En las noches sin luna, cuando el mundo aún no conocía la escritura ni la agricultura, nuestros antepasados alzaban la vista al cielo. No lo hacían por ocio, ni por azar: lo hacían porque allí, entre puntos brillantes y misteriosos, percibían señales, advertencias, promesas. Quizás no sabían que eso que observaban eran planetas, estrellas o cometas. Pero intuían que aquellos movimientos regulares y su comportamiento errático estaban conectados con sus vidas: las estaciones, la caza, la fertilidad, el caos o la armonía.
Miles de años antes de que nacieran las primeras civilizaciones, los seres humanos ya habían empezado a construir monumentos alineados con los solsticios, a marcar con incisiones las fases de la luna en huesos de mamut y a relacionar la aparición de ciertos astros con cambios visibles en la Tierra. Y no fue una ocurrencia aislada: en las cuevas de Lascaux, en los megalitos de Nabta Playa, en los túmulos de Irlanda y en los círculos de piedra del Cáucaso, la conexión entre el firmamento y la vida humana se repetía como una obsesión universal.
Durante siglos, muchos consideraron esta fascinación por el cielo como simple superstición. Hoy, sin embargo, los avances de la arqueoastronomía revelan algo distinto: que esa observación celeste era fruto de una inteligencia refinada, de un conocimiento profundo del entorno, y sobre todo, de una necesidad humana esencial. Observar el cielo era entender el tiempo. Y entender el tiempo era sobrevivir.
Pero además de la necesidad práctica, existía otro impulso más abstracto: el simbólico. Asociar una constelación a un animal, atribuir significado a la aparición de un cometa o vincular el nacimiento de un niño con la posición de los astros son expresiones de un pensamiento que empieza a dotar al universo de intención, de propósito. Es ahí, en ese cruce entre observación y creencia, donde empieza la astrología.
De esa fascinación —y de cómo ha moldeado nuestras culturas durante milenios— trata el siguiente capítulo. Te dejamos en exclusiva con el primer capítulo de Historia de la astrología, de Cristina Enríquez, publicado por la editorial Hestia. Una obra que nos invita a recorrer, con mirada histórica y divulgativa, el largo viaje de los humanos bajo las estrellas.
25.000 años nos contemplan, escrito por Cristina Enríquez
Mientras pule la costilla de un ciervo a la luz del fuego en la puerta de su cueva para fabricar una herramienta que le permitirá dejar el cuero suave, lustroso y resistente al agua, levanta la vista al cielo. Enseguida, sus facciones duras y sus cejas gruesas reflejan su sorpresa al ver un lejano punto, de un color distinto al de las estrellas —este es más verdoso y brillante— que antes no estaba ahí.
Por suerte, hace 50 000 años la contaminación lumínica no era un problema a la hora de disfrutar de ese manto de estrellas que esta vez tenía un plus, así que decidió sentarse allí cada noche. Así vio cómo con el paso de las jornadas ese punto de luz inexplicable se hacía cada vez más grande y acababa desapareciendo. Nuestro neandertal fue el último en contemplar ese cometa que se encontraba a 640 millones de kilómetros de distancia (bautizado como C/2022 E3 ZTF cuando regresó a la Tierra hasta 2022); visión que probablemente compartiera con nuestro antepasado directo, el de la Era de Hielo. Es más, seguramente no fue el único fenómeno astronómico que contemplaron aquellos humanos. No es difícil imaginar que, por aquel entonces, el movimiento de las estrellas y el de la Luna ya causara tremenda curiosidad y perplejidad en nuestros predecesores. Y es que, algo tiene el cielo nocturno es que fascina a los humanos desde el principio de los tiempos. Da igual la civilización o la época histórica.

No sabemos a ciencia cierta a quién se le ocurrió por primera vez la idea de observar los cambios y movimientos de la naturaleza y relacionarlos con lo que les ocurría a los seres humanos, quién vio en ellos una influencia y hasta una manera de adivinar lo que les iba a ocurrir. Aunque sí que se han encontrado algunos indicios en el arte rupestre, este muestra cómo los animales y la naturaleza pueden estar imbuidos de algún tipo de energía o forma espiritual que ejerce cierta influencia en el ser humano. Por ejemplo, si el hombre era capaz de apaciguar al espíritu de un animal, tendría éxito a la hora de cazarlo.
