En 1229, el emperador alemán Federico II había conseguido entrar sin apenas oposición en Jerusalén, proclamándose rey de la ciudad. A pesar de su temprana espantada, los cristianos pudieron peregrinar hasta la Ciudad Santa durante un largo tiempo hasta que, en julio de 1244, el sultán de Egipto Ayub la conquistó y arrasó, masacrando a sus habitantes. A partir de ese momento, la situación en los Santos Lugares se tornaría muy complicada.
Emboscada en Damieta
El Islam había vuelto a conquistar Jerusalén, sumiendo en la tristeza a la Cristiandad. Meses después se celebró el Concilio Ecuménico de Lyon, presidido por el papa Inocencio IV, quien convocó la Séptima Cruzada. La dirigió el rey francés Luis IX: sería el último monarca europeo en emprender una expedición militar a Tierra Santa. Salió de París el 12 de junio de 1248 y se dirigió hacia Aigues-Mortes, donde embarcó con su ejército hacia el puerto de Limasol, en la costa meridional de Chipre.
El monarca quería partir de inmediato hacia Palestina, pero sus caballeros le convencieron de que era mejor pasar el invierno en la isla para acumular provisiones. Cuando llegó la primavera, la flota partió hacia Tierra Santa, pero con tan mala suerte que una violenta tormenta la dispersó días después. Cuando amainaron los vientos, el rey reunió a los barcos que quedaban y ordenó partir hacia la ciudad egipcia de Damieta. Por aquel entonces, los caballeros cristianos pensaban que para recuperar Jerusalén era preciso acabar antes con los egipcios.

Una vez desembarcaron en Egipto, el monarca y su ejército avanzaron hacia el norte. Al llegar a Mansura, encontraron sus puertas abiertas de par en par. Sin pensárselo dos veces, los cruzados se internaron en la ciudad, sin advertir que los mamelucos de Baibars estaban agazapados en las azoteas de los edificios. La emboscada causó la muerte a doscientos ochenta y cinco templarios. Los supervivientes se rindieron y Luis IX fue apresado. La ciudad de Damieta se entregó a los egipcios.

Durante su cautiverio, el monarca francés vistió harapos hasta que comenzaron las negociaciones para su liberación, momento en que sus captores le permitieron adecentarse con telas más lucidas. La mitad de la desorbitada suma de dinero que exigieron los egipcios se reunió con relativa facilidad, pero el hermano del rey, Alfonso, conde de Poitu, tuvo que quedarse en Damieta como garantía de la otra mitad del rescate. La salida de Luis IX de prisión vació las arcas del tesoro francés y las del Temple. La falta de preparación militar del monarca y sus alocadas decisiones provocaron la muerte de unos cincuenta mil hombres, unos por inanición o por la peste y otros caídos en los campos de batalla.
En el año 1215, el jefe mongol (tártaro) Gengis Kan unificó las tribus de las estepas y creó un gran imperio. Uno de sus sucesores, llamado Hulagu, tomó Bagdad (1258) y causó una gran devastación en la parte oriental del califato abasí. La victoria de los mongoles hizo que el Islam se replegara sobre sí mismo. Por primera vez, los seguidores del Profeta sintieron que su propia supervivencia estaba amenazada.
El vertiginoso avance del ejército mongol, con el apoyo de los cristianos de Armenia, estaba a punto de lograr lo que no habían podido resolver siete Cruzadas. Sin embargo, aquel escenario desfavorable al Islam dio un vuelco inesperado dos años después de la caída de Bagdad, cuando el ejército mongol fue derrotado por los mamelucos. La victoria musulmana puso fin a las ambiciones mongolas en Tierra Santa.
La conquista del sultán mameluco
En la segunda mitad del siglo XIII, comenzaron a sentirse los primeros síntomas de la grave crisis económica que afectó a Europa durante la Baja Edad Media. La llegada de peregrinos a Tierra Santa cayó en picado y los hermanos del Temple centraron sus esfuerzos en defenderse de los ataques externos, tanto de los musulmanes como de algunos reinos europeos. Las donaciones a la Orden disminuyeron y los templarios tuvieron grandes problemas para hacer llegar fondos económicos a los enclaves que todavía controlaban en Tierra Santa.

En 1268, el sultán mameluco Baibars conquistó Antioquía, que durante dos siglos había simbolizado el éxito de la Cristiandad en Palestina. Los caballeros del Temple tuvieron que abandonar sus castillos de Baghras y la Roca de Russole, lo que fue el primer anuncio del fin de su presencia en Tierra Santa. En aquel momento crucial, el monarca aragonés Jaime I quiso organizar una nueva cruzada, en 1269. Pero una tormenta afectó gravemente a la flota que se dirigía a Palestina, obligando al monarca a dar marcha atrás y regresar a Barcelona.
Pérdida del Krak de los caballeros
Por su parte, el rey Luis IX de Francia organizó en 1270 la Octava Cruzada en Túnez, para iniciar desde allí la conquista de Tierra Santa. De esa manera pretendía aliviar su mala conciencia por el fracaso experimentado veinte años antes en su intento de recuperar Jerusalén. Pero falleció poco después, lo que supuso el drástico final de la nueva aventura militar cristiana en los Santos Lugares.

Mientras tanto, el ejército de Baibars conquistó el inexpugnable castillo hospitalario del Krak. Aquella pérdida fue un duro revés para los esfuerzos del Temple y del Hospital de asegurar la presencia cristiana en Palestina.
En 1277, Baibars murió envenenado, lo que proporcionó una tregua momentánea a los cristianos. Pocos años después, Qalawun, nuevo sultán de Egipto, reinició la ofensiva contra los cruzados tomando Trípoli. En aquel momento, los territorios en poder de los cristianos se habían reducido a una estrecha franja costera de apenas veinte kilómetros de ancho en la que destacaba la ciudad de Acre, el último bastión de los templarios en Tierra Santa.

Negociaciones infructuosas
El 5 de abril de 1291, el nuevo sultán de Egipto, Al-Ashraf Jalil, hijo de Qalawun, que había fallecido poco antes, encabezó un ejército integrado por cuarenta mil jinetes y más de ciento cincuenta mil hombres, una cifra espectacular para la época. Frente a ellos se encontraban unos pocos miles de templarios, hospitalarios, venecianos, genoveses, franceses, ingleses y un puñado de caballeros del rey de Chipre. Tras varios días de sufrir el acoso de las catapultas, los templarios que defendían Acre organizaron una salida para destruir algunos de aquellos infernales ingenios, pero el ataque sorpresa fue un desastre.
Semanas después, el rey de Chipre llegó al puerto de Acre con víveres y soldados de refuerzo. Se intentaron establecer negociaciones con el sultán, pero fueron infructuosas. Los continuos bombardeos comenzaron a hacer mella en las murallas de la ciudad. El 8 de mayo, la Torre Maldita se desplomó, y diez días después el maestre del Temple murió en una refriega. La situación se hizo tan insostenible que los cristianos iniciaron la huida en barco, aunque no todos pudieron embarcar a tiempo. Los que no lograron escapar de la ciudad se defendieron en la fortaleza del Temple. El sultán los engañó prometiéndoles que respetaría sus vidas si entregaban el edificio.
La caída del espíritu cruzado
Parte de los agotados defensores se entregaron en las puertas de la ciudad, siendo decapitados de inmediato. Poco después, los últimos resistentes fueron masacrados por las tropas mamelucas. El 28 de mayo de 1291, Al-Ashraf Jalil hizo su entrada triunfal en la ciudad, donde ya no quedaba un solo cristiano con vida. Los templarios tuvieron que replegarse a Chipre, donde organizaron su nueva sede. La caída de Acre simbolizó el final de las Cruzadas en Tierra Santa y fue el anuncio de la definitiva debacle que se avecinaba para la Orden del Temple.
El 18 de marzo de 1314, el maestre Jacques de Molay y una treintena de templarios fueron quemados en una pequeña isla del río Sena. Tras casi dos siglos de existencia, la Orden desapareció por completo. Durante ese largo período de tiempo, los templarios fueron los principales defensores de los Santos Lugares. La recompensa que recibieron por sus servicios en defensa de la Cristiandad fue ser acusados de latrocinio y herejía por el rey francés Felipe IV y condenados a morir en la hoguera, con el beneplácito del papa Clemente V.

La crónica atribuida a Godofredo de París desvela las últimas y proféticas palabras que supuestamente pronunció Jacques de Molay antes de sufrir el suplicio: “Dios sabe que mi muerte es injusta y un pecado. Pues bien, dentro de muy poco muchos males caerán sobre los que nos han condenado a muerte”. Hacia 1316, dos años después de la ejecución del maestre del Temple, fallecieron el papa Clemente V y el monarca francés Felipe IV. Cinco lustros antes, la Cristiandad ya había perdido definitivamente el control sobre Tierra Santa.