Toda Grecia mira al mar. Al mar Egeo. Los ríos más caudalosos, los valles más fértiles, las ciudades más importantes cimentan su existencia en él. Desde un principio, los habitantes de la península helénica miraron sin recelo hacia ese mar que abraza sus tierras con la intensidad de un amante sin ver en él un enemigo infranqueable, un abismo de agua que los separase del resto del mundo.
Desde un principio, los antiguos griegos aceptaron que el mar era un camino, una arteria por la que podía circular la sangre del conocimiento; la semilla del futuro. Y, al cabo, acabaron por entender que, a pesar de los innumerables peligros, de la violencia de los vientos, de la implacable fuerza de las olas, el mar era un lugar casi siempre más seguro que la tierra.
La primera palabra con que los griegos llamaron al mar fue θάλασσα. No es una palabra indoeuropea; es decir, no es una palabra griega. Se trata de un término más antiguo que los propios griegos, cuyo rastro se hunde en las primeras luces del amanecer de la historia.
Probablemente es la palabra con la que los primeros habitantes de la península helénica denominaron a ese gran azul que besaba sus costas con suavidad o con violencia, y que los acogía o rechazaba en virtud de unas leyes que eran entonces difíciles de conocer y precisar.
En palabras de Jenofonte
La relación de los antiguos griegos con el mar marca toda su historia, llena cada uno de los episodios de su literatura y resume mejor que ninguna otra cosa su trato con la propia naturaleza. Quizá algunos párrafos de la Anábasis del historiador Jenofonte ilustren mejor que otras fuentes literarias el significado que el mar llegó a tener para aquellos hombres.
Después de una auténtica odisea a través de las tierras hostiles de Asia, después de cruzar desiertos, de atravesar montañas, de rendirse ante la fuerza de las aguas del río Tigris y de sufrir penalidades sin cuento en el durísimo invierno de Armenia, las tropas griegas (los famosos Diez Mil), al mando de Jenofonte, estaban al borde del desánimo. Habían pasado dos años (de la primavera de 401 a.C. a la de 399 a.C.) en continua tensión, en permanente alerta, hostigados diariamente y agobiados por peligros desconocidos.
Mas entonces sucedió algo que cambió por completo su estado de ánimo: “Al quinto día llegaron a una montaña de nombre Teques. Cuando los primeros soldados alcanzaron su cima, se produjo un gran griterío, de manera que el propio Jenofonte y los que estaban situados a retaguardia creyeron que eran atacados de frente por otros enemigos [...]. Y como el griterío no hacía más que aumentar y los que iban primero se dirigían corriendo al encuentro de los que gritaban, el clamor era cada vez más grande.

Jenofonte pensó que se trataba de algo realmente importante. Montó a caballo y [...] acudió en ayuda. Entonces oyó a los soldados que gritaban: ‘¡El mar, el mar!’ [...]. Cuando todos llegaron a la cima de la montaña empezaron a abrazarse unos a otros, llorando. Y de repente, sin saber muy bien quién dio la orden, los soldados trajeron piedras y levantaron un gran túmulo” (Jenofonte, Anábasis, 4.21 y ss.).
El papel fundamental del mar como vía de comunicación
Este pasaje ilustra muy bien el significado del mar para los griegos. Ni siquiera se trataba del mar Egeo, pues lo que los soldados divisaron desde el monte Teques era el mar Negro. Es igual: la sola presencia de las aguas hizo que los soldados griegos olvidaran sus penalidades por un momento y que, abrazándose unos a otros, erigieran un túmulo para conmemorar aquel momento cargado de esperanza. La esperanza que suponía saber que, al fin, estaban camino de su patria.
La palabra que se generalizó en griego antiguo para designar al mar fue πόντος, documentada en micénico y atestiguada en sánscrito (pánthah) y latín (pons, acusativo pontem). Es curioso cómo, aunque la palabra acabó significando en griego ‘mar’ en general, el sentido en latín es claramente ‘puente’, y en sánscrito, ‘camino’.
En griego debió de significar originariamente camino, como en sánscrito, y resulta revelador que los griegos tomaran esta palabra para referirse al mar, al que, sin duda, consideraron el camino por excelencia, el lugar que, igual que un puente, habría de servirles para unir tierras y pueblos.
Cuando los agotados Diez Mil de Jenofonte, después de contemplar el mar (como hemos visto), se reunieron para deliberar sobre el camino que les quedaba, un tal León de Turio tomó la palabra y dijo:
“Compañeros, ya estoy cansado de recoger los bagajes, de andar, de correr, de cargar con el peso de las armas, de marchar en formación, de hacer guardias y de combatir. Deseo acabar de una vez con estas desgracias y, ya que tenemos cerca el mar, navegar el resto del camino y, como Ulises, llegar tranquilo a Grecia’. Cuando oyeron estas palabras todos gritaron alborozados, afirmando que tenía razón. Y todos los que hablaron después dijeron lo mismo” (Anábasis, 5.2 y ss.).
De nuevo Jenofonte nos hace ver el significado del mar para los griegos. La tierra es el lugar donde los problemas se acumulan, el templo del desaliento. En el mar, atentos a los mensajes diáfanos del viento y de las olas, ajenos a las maldades que anidan dentro de la tierra, los hombres pueden llegar “tranquilos” (literalmente, “tendidos” –κταείς–) a casa.
Entre mitos y olas: la navegación a través de las leyendas de la Antigüedad
Naturalmente, la relación de los griegos con el mar y su necesidad de navegar se reflejó en los mitos, una de las más genuinas creaciones del alma griega.