Pero algunos de esos elementos de la naturaleza observables tenían que buscarlos levantando la vista, porque no estaban en las llanuras, ni en las montañas, sino sobre sus cabezas. Esas estrellas que brillan sobre nosotros, los meteoritos que cruzan velozmente el cielo o la propia Luna y sus fases tienen la cualidad de atraer nuestra atención y seguramente movieron a esos primeros humanos prehistóricos a dibujar formas uniendo puntos y creando constelaciones. Sí, porque todos sabemos que las pinturas rupestres prehistóricas encontradas en cuevas, abrigos rocosos e incluso en barrancos representan un gran número de escenas costumbristas plagadas de animales salvajes: bisontes, mamuts, rinocerontes lanudos, ciervos, osos, caballos, bueyes, renos… Pero ahora sabemos que algunas de las representaciones pictóricas más antiguas del mundo revelan el «avanzado conocimiento» que tenían los humanos antiguos sobre astronomía e incluso muestran cómo sacaron provecho de esta información.
Que los conocimientos astronómicos de los pueblos prehistóricos eran mucho mayores de lo que se creía fue corroborado en 2018 por un estudio de investigadores de las Universidades de Edimburgo y Kent. Según este, los símbolos de los animales delimitan constelaciones de estrellas en el cielo nocturno, y se usaron para mostrar fechas y marcar eventos como las lluvias de cometas. Estos arqueólogos británicos estudiaron detalles del arte paleolítico y neolítico con símbolos de animales en yacimientos de Turquía, España, Francia y Alemania, y descubrieron que todas estas pinturas rupestres —a pesar de estar separadas en el tiempo por decenas de miles de años— utilizaban el mismo método de mantenimiento de la fecha basado en una astronomía sofisticada. Aquí entra en juego el tiempo. Bendito tiempo.
El arte de las cavernas muestra que las personas tenían un conocimiento avanzado del cielo nocturno durante la última era glacial. Parece que desde hace quizá 40 000 años los humanos siguieron la noción del tiempo utilizando el conocimiento de cómo cambia lentamente la posición de las estrellas a lo largo de miles de años. Los hallazgos sugieren que entendieron los efectos causados por el cambio gradual del eje de rotación de la Tierra. Resulta impactante saber que, alrededor del momento en que los neandertales se extinguieron, y quizá antes de que los Homo sapiens se asentaran en Europa occidental, los humanos podían definir fechas dentro de un periodo de 250 años. Pues se creía que el descubrimiento de este fenómeno, llamado precesión de los equinoccios, no se llevó a cabo hasta el periodo de la Grecia clásica.
Quizá ahora comprendamos mejor el significado de esas tallas de piedra encontradas en Göbekli Tepe (Turquía) y que se han interpretado ahora como el «memorial» de una devastadora lluvia de meteoritos que cayeron en la Tierra alrededor del 11000 a. C. y que se cree que provocó un enfriamiento climático conocido como el periodo de Younger Dryas.
Las primeras observaciones del firmamento se pierden en la noche de los tiempos, como demuestra un calendario lunar ideado por la cultura auriñaciense, que ocupó Europa y el sudoeste asiático hacia el 38000 a. C. Desde Groenlandia a la Patagonia, todos los pueblos antiguos han observado y adorado a la Luna y no es de extrañar que el registro arqueológico más antiguo conocido de una primitiva conciencia astronómica sea un calendario lunar.
La Luna también es la protagonista de unos huesos de mamut tallados por humanos prehistóricos en el 25000 a. C., concretamente tienen las fases lunares marcadas mediante incisiones. Cuando el arqueólogo Alexander Marshack, del Museo Peabody de la Universidad de Harvard, las estudió en detalle con el microscopio, halló que no habían sido hechas al azar. Su autor se había esmerado en controlar el grosor de cada línea de forma que, a partir de ellas, se podían seguir las fases de nuestro satélite. Para Marshack, esos primitivos calendarios debían tener alguna utilidad práctica, como ayudar a las partidas de caza, pues se podían transportar con facilidad. Si este fuera también el motivo que llevó a los humanos del Paleolítico a plasmar sus pinturas en ciertas cuevas de la Dordoña francesa porque el interior se iluminaba con el sol de la tarde del día del solsticio de invierno, no quedaría más remedio que concluir que aquellos primeros astrónomos habían comprendido las interrelaciones entre el ciclo anual lunar, los solsticios y los cambios estacionales.
Hace años que el arqueoastrónomo Michael Rappenglück, de la Universidad de Múnich, postuló la idea de que algunas de las representaciones pictóricas de más de 16000 años de antigüedad que pueden verse en la cueva de Lascaux (en la Dordoña francesa) constituyen, en realidad, primitivos mapas astronómicos. Sugirió que un grupo de puntos se parece notablemente al cúmulo abierto de las Pléyades, comúnmente conocido como las Siete Hermanas, y otro al Triángulo de Verano, un asterismo formado por las tres estrellas más brillantes del cielo estival: Vega, Altair y Deneb. Rappenglück cree, igualmente, que unos motivos prehistóricos similares hallados en la cueva de El Castillo, en Cantabria, son una fiel representación de la constelación Corona Boreal. A partir de esta línea de estudio, la investigadora francesa Chantal Jègues-Wolkiewiez ha propuesto una hipótesis aún más audaz: una parte de las imágenes figurativas de la cueva de Lascaux podría tomarse por un mapa estelar donde se mostrarían las constelaciones más significativas para sus ocupantes.
En cualquier caso, la supervivencia de los grupos de cazadores- recolectores y de los primeros agricultores dependía de conocer con la mayor precisión posible los ciclos de la vida, y estos se encuentran indisociablemente unidos a los astronómicos. Pero darse cuenta de todas estas cosas no es, en absoluto, algo evidente. Para alcanzar tales conocimientos, el hombre primitivo debió de haber pasado antes por el descubrimiento intuitivo de los principios matemáticos subyacentes. No es extraño que, con el tiempo, todo lo relacionado con los cielos fuese motivo de especulación religiosa, aunque, desde sus mismos orígenes, también haya tenido importantes implicaciones en la vida cotidiana.
Prueba de ello son los monumentos megalíticos que podemos encontrar en numerosos enclaves de todo el planeta. Los círculos de piedra, conocidos como crómlech —expresión galesa que significa «piedra plana colocada en curva»—, son una expresión espectacular del megalitismo europeo como demuestra la fascinación que ejerce desde hace más de tres siglos el de Stonehenge, en Inglaterra, seguramente el más conocido. Empezó a erigirse hacia el 3100 a. C., y durante un milenio y medio fue aumentado, completado y modificado. Precisamente, sus grandes dimensiones son en parte responsables de su popularidad.
Todo lo que lo rodea a Stonehenge es un misterio, desde los motivos que tuvieron los habitantes de la zona para dedicarle casi un centenar de generaciones hasta la técnica que utilizaron para trasladar los bloques que lo integran ¡durante más de doscientos kilómetros! Sus constructores no dejaron registros escritos, así que se han ofrecido muchas y muy diversas explicaciones.
Hoy se sabe que estos monumentos religiosos ya no tenían la función de honrar a los muertos, no eran de carácter funerario, y también se ha descartado hace tiempo la romántica vinculación con los druidas. Lo más probable es que este monumento megalítico se construyera en el marco de una transición de creencias. Mientras que los templos anteriores de la misma zona indican que se adoraba a las montañas y a elementos del paisaje, el círculo de piedras de la llanura de Salisbury habría estado dedicado a la adoración del Sol y la Luna, respecto a cuyos movimientos se alinea el monumento. Stonehenge está colocado en dirección al amanecer, en el solsticio de verano, y al atardecer, en el de invierno.

Otra teoría es que pudo ser un lugar de peregrinación. El hallazgo arqueológico de restos humanos con señales de heridas o lesiones hace pensar que quizá fue una especie de centro dedicado a la sanación, un mágico lugar al que acudían enfermos. Otros vestigios de animales sacrificados apoyarían esa posibilidad.
En el año 2015, un inesperado hallazgo aumentó la ya de por sí inmensa atracción por Stonehenge. El uso de radares permitió descubrir bajo tierra, a tres kilómetros de distancia, una enorme formación megalítica con forma de herradura. Compuesta por noventa piedras de unos 4,5 metros de altura de media, sería incluso mayor que su vecino, por lo que se le ha bautizado con el nombre de Superhenge.
A pesar de la extendida creencia de que los celtas fueron los únicos en construir megalitos, la realidad arqueológica se ha encargado de demostrar que no es cierto, prueba de ello son aquellos que aparecieron en zonas tremendamente alejadas de las que pudo ser su influencia cultural y en otros continentes, como la propia África. Pero no solo hay distancia geográfica, en las últimas décadas también hemos sabido que grandes construcciones megalíticas precedieron en milenios a la existencia del pueblo celta (Edad del Bronce). Los complejos dedicados al culto religioso de Göbekli Tepe y Nevali Çori, ambos en el este de Turquía y descubiertos en las últimas décadas, datan del Neolítico. En concreto, de una fecha tan lejana como el x milenio antes de Cristo, una época que tradicionalmente asociábamos a una cultura muy rudimentaria, incompatible con estos retos constructivos. Sin embargo, en el citado yacimiento de Göbekli Tepe, que empezó a excavarse a partir de los 90, sus habitantes utilizaron grandes piedras talladas para construir enormes estructuras circulares de entre diez y treinta metros de diámetro sostenidas por unos pilares con forma de T que son todo un logro arquitectónico. La precocidad de esta construcción de Göbekli Tepe queda patente al comprobar que la siguiente construcción megalítica no se levantó hasta casi 5000 años después.
