestra autora fue una insobornable activista feminista, luchó contra la esclavitud en Cuba a través de su amistad con la reina Isabel II y creó un salón de tertulias literario que se convirtió en el centro neurálgico de las corrientes artísticas de la época, convirtiéndose, de este modo, en todo un referente para las artes del siglo XIX.
De cualquier forma, la catalepsia no fue el peor de los castigos que sufrió la poetisa sino la relegación al olvido de su obra. Nunca fue incluida en la selecta lista de poetas y escritores del Romanticismo español aun teniendo una vida que buenamente pudiera haber sido escrita por el guionista más macabro de Tim Burton. Un final terrorífico para una mujer acostumbrada a tratar de tú a tú a la de la guadaña.
Afortunadamente, podemos encontrar su obra en la Biblioteca Digital Hispánica, disponible on line.
Ataúdes de seguridad
Los ataúdes de seguridad fueron inventados en el siglo XIX como respuesta al temor generalizado de ser enterrado vivo, un miedo conocido como tafofobia. Estos ataúdes estaban equipados con mecanismos que permitían a una persona que despertara dentro de ellos alertar a los que estaban en la superficie, mediante campanas, banderines o tubos de ventilación. También incluían sistemas de ventilación para asegurar el suministro de aire y, en algunos casos, mecanismos que permitían abrir el ataúd desde dentro.
El contexto histórico en el que surgieron estos ataúdes está marcado por las limitaciones médicas de la época, que a veces hacían difícil distinguir entre la muerte y estados de inconsciencia profunda. Aunque los ataúdes de seguridad reflejan el ingenio y los miedos de la época, con el avance de la medicina y los diagnósticos más precisos, su uso se volvió innecesario y cayeron en desuso.
La tecnología responde a las necesidades de los seres humanos y la histeria de ser enterrado vivo se convirtió en una necesidad. De ahí que incluso haya patentes de ataúdes de seguridad, como la de J. J. Toolen de 1908: "Esta invención se refiere a un ataúd de seguridad mejorado que ha sido diseñado con el propósito de permitir que las personas que están solo aparentemente muertas y han sido enterradas prematuramente puedan ser rescatadas fácilmente y también con el propósito de permitir que dichas personas puedan salir del ataúd".