La experiencia de la navegación llena con historias verdaderamente conmovedoras todas las líneas de la literatura griega, cuyo argumento más auténtico es el mito: desde la historia de la nave Argos que, bajo el mando de Jasón, se aventuró en los estrechos que conducen hasta el mar Negro para recuperar, en la lejana tierra de Cólquide, el famoso vellocino de oro, hasta el viaje de Ulises, convertido por la literatura posterior en el símbolo de todo viaje; desde el viaje a Creta de Teseo, hijo de Egeo, y su desdichado regreso a Atenas, hasta el de Menelao a Egipto, empujado por el viento del norte.
Las narraciones míticas recogen con fidelidad, como hacen siempre, la estrecha relación que existía entre el mar y Grecia; entre el mar y los griegos. A veces, los mitos están muy cerca de la historia, tan cerca que es casi imposible diferenciarlos, quizá porque en ocasiones lo que es tomado como un mito, como una fantasía de la imaginación de la gente, resulta ser, con el paso del tiempo, un hecho histórico.
Esto es ni más ni menos lo que sucede con la Odisea. Pero hay otro suceso, menos conocido, en el que historia y mito se han confundido desde hace tiempo. Nos referimos a los llamados ‘pueblos del mar’.
Aparecen los ‘pueblos del mar’
La tradición historiográfica habla de una gran conmoción en todo el Egeo, poco antes del año 1200 a.C., producida por lo que algunos han llamado ‘la gran migración egea’. En opinión de muchos especialistas, este gran movimiento de pueblos que migraron hacia Oriente Próximo constituye el corte decisivo entre la Edad del Bronce y la Edad del Hierro, que se impuso, casi al mismo tiempo, en todo el ámbito del Egeo.
Según los documentos egipcios, los ‘pueblos del mar’ atacaron Egipto entre los años 1225 y 1183 a.C. y, a juzgar por los datos que tenemos, no se trató de una incursión de pillaje sino de una expedición en toda regla cuya intención era la conquista y el asentamiento.
En efecto, el ataque de los ‘pueblos del mar’ estuvo a punto de resultar mortal para Egipto, especialmente en tiempos del faraón Ramsés III, que tuvo que librar una durísima y decisiva batalla en el delta. Algunos de los reinos micénicos de la Grecia continental fueron atacados también (como Pilo) y el final del reino hitita está asociado con la irrupción de estos pueblos, como reflejan inscripciones del templo funerario de Ramsés III en Medinet Habu y textos procedentes de Ugarit y Carkemish.

Origen no aclarado
Pero ¿quiénes eran? ¿De dónde venían? La tradición ha imaginado hordas de invasores procedentes en su mayoría del norte de Anatolia, pero la realidad es, posiblemente, muy distinta. Algunos de los nombres de estos ‘pueblos del mar’ aparecen en Medinet Habu: los sherden ocupan después Cerdeña; los shekelesh, posiblemente de origen anatolio, ocupan Sicilia; los lukka, nombre bien conocido en hitita, pues eran frecuentes sus razias no solo contra el país de Hatti sino también contra Alasia (Chipre) y Egipto; los teresh, los tirsenos de los textos griegos, probablemente antecesores de los etruscos; los ikwesh, los aqueos homéricos y quizá los ahhiyawa de los textos hititas.
A las inscripciones de Medinet Habu se han unido las mil quinientas líneas del llamado Papiro Harris, que explican el reinado de Ramsés III y en el que se mencionan pueblos como los peleset (pulesati o pilistin también), los filisteos; los tjekker o teker, quizá los teucros o troyanos; y, finalmente, también los denyen, los danuna o adanawanai de los textos hititas y quizá los dánaos homéricos (Virgilio sigue utilizando en su Eneida el término dánaos para referirse a los griegos).
Así pues, y aunque su existencia es puesta en duda por los que creen que son una más de las leyendas acuñadas por los investigadores de los siglos XIX y XX, bajo el nombre ‘pueblos del mar’ se esconde toda una realidad que, en muchos casos, habría de ser el punto de partida de la historia de algunos de los lugares más importantes y emblemáticos del Mediterráneo. Mas la gran aventura de los griegos, su auténtica epopeya marina, habría de ocurrir algún tiempo más tarde.
El principio de un nuevo mundo
A mitad del siglo VIII a.C., los griegos se lanzaron al mar con el objetivo fundamental de encontrar nuevas tierras sobre las que asentarse, pues el suelo de Grecia no daba lo suficiente para poder siquiera alimentarse. Esa búsqueda de asentamientos hizo que el horizonte de Grecia se ensanchara y que, a la vez, surgieran nuevos mundos y también nuevas miradas para contemplarlos.
La aventura de la expansión territorial acabó por crear un verdadero universo propulsado por dos actividades que los griegos no habían afrontado hasta entonces: el comercio y la colonización.
La gran colonización griega se extendió desde la primera mitad del siglo VIII a.C. hasta cuatro siglos después. Su trascendencia en la historia de la propia Grecia y en la de todo Occidente fue extraordinaria, pues llevó la cultura y la vida urbana griegas a todos los rincones del Mediterráneo y del mar Negro y creó un cinturón costero griego que se transformó en una verdadera esponja que, inevitablemente, fue absorbiendo elementos extraños a la vez que difundía también el estilo de vida propio de los griegos.
Si bien la historiografía moderna ha consagrado el término latino colonia –que deriva del verbo colo, ‘cultivar’ o ‘labrar la tierra’–, lo cierto es que esta expresión no es especialmente afortunada para describir el fenómeno de la colonización griega y, de hecho, el griego utilizaba para designar a sus colonias la palabra apoikía (пοικία), que describe muy bien la idea de ‘separación’ de un grupo de ciudadanos de su oikía (ο κία), es decir, de su casa.

Esta verdadera separación no era solo un hecho físico, sino también político, pues cada apoikía era independiente de su metrópoli desde el punto de vista administrativo. De hecho, los ciudadanos de las colonias mantuvieron con su ciudad madre una vinculación más afectiva y psicológica (tal es el significado del término metrópolis) que política, administrativa o económica.
Letras que transformaron: el poder innovador detrás de la introducción del alfabeto
La extensión por todas las costas del Mediterráneo de la colonización griega produjo, como decíamos, efectos de una trascendencia decisiva para la historia del mundo. Quizá el más importante de todos tiene que ver con la generalización del sistema de escritura que conocemos como alfabeto griego. En efecto, la aparición y generalización del alfabeto griego no hubiera sido posible sin la navegación hacia Oriente, especialmente hacia las costas de la Siria septentrional y de Fenicia.
Fueron esos viajes con finalidad colonizadora los que pusieron en contacto a los griegos con el sistema de escritura de los fenicios, que no era otra cosa que un repertorio de signos concebido para poder llevar la contabilidad de sus negocios. Probablemente, el alfabeto griego se gestó en la cabeza de un solo hombre que, familiarizado con los signos fenicios, los adaptó de una manera brillante y unitaria a las necesidades propias de la lengua griega.
De esa necesidad de adaptación nació la primera escritura fonética pura de la historia de la civilización, que tomó algunos caracteres del abundante repertorio del alfabeto consonántico fenicio para notar las vocales griegas A, E, I, O, U. Además de las vocales, el griego añadió tres letras nuevas al final del alfabeto: fi y gi, para representar sonidos aspirados que no existían en fenicio, y psi.
El océano de la libertad
Fue así como, en un período muy corto de tiempo, se fue generalizando y extendiendo por toda Grecia y sus colonias lo que sin duda era un verdadero arte de la escritura. Gracias a la sencillez de sus 24 signos (¡solo 24 signos!), la escritura griega se convirtió en patrimonio de un amplio grupo de personas instruidas que desterraron muy pronto los sistemas de escritura del antiguo Oriente, coto cerrado de sacerdotes y escribas profesionales.
Los secretos de la escritura y, por tanto, la posibilidad de la transmisión del conocimiento de una generación a otra pasaron de ser patrimonio de unos cuantos seres iniciados, especialmente sacerdotes, a formar parte de la vida cotidiana de toda la humanidad.

Pero ocurrió algo más. Los habitantes de la ciudad de Calcis, situada en la isla de Eubea, fundaron en torno al año 750 a.C. la ciudad de Cumas en la costa occidental de Italia. Pues bien, a partir de esta colonia el alfabeto griego de la ciudad de Calcis se convirtió en la matriz de todos los sistemas itálicos de escritura, incluidos el etrusco y, sobre todo, el latín. La importancia histórica de este hecho es incalculable, como sabe muy bien el lector.
Hemos centrado este artículo en algunos aspectos sobre los que, a pesar de su importancia, suelen pasar de puntillas los estudios históricos. Pero, en realidad, la colonización y, como consecuencia de ella, el comercio desarrollado está en la base de los cambios trascendentales que, con el paso de no mucho tiempo, habrían de llevar a los griegos antiguos a descubrir nuevos mundos.
Mundos increíbles que no estaban descritos en las cartas de navegación ni en los versos de los poetas, sino en un imperceptible y desconocido océano al que ellos se acercaron por primera vez: el océano de la libertad. Bernardo Souvirón Escritor y profesor de lenguas clásicas.