El papa Inocencio III hizo un llamamiento a una Cuarta Cruzada a la que se sumaron miles de caballeros, que se fueron reuniendo en las afueras de Venecia en la primavera de 1202 para embarcar hacia Palestina. Pero el dux de Venecia, Enrico Dandolo, convenció al jefe de los cruzados, Bonifacio de Montferrato, de unir sus fuerzas para ayudar a Alejo IV a derrocar a Alejo III del trono bizantino, razón por la que cambiaron el destino de la Cruzada y la dirigieron hacia Constantinopla, adonde llegaron en 1203.
Una vez desbancaron del trono a Alejo III, pusieron en su lugar a Alejo IV, que incumplió su promesa de pagar a los caballeros europeos los servicios que le habían prestado. Tras varios meses de continuos conflictos, los habitantes de Constantinopla derrocaron a Alejo IV y lo sustituyeron por Alejo V, lo que provocó una nueva intervención de los cruzados, que saquearon la ciudad destruyendo sus iglesias y palacios y asesinando a hombres, mujeres y niños.
Concluida la orgía de sangre, los cruzados establecieron en abril de 1204 un Estado latino cuyos dirigentes gobernaron Bizancio con puño de hierro, manteniendo al margen del poder a los ortodoxos.

Así concluyó la que se denomina Cuarta Cruzada, cuyos integrantes nunca pisaron Jerusalén ni los Santos Lugares. En su loca violencia, los cruzados destruyeron una gran ciudad y debilitaron al Imperio bizantino. Tuvieron que pasar varias décadas para que las autoridades de Bizancio pudieran volver a su capital. Pero el Imperio que restableció Miguel VIII Paleólogo en el año 1261 ya no era la temible potencia que había logrado contener el avance de los turcos durante varios siglos.
Búsqueda de financiación
Mientras los integrantes de la Cuarta Cruzada abandonaban Constantinopla para regresar a Europa, los templarios de Tierra Santa ya habían recuperado su prestigio gracias a los maestres Gilberto Érail, Felipe de Plessis y Guillermo de Chartres, cuyo buen gobierno e inteligencia hicieron olvidar los años que estuvo al frente de la Orden el funesto Gerardo de Ridefort. En Palestina y en los reinos cristianos del Viejo Continente, el Temple volvió a ser visto como una venerable institución religiosa y guerrera.
Animado por el éxito alcanzado por los ejércitos castellanoleoneses en las Navas de Tolosa, el papa Inocencio III convocó la Quinta Cruzada en 1217, aunque su muerte la paralizó unos meses. Fue su sucesor, Honorio III, quien la retomó con la ayuda de los templarios, que buscaron financiación por toda Europa para llevarla a cabo.

Alemanes, franceses, austríacos, holandeses y húngaros acudieron a la llamada del nuevo pontífice. Pero, como ocurrió en otras ocasiones, la organización de la expedición militar fue un caos. Los caballeros e infantes europeos que iban llegando a Acre amenazaban con alterar el orden de la ciudad, y fueron los templarios y hospitalarios los que tomaron las riendas para imponer un cierto orden entre los cruzados.
En aquel entonces, los cristianos creían que Damieta era crucial para controlar el camino hacia la Ciudad Santa. Sin embargo, esa ciudad egipcia era una trampa mortal, sin apenas valor estratégico. Pese a todo, “el consejo de guerra formado por Juan de Brienne, rey de Jerusalén, por el duque Leopoldo de Austria y por los grandes maestres del Temple, del Hospital y de los caballeros teutones decidió atacar Damieta”, escribe Robert Payne en su libro El sueño y la tumba: una historia de las cruzadas.
A mediados de septiembre de 1218, el cardenal Pelayo arribó a Egipto anunciando que el pontífice lo había nombrado jefe de la cruzada, lo que molestó en extremo al rey Juan de Brienne. El cardenal español era áspero en el trato, muy poco diplomático y sin preparación alguna en cuestiones militares. A pesar del malestar que generó entre los cruzados, la campaña prosiguió a buen ritmo. Finalmente, en la noche del 5 de noviembre de 1219, el rey Juan logró tomar Damieta sin apenas violencia.
Cuando entraron en ella, comprendieron por qué había sido tan fácil su captura. Las calles de Damieta estaban repletas de cadáveres de personas que habían fallecido a causa de la peste. Los cronistas cifraron las víctimas mortales del asedio en unas ocho mil personas. La mezquita fue convertida en iglesia y las riquezas de la ciudad se repartieron entre los caballeros y los clérigos. El cardenal Pelayo volvió a entrometerse, al asegurar que aquel botín era de la Iglesia y no de los caballeros, momento en que el rey Juan amenazó con abandonar la Cruzada y regresar a Antioquía. Durante un tiempo, el delegado papal no volvió a abrir la boca.
Breve período de paz
Poco a poco, muchos caballeros regresaron a Europa; tenían total libertad y nadie les podía obligar a nada. La falta de acción y las falsas promesas del emperador alemán Federico II de acudir a Tierra Santa al frente de un ejército imponente fueron minando la moral de los cruzados. Mientras tanto, el cardenal Pelayo volvió a hacerse odioso entre los caballeros que todavía permanecían en campaña. Arropado por su manto religioso, el enviado papal bramaba contra la afición a la bebida de los cruzados.
A finales de julio de 1221, Pelayo ordenó un ataque masivo contra el sultán Al-Kamil. El rey Juan asumió de mala gana el mando del ejército cruzado y lo dirigió hacia Sharimshah, una ciudad que estaba a medio camino entre Damieta y Mansura. Todos pensaron que la vía a El Cairo estaba libre, pero se equivocaban. El sultán ordenó abrir las compuertas de una presa cercana, cuyas aguas barrieron al ejército cristiano. Los hombres quedaron atrapados en el lodazal y perdieron alimentos y todos sus pertrechos.

