La capilla de la Purificación es conocida como capilla del Condestable o de los Condestables, por ser el lugar de enterramiento del condestable de Castilla, Pedro Fernández de Velasco (†1492), y de su mujer, doña Mencía de Mendoza, condesa de Haro (†1500).
Sin embargo, sus contemporáneos la denominaban “la capilla de la condesa”, puesto que fue Mencía su verdadera promotora. Con la intención de construir un nuevo espacio de enterramiento para ella, su marido y sus descendientes, la condesa llegó a un acuerdo con el cabildo de la catedral, que en 1482 le cedió uno de los espacios más prestigiosos: la antigua capilla de san Pedro, en el eje de la girola, detrás del altar mayor. Además, le concedió una serie de casas colindantes, de forma que pudiera ampliar el espacio dedicado a su nueva fundación, más allá del perímetro original de la catedral de Burgos.
La indiscutible autoridad de Doña Mecía de Mendoza
En ese momento, el Condestable había partido a la Guerra de Granada junto a los reyes y había dejado un poder notarial a Mencía en el que le concedía plenos poderes para disponer de los bienes familiares y para tomar cualquier decisión en nombre de su marido.
Pedro dejaba en buenas manos el destino familiar mientras él estaba en la guerra. En el documento, indicaba que lo hacía “confiado de su virtud, seso y linaje”. Mencía era hija del famoso marqués de Santillana y había recibido una esmerada educación, lo que la convertía en una de las mujeres más cultas de su tiempo. Mediante su matrimonio se habían unido dos de las familias más ricas y poderosas de la Castilla medieval, los Velasco y los Mendoza, y ambos habían marcado el inicio de su nuevo tronco familiar mediante la construcción de un nuevo palacio en Burgos, la famosa Casa del Cordón.

En 1482, Mencía fue un paso más allá e inició las obras de una nueva y magnífica capilla funeraria en la catedral de Burgos que venía a sustituir al panteón familiar de los Velasco, situado en el monasterio de Santa Clara (Medina de Pomar).
El Condestable, en el momento de heredar el mayorazgo de su padre, había jurado enterrarse allí. Así pues, la nueva capilla suponía un enfrentamiento directo con las leyes familiares de los Velasco, que Mencía estaba dispuesta a desafiar abiertamente y que el Condestable podía sortear al delegar en ella toda responsabilidad.
La nueva obra debía proyectar la imagen de poder del matrimonio y mantener memoria de su fama de forma imperecedera. Para ello, Mencía contó con uno de los arquitectos más prestigiosos del momento: Simón de Colonia, maestro de la catedral de Burgos y el arquitecto elegido por la reina Isabel para finalizar el panteón funerario dedicado a sus padres en la Cartuja de Miraflores.
Las obras se desarrollaron con bastante rapidez hasta 1492, fecha de la muerte del Condestable, que fue enterrado de forma provisional en el coro de la catedral mientras se terminaba la capilla. A partir de ese momento las obras se ralentizaron debido, sobre todo, a la resistencia de Bernardino, hijo de Pedro y Mencía, a continuarlas. Él consideraba que esta capilla era un proyecto personal de su madre que iba en contra de las tradiciones familiares de los Velasco y que, por tanto, no debía ser pagado con las rentas del linaje.
Como todos sus antepasados, Bernardino planeaba enterrarse en el monasterio de Medina de Pomar. Por su parte, Mencía, al quedar viuda perdió el control sobre las finanzas familiares, que pasaron directamente a Bernardino como heredero universal del Condestable; de ahí que las obras continuasen con dificultad.
La bóveda se debió cerrar en 1494 o 1495, cuando el cuerpo del Condestable fