Así se convirtió Zeus en el rey del Olimpo

Los mitos primitivos fueron dando paso a una religión forjada en torno al Olimpo, que era un fiel reflejo de la nueva sociedad griega que se estaba creando. En ella, las divinidades femeninas primigenias irían quedando desplazadas
Así se convirtió Zeus en el rey del Olimpo. Foto: Midjourney/Juan Castroviejo.

Encerrado en el Tártaro por orden de su hijo, Urano desapareció del mundo y Crono ocupó el lugar de su padre. Liberó a sus hermanos, los Titanes y las Titánides, pero dejó en el Tártaro a los Cíclopes y a los Hecatonquires. De esta manera, la religión griega desterraba a seres monstruosos, alejados de una concepción antropomórfica que, poco a poco, iba asentándose en lo más profundo de la mentalidad helénica.

Y así, las innumerables abstracciones (no todas personificadas) fueron desapareciendo del repertorio mítico, que se llenó con los relatos de esta primera generación de dioses, consiguiendo que el Caos inicial fuera reducido a un mundo de una simplicidad sorprendente: Titanes y Titánides bajo el poder del gran Crono.

Inquietante profecía

Lejos de ese mundo sagazmente simplificado, quedaron los “monstruosos” hermanos de Crono, encerrados en las profundidades del Tártaro, el sombrío lugar que, a partir de entonces, se convertiría en una suerte de cárcel para seres inmortales. En él, mutilado y deshonrado, permaneció Urano para siempre.

Entonces Crono, decidido a llenar la Tierra con hijos que perpetuaran su linaje, tomó a su hermana Rea, una de las Titánides, como esposa, poseído por un afán reproductor que se enfrió cuando Gea, su madre, le hizo una inquietante profecía: “Uno de tus hijos, más fuerte que tú, te arrebatará el poder, destronándote para siempre”.

Crono tembló entonces de furia y miedo. Pensó en arrojar a todos sus hijos al Tártaro, pero, finalmente, adoptó otra resolución. Los inmortales cuadros de Goya y Rubens muestran la determinación con la que el Titán llevó a cabo su terrible plan: decidió devorar uno a uno a sus retoños, según fueran naciendo.

Saturno devorando a su hijo
La terrible resolución del Titán –más conocido por su nombre romano, Saturno– de acabar con su prole comiéndosela dio pie a esta siniestra obra maestra de Goya, Saturno devorando a su hijo (1819-1823). Foto: Museo del Prado.

Un nacimiento que cambió el mundo

Así lo hizo con sus tres hijas, Hestia, Deméter y Hera, y con sus dos primeros hijos, Hades y Poseidón. Mas, al avecinarse el parto del más joven, de nombre Zeus, la desesperada Rea pidió ayuda a su madre, Gea, que le proporcionó un abrigo seguro en la remota y salvaje Arcadia donde parir a escondidas a su hijo. Allí nació el pequeño Zeus. Entonces Rea se aprestó al lance decisivo. Con la ayuda de su madre pulió con primor una roca, la envolvió entre pañales y, amparada por la noche, la entregó al voraz Urano que, astutamente engañado, se tragó la roca creyendo que era el cuerpo de su hijo.

El niño Zeus, empero, crecía a salvo, fuerte y sano en Creta, lejos de todos, hasta que llegó el tiempo en que estuvo preparado para ajustar cuentas con su padre.

La infancia de Zeus
La infancia de Zeus es el tema que recrea esta pintura flamenca del siglo XVII: la plácida crianza en Creta del hijo de Crono y Rea, protegido por su madre para que creciera sano y salvo lejos de su padre, al que habría de enfrentarse un día. Foto: AGE.

Una noche, mientras su esposo dormía, Rea le administró una droga purgante y, poco después, Crono vomitó el contenido de su estómago. Entonces, los dos hermanos y las tres hermanas de Zeus volvieron a nacer, llenos de odio contra su padre, dispuestos a vengarse.

Los hijos de Crono, unidos bajo el liderazgo de Zeus, sostuvieron contra su padre y los demás Titanes una feroz guerra (la titanomaquia) por la posesión del cielo. Durante diez años, el resultado permaneció indeciso y Zeus y sus hermanos, refugiados en el Olimpo –la montaña que habría de ser su morada para siempre–, comenzaron a desanimarse. Entonces, Zeus, siguiendo el consejo de su abuela Gea, la madre Tierra, liberó a los Cíclopes y a los Hecatonquires, los resentidos hermanos de su padre, encerrados en el Tártaro desde hacía largo tiempo. Cuando volvieron a ver la luz del Sol, saludaron a Zeus, su intrépido sobrino, como al verdadero soberano del mundo y se lanzaron furiosos a la lucha.

Hesíodo relata en su Teogonía la terrible guerra: el mar resonó, la tierra tembló, el vasto cielo gimió y el Olimpo se estremeció desde sus raíces. Finalmente, el consejo de Gea resultó decisivo: los Cíclopes forjaron para Zeus un arma terrible, el rayo y el relámpago, hicieron para Hades un yelmo mágico que lo volvía invisible y moldearon para Poseidón el tridente con que, en adelante, el dios agitaría mar y tierra.

Con estas armas, los tres hermanos inclinaron a su favor la balanza de una guerra que terminó definitivamente cuando los Hecatonquires, utilizando sus cien brazos, lanzaron una incesante lluvia de piedras que enterró a los titanes.

Zeus se comportó entonces exactamente igual a como lo había hecho su padre, encerrando en el Tártaro –la primera cárcel de Occidente– a los Titanes, con Crono a la cabeza.

Fin del caos, inicio de la paz

Así fue como acabó definitivamente el Caos originario. Los tres hermanos vencedores se repartieron el mundo: Zeus se adueñó del cielo y la tierra, Poseidón del mar y Hades del inframundo, un lugar que llevó para siempre su nombre. La paz olímpica comenzaba de esta manera.

Fiesta en el Olimpo
En este cuadro flamenco de 1630 aparecen los principales dioses olímpicos reunidos en torno a la mesa de un banquete y presididos, naturalmente, por Zeus, el “rey” de todos ellos. Foto: Album.

El reparto reconocía sin ninguna duda la superioridad de Zeus y sancionaba para siempre su poder de rey sobre los demás dioses. Entonces, con el Caos convertido en Cosmos, los triunfadores se impusieron una tarea fundamental para afirmar su dominio: poblar con sus hijos el mundo al que acababan de llegar. Y, otra vez, fue una labor en la que Zeus volvió a brillar por encima de sus hermanos.

El “censo” olímpico

El número de dioses que la tradición reconoce como “olímpicos” varía según las épocas y autores, aunque parece haber cierto acuerdo en que fueron doce. En primer lugar, están los seis hermanos, hijos de Crono: Zeus, Hades, Poseidón, Hestia, Hera y Deméter, aunque sólo Zeus, Poseidón y Hera son considerados olímpicos por todas las fuentes sin excepción.

Estatua de Hades
Busto de Hades. Foto: Marie Lan Nguyen.

A ellos hay que añadir a los hijos de Zeus con diferentes mujeres (diosas y mortales): Apolo, Artemisa, Atenea, Hermes, Ares, Hefesto y Afrodita, a la que, frente a Hesíodo, la tradición iniciada por Homero considera hija de Zeus. Finalmente, algunos autores consideran asimismo olímpico a Dioniso, también hijo de Zeus.

Tras el relato mítico se oculta, apenas velada, una realidad nada mítica. La religión olímpica es el reflejo de la nueva sociedad que se estaba forjando en la Tierra. Igual que los ideales patriarcales micénicos, magistralmente transmitidas por Homero, fueron desplazando todo “lo femenino” hacia una posición de servidumbre frente a “lo masculino”, así los mitos plasmaron el triunfo de los dioses masculinos indoeuropeos (especialmente Zeus) y el destierro de las divinidades femeninas primigenias, especialmente la gran madre Tierra.

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