En 589 los visigodos se convierten al catolicismo en el marco de una magna y solemne asamblea religiosa: el concilio III de Toledo o «Concilio de la conversión», convocado por el rey Recaredo y organizado por el obispo Leandro de Sevilla y el abad Eutropio. Esta conversión es el fruto de un pacto entre la monarquía goda y la élite de la población hispanorromana, representada por sus obispos.
Ambas partes obtienen beneficios inmediatos. Los monarcas invocan al mismo Dios de los hispanos, avalando de esta forma su dominio. Desde este momento los reyes godos no son considerados los caudillos de un pueblo extranjero, invasor y herético, sino los herederos legítimos de Roma, monarcas de un ancestral pueblo que, tras un largo periplo y arribar a tierras hispanas, es el artífice de la unidad política peninsular.
Por su parte, la Iglesia hispanorromana ve reconocida y fortalecida su preeminencia social, cultural y moral, ahora en una población unificada, ya sin barreras confesionales o étnicas.
Confesionalidad del Estado visigodo: principios religiosos
Tal pacto inaugura una sólida alianza entre Corona e Iglesia durante el siglo VII, que se traduce en lo que llamamos, en términos modernos, la confesionalidad del Estado: tras la conversión del año 589, el catolicismo es la religión oficial del Reino de Toledo, esto es, su lenguaje político y, en definitiva, la ideología de Estado.
Las bases políticas e ideológicas del reino se conforman en el llamado «Concilio constituyente», el concilio IV de Toledo del año 633 convocado por el rey Sisenando y presidido por el obispo Isidoro de Sevilla. Más allá de coyunturas, el poder civil es sancionado por los obispos y el metropolitano de Toledo unge al rey en la ceremonia de coronación. Por su parte, los súbditos hacen un juramento religioso de fidelidad al monarca.

Preeminencia religiosa
Se establece un auténtico sistema de dominación. La autoridad y control de la Iglesia se extiende a todos los ámbitos, conformando las manifestaciones y el lenguaje político, las relaciones sociales, las estructuras económicas, la cultura y, en fin, conduce el devenir cotidiano de las poblaciones y los individuos, rigiendo vidas y haciendas. Tal vez sea excesivo hablar de un régimen en puridad teocrático, pero se asiste a una preeminencia de lo religioso sobre lo civil.
En lo político, la Iglesia impone límites al ejercicio de gobierno, al poder de la Corona. El monarca no es juez único, sus agentes rinden cuentas ante los obispos reunidos en los concilios provinciales y los concilios generales de Toledo se constituyen en auténticas asambleas políticas, acudiendo a los mismos los principales aristócratas del reino y el conjunto de los obispos.
Ciertamente en estas reuniones sinodales capitalinas se abordan asuntos relativos a la doctrina, la disciplina, la liturgia y otros temas eclesiásticos, pero también se dictamina sobre cuestiones puramente políticas. Las posiciones regias quedan claras de inicio mediante la exposición de sus pretensiones en el llamado «tomo regio», con el que se abren los concilios, y los acuerdos tomados por los obispos adquieren valor de ley.
En sus cánones se encuentran directrices para la administración del reino. Pero sobre todo allí, en estas asambleas toledanas, se legitiman los constantes golpes de Estado y regicidios que han de caracterizar el devenir del Reino visigodo. En unos tiempos de extraordinaria violencia socio-económica, el ingreso en iglesias y monasterios tiene un indudable atractivo para los sectores sociales más depauperados, pues allí encuentran un mínimo vital asegurado.
Incluso se generaliza la consagración de infantes. Además del sustento diario, iglesias y monasterios facultan el acceso a la educación en sus escuelas presbiteriales, episcopales y monásticas. Ciertamente es una educación elemental y de carácter religioso, pero la única a disposición del conjunto de la población y que en definitiva permitió salvar la alfabetización, la cultura escrita.

La Iglesia disfruta de donaciones y privilegios. Dada la naturaleza inalienable y por tanto acumulativa de los bienes eclesiásticos, se enriquece de forma exponencial. De esta forma los episcopados y algunos monasterios se constituyen en grandes terratenientes, en los principales propietarios del reino.
Parte de sus propiedades son la mano de obra necesaria para la explotación fundiaria: la «familia de la Iglesia» comprende a esclavos, libertos y colonos. El trato que reciben no es menos severo que en las propiedades laicas, como demuestran las violencias sufridas y las constantes evasiones por parte de estos dependientes.
El paisaje se puebla de construcciones religiosas. Hay una transformación del entorno, y un cambio en las relaciones de las poblaciones con el mismo. Especialmente intenso es lo acontecido en la ciudad, donde se asiste a la cristianización de la topografía urbana.
La vida no pivota alrededor del viejo foro: iglesia catedralicia, otras iglesias e instalaciones intramuros, basílicas y cementerios suburbanos…, son los nuevos focos de atención de las gentes. Asimismo, la separación entre la ciudad de los vivos y la ciudad de los muertos, las fronteras intra y extramuros, se difuminan, del mismo modo que ocurre con lo periurbano y lo rural.
Incluso el ritmo vital de las poblaciones se halla determinado por el cristianismo. El devenir cotidiano no se organiza según un calendario estacional únicamente agrícola o natural, sino que está regido por las celebraciones y la liturgia cristiana. Igual ocurre con la propia existencia individual, marcada por ritos religiosos como el bautismo, la penitencia, etc...
Naturalmente, la gran beneficiada de toda esta situación es la Iglesia. Para ella es una época de innegable florecimiento, alcanzando en el siglo VII el culmen de su esplendor y poder. Sin embargo, esto tiene un precio. Frente a la ya mencionada teocracia, los reyes sienten el deber de pastorear a la Iglesia.

Los monarcas más fuertes no dudan en imponer sus tendencias cesaropapistas. Así, en la primera mitad del siglo VII el rey Sisebuto reprende al obispo Cecilio de Mentesa por haber abandonado su cátedra episcopal para retirarse a un monasterio. El rey le reprende duramente, argumentando de forma retórica que con ello había abandonado a su rey.
Obviamente, para Sisebuto el obispo es un agente del reino y, por tanto, su retiro una dejación intolerable de sus obligaciones cívicas. Esta consideración del obispado como un cargo al servicio del Estado se evidencia con toda crudeza a fines de siglo. El metropolitano Sisiberto de Toledo conjura contra el rey Egica.
Descubierta la conspiración y depuesto Sisiberto, se asiste a un auténtico juego de promoción para ocupar la vacante: Félix, obispo de Sevilla, ocupa la sede toledana; Faustino, obispo de Braga, adquiere Sevilla; y otro Félix es designado como obispo de Braga. La elección por el pueblo, ratificada por los obispos sufragáneos, es un mero recuerdo del pasado.
Es el rey quien procede a los distintos nombramientos. El obispado se ha «funcionarializado». Asimismo, otra consecuencia del poder de las Iglesias y en concreto de sus obispos es lo que se ha dado en llamar la «mala calidad del clero y el episcopado hispanovisigodo». Ciertamente no faltan los casos de escasa preparación y de ruina moral, pero no en mayor medida que en otras latitudes.
El poder económico y social alcanzado por los obispos pone a estos en disposición de no pocos abusos. De igual modo, la implicación del alto clero en el juego político es difícilmente compatible con una recta actuación. Incluso Isidoro participa de tales circunstancias.
Si en su Historia de los Godos pondera al rey Suintila, su admirado amigo, unos decenios después el Concilio IV de Toledo, presidido por Isidoro, dictamina que «teniendo [Suintila] sus propios crímenes, renunció él mismo al reino», ante lo cual los obispos decretan que «ni a él ni a su esposa, a causa de los males que cometieron, ni a sus hijos, les admitamos jamás a nuestra comunión…».

La realidad es otra: Suintila ha caído en desgracia, y los obispos e Isidoro se apresuran en ganar el favor del nuevo rey, Sisenando. Pero sin duda la consecuencia más transcendente de este sistema de dominio es el establecimiento de un auténtico monopolio religioso, impulsado por la Iglesia y ejecutado por la Corona.
El catolicismo es la confesión común a toda la población, unificada en términos religiosos. El disidente, quien no participa de este paradigma, es silenciado o relegado. El arrianismo, confesión originaria de los godos y expresión de la oposición política al pacto establecido en el concilio de la conversión, prontamente es erradicado.
Solo el judaísmo pervive, pero a la defensiva, en una situación propia de una minoría cada vez más arrinconada y con sus aljamas sometidas a la vigilancia de los obispos. Da comienzo una política punitiva y de conversiones forzadas que culmina a fines siglo vii el rey Egica con la «solución final»: tras la expulsión de los judíos, la dispersión y esclavización de las familias de los conversos sospechosos de judaizar.
Afortunadamente el alcance de las medidas antijudías es limitado, entre otras razones por la falta de animosidad popular. En cualquier caso, responden sobre todo a una exigencia de unidad religiosa, entendida como imprescindible para la unidad política y la prosperidad de la nación. Aún más, a fines de la centuria, en un ambiente escatológico y conspirativo, hay un convencimiento de que la supervivencia del reino depende de la probidad y ortodoxia religiosa de reyes y súbditos.