La mala cabeza del cardenal les había metido de lleno en una trampa de la que no podían salir. Al-Kamil se mostró benévolo con los cristianos, a los que respetó sus vidas y les ofreció una tregua de ocho años. Los cruzados asumieron su derrota y pudieron volver libremente a sus hogares. Durante un pequeño lapso de tiempo, musulmanes y cristianos quedaron en paz.
Las promesas de Federico II
En realidad, la Quinta Cruzada no sirvió para nada, ya que no alteró el equilibrio de poder que había en Palestina. Sin embargo, el fiasco de aquella campaña en Tierra Santa no desanimó al nuevo papa, Gregorio IX, que hizo un llamamiento para organizar la Sexta Cruzada.
Tras ser coronado en Aquisgrán en julio de 1215, el emperador alemán Federico II había anunciado que su primera medida iba a ser encabezar una nueva expedición armada a Palestina. Pero pasaron los años y el emperador no cumplió su palabra, lo que desesperó al papa Honorio III.

En marzo de 1223, se celebró una conferencia extraordinaria para tratar el tema de la Cruzada. De esa reunión surgió un nuevo plan para agilizar las cosas en Tierra Santa, que consistía en unir en santo matrimonio a Federico II con Isabel, la hija del rey Juan de Brienne y heredera del trono de Jerusalén. La ceremonia fue por poderes en la iglesia de la Cruz de Acre. De esa forma, sin mayor esfuerzo, Federico II se convirtió en rey de la Ciudad Santa. Pero el papa no le reconoció ese título y siguió tratando como rey de Jerusalén a Juan de Brienne.
La Ciudad Santa, recobrada
El nuevo papa Gregorio IX era un anciano irascible que no comprendía las vacilaciones del emperador alemán a la hora de emprender la Cruzada. Además, el pontífice sabía que Federico II mantenía correspondencia secreta con el sultán de Egipto, por lo que decidió excomulgarlo. A pesar del castigo que recibió del papa, el emperador se puso finalmente al frente de la nueva expedición militar, en el año 1227.
Dos años más tarde, el monarca alemán entraba triunfalmente en la ciudad y volvía a proclamarse rey de Jerusalén en una ceremonia a la que no asistieron los maestres del Temple ni del Hospital, que le rehuían al saber que había caído en desgracia ante el papa. Ajeno a las habladurías, el emperador concertó un tratado con el sultán egipcio Al-Kamil, que fue firmado en Jafa el 11 de febrero de 1229. Federico renunció en nombre de los cristianos a cualquier tentativa de conquistar Egipto, lo que alarmó a los clérigos cristianos.

“Lo que más desagradaba al papa era que un emperador excomulgado hubiese tenido éxito donde hombres mejores habían fracasado. Por primera vez en cuarenta y dos años, los cristianos podían peregrinar libremente al Santo Sepulcro”, afirma Robert Payne. Poco después, Federico II debió aburrirse de la nueva corona que ceñía su cabeza, pues abandonó Palestina a toda prisa, dejando a la Ciudad Santa compuesta y sin rey.
La dicha de los cristianos no duró mucho. En 1244, el sultán de Egipto, Ayub, tomó Jerusalén y amenazó otras localidades cristianas. El desaliento de los cruzados aumentó en octubre de ese año cuando sus caballeros volvieron a ser masacrados en La Forbie, cerca de Gaza, por el poderoso ejército mameluco que encabezaba el general Baibars. En la batalla participaron unos trescientos templarios, de los cuales solo se salvaron treinta y tres. Las bajas mortales en el grueso del ejército cristiano ascendieron a unas cinco mil. A partir de entonces, comenzaron a cernirse negros nubarrones sobre los Santos Lugares.