Emplazado en el sureste de Roma junto a los montes Albanos, el lago de Nemi fue, durante siglos, un espacio consagrado a la religión. Las leyendas antiguas lo describen como el escenario del culto dedicado a Diana Nemorensis, diosa de la caza, los bosques y los ciclos de la vida. Una serie de excavaciones recientes, sin embargo, ha revelado un horizonte cultural todavía más antiguo: bajo el santuario romano yacen restos que atestiguan una ocupación humana milenaria, anterior incluso al surgimiento de las creencias latinas.
El estudio de estos hallazgos, publicado por Francesca Diosono y Flavio Altamura en 2024, parece demostrar que el santuario no surgió ex novo en la Roma arcaica, sino que el espacio ya se usó y ocupó simbólicamente desde finales del Pleistoceno, hace más de 12.000 años. Entre los materiales recuperados destacan puntas de flecha, núcleos líticos y un pequeño guijarro que, inciso con lo que parece un rostro, se ha interpretado como un posible ídolo neolítico. Este conjunto de evidencias sugiere la existencia de un temprano simbolismo asociado a la caza y a la naturaleza, precursor remoto del culto a Diana.

El lago de los cazadores: Nemi al final del Pleistoceno
Durante el Epigravetiense, hacia 12.000–10.000 a.C., los grupos de cazadores-recolectores frecuentaron el entorno del lago Nemi. Por entonces, la zona era una cuenca volcánica cubierta por pastizales y bosques claros de encinas y enebros. Las excavaciones realizadas entre 2009 y 2021 en el área del templo de Diana han permitido identificar cuatro pequeñas láminas de sílex retocadas que se usaron como puntas de proyectil en la caza.
Estos instrumentos, comparables por su factura a los de la Grotta Polesini en Tívoli o los de Palidoro en el litoral romano, presentan fracturas compatibles con impactos de arma. La evidencia, por tanto, parece confirmar que el lugar se usó como zona de caza ocasional. El análisis geoarqueológico, además, indica que los materiales —sílex y calizas de procedencia no local— se transportaron desde la llanura pontina o los Apeninos, a decenas de kilómetros, señal de que los grupos epigravetienses llevaban consigo su propio utillaje lítico durante los desplazamientos estacionales.
Según Altamura y Diosono, la elección del emplazamiento respondía a la necesidad de obtener y gestionar recursos. El lago constituía un ecosistema cerrado y fértil, donde abundaban los ciervos y los jabalíes, las presas predilectas de los cazadores paleolíticos. Con el tiempo, esa interacción con el paisaje pudo haber generado una serie de asociaciones simbólicas con el lugar que, siglos después, reaparecerían bajo forma del culto divino a Diana Nemorensis.

El silencio del agua: la desaparición temporal de la presencia humana
Tras el final del Pleistoceno, el clima del Holoceno temprano transformó profundamente el paisaje. El aumento de las precipitaciones hizo que se alzase el nivel del lago hasta unos 360 metros sobre el nivel del mar. Al inundarse el fondo de la caldera, el área donde más tarde se levantaría el templo se volvió inhabitable.
Los sondeos y análisis de los estratos muestran que entre 9.000 y 6.000 años antes del presente el lago se expandió y cubrió amplias zonas de orilla. En este periodo, la vegetación se volvió densa, Los robles, las hayas y los avellanos dominaron el paisaje a medida que desplazaban las antiguas praderas. En esta fase, la presencia humana desapareció casi por completo de la zona y fue sustituida por un ecosistema cerrado de bosque húmedo.
La subida del nivel lacustre y la cobertura forestal explican la ausencia de ocupación humana entre el Epigravetiense y el Neolítico medio. Nemi se convirtió entonces en una suerte de santuario natural, un espacio vedado al hombre, pero que, quizás, se mantuvo en la memoria como un lugar sagrado y peligroso, asociado a la fuerza del agua y a la renovación vital.

El retorno de los pueblos neolíticos: ídolos y herramientas
Cuando el nivel del lago comenzó a descender, durante el Neolítico medio y final (ca. 6000–3000 a.C.), hubo nuevos grupos que se instalaron en las orillas. Entre los hallazgos más reveladores de las excavaciones recientes se encuentran un fragmento de hacha pulimentada, una hoja de sílex trapezoidal y un pequeño guijarro grabado con dos líneas curvas, quizás unos ojos, que se ha interpretado como un ídolo antropomorfo esquemático.
Este último hallazgo constituye, según los autores, la pieza más significativa del conjunto prehistórico de Nemi. Tallado en una piedra dura y alisada por el agua, el "ídolo” recuerda los rostros esquemáticos documentados en el Neolítico del Mediterráneo oriental y en la Italia meridional, como los de Gaban o Arnesano. Su presencia en el registro arqueológico sugiere, según los autores del estudio, que los habitantes neolíticos de los montes Albanos ritualizaron su relación con el entorno boscoso. Como apunto el estudio, el guijarro, depositado quizá como ofrenda o símbolo, anticipa el tipo de sacralidad natural que, siglos después, definirá el culto a Diana como guardiana del bosque y señora de los animales.

La forja del mito: del paisaje sagrado al santuario de Diana
Aunque las ocupaciones se intensificaron en el Bronce Medio (ca. 1700–1400 a.C.), momento en que los niveles de polen y carbón vegetal revelan un proceso de deforestación masiva, la dimensión simbólica del lugar no desapareció. Según la investigación, los depósitos rituales y la persistencia de la caza como práctica de prestigio indican que el vínculo entre el ser humano y el bosque seguía manteniendo un valor sagrado.
En el Bronce Final y el Hierro Antiguo, cuando los asentamientos se hicieron estables, el lago recuperó su función espiritual. Las laderas y terrazas formadas a unos 355–360 metros de altitud se convirtieron en espacios de culto y ofrenda.
La continuidad entre este horizonte prehistórico y el santuario republicano parece clara. Los romanos construyeron su templo sobre un terreno ya impregnado de sacralidad. Los niveles excavados bajo el podio del edificio del siglo VI a.C. reposaban sobre antiguos sedimentos lacustres y contenían restos neolíticos y de la Edad del Bronce Final, lo que apunta a que el culto de Diana Nemorensis reutilizó un espacio de memoria ancestral, donde la caza, la fertilidad y el bosque habían sido sagrados desde tiempos remotos.

Un eco de los cazadores antiguos
Las investigaciones en el santuario de Nemi, por tanto, parecen indicar que los orígenes del culto a Diana se hunden en la prehistoria del Lacio. Los autores del estudio subrayan que la identificación de herramientas epigravetienses y objetos simbólicos neolíticos en el mismo enclave religioso romano no puede interpretarse como una simple coincidencia. Los lugares de Nemi y, en paralelo, el de Júpiter Anxur en Terracina, revelan que los paisajes sagrados del Lacio Vetus se concibieron sobre escenarios que ya poseían una tradición simbólica prehistórica.
Referencias
- Altamura, F. y F. Diosono. 2024. "Hunters before ‘Diana’: examining pre-protohistoric lithic artifacts at the Sanctuary of Diana Nemorensis (Lake Nemi, Central Italy)". Studies in Ancient Art and Civilization, 28: 27–68. DOI: 10.12797/SAAC.28.2024.28.02