Se trata de Nabta Playa, tres agrupaciones en círculo de piedras monolíticas. De modo que, en pleno desierto de Nubia, en el corazón de África, se levantaron los primeros crómlech 3000 años antes de Stonehenge. Y parece claro que sus constructores no eran unos pastores nómadas de ganado, con tradiciones y organización social bastante simples, como se llegó a pensar en un principio. Levantar Nabta Playa requirió una elevada organización social necesaria para extraer piedra de las canteras, tallarla y transportarla a esa zona en medio del desierto.
En Armenia, existe otro complejo parecido a Stonehenge, denominado Zorats Karer (que podría traducirse como ‘ejército de piedras’) en el que, según los investigadores, diecisiete de las rocas que lo componen fueron colocadas para marcar el amanecer y el atardecer en los solsticios y equinoccios. Otras catorce parecen tener cierta relación con la luna. Este mismo nexo podemos encontrarlo en muchos otros puntos del planeta, como en Calçoene. En una colina de este municipio del nordeste del estado brasileño de Amapá 127 piedras de granito de tres metros de alto apuntan al solsticio de invierno desde hace unos 2000 años. Y algo similar ocurre en el Observatorio Astronómico de Zaquencipa, también llamado El Infiernito, en Colombia, donde treinta megalitos marcan el comienzo de las épocas de verano e invierno.
Está claro que nuestros ancestros comprendían perfectamente el significado de los solsticios y equinoccios, a los que añadía una gran carga sagrada y ritual. Así lo demuestra el espectacular monumento funerario de Newgrange, en Irlanda, que se empezó a construir hacia el 3300 a. C. y que muestra la finura del conocimiento astronómico y las habilidades arquitectónicas prehistóricas. En su interior, y solo durante el solsticio de invierno, la luz del sol penetra hasta el centro del túmulo. Esto mismo sucede en dos tumbas de corredor cercanas, Knowth y Dowth, con las que integra el complejo arqueológico Brú na Bóinne (Palacio del Boyne, en gaélico). A principios de los años 80, se descubrió en Dowth algo fascinante: justo en el solsticio de invierno, la luz del sol poniente se mueve por el lado izquierdo del corredor que lo atraviesa, hasta que alcanza una habitación circular. De este modo, las tres piedras que hay en su interior acaban siendo iluminadas por el astro rey.
Está claro que nuestros ancestros comprendían perfectamente el significado de los solsticios y equinoccios, a los que añadía una gran carga sagrada y ritual. Los seres humanos siempre hemos tenido que mirar al cielo, de una u otra manera. Lo hemos necesitado para todo, para el cuidado del ganado, para el cultivo de las plantas, para sacarle el mayor rendimiento al trabajo de la tierra, para buscar el mejor lugar donde vivir… Por eso, es lógico que se desarrollaran sistemas para medir el cielo y lo que en él se veía, que empezaron siendo formas para computar el tiempo (calendarios) y terminaron convirtiéndose en fórmulas para atribuir virtudes o defectos según el momento del nacimiento o para proveer un método de adivinación según cuando tenga lugar un acontecimiento determinado. Además de fijarse en los movimientos de los cuerpos celestes y de crear calendarios, los seres humanos de la antigüedad pronto buscaron relaciones entre lo que veían en el cielo y los acontecimientos que tenían lugar en su entorno. Catástrofes naturales, guerras, enfermedades, parecían estar relacionados con cómo se movían los astros.
Esta forma de mirar y medir el cielo nos llevó a los seres humanos a ver más allá de nuestros límites naturales, a traspasar el umbral entre lo conocido y lo deseado. En algún momento de la prehistoria, nuestros antepasados averiguaron que era posible prever los movimientos de algunos objetos celestes y, con el tiempo, esto permitió idear distintos calendarios. Desde el Neolítico, por lo menos, la astronomía ha mantenido una íntima relación con lo místico. Como, en general, se consideraba que los dioses residían en el cielo, era preciso conocer lo que sucedía en él para comprender sus designios. Todas las culturas conocidas han desarrollado algún sistema de medición de los ciclos astronómicos y todas ellas han querido ver una guía, a modo de faro, en esos movimientos. De la observación de eso que ocurría allí arriba y que parecían tener su influjo en las vidas humanas nacieron, andando los siglos, los primeros horóscopos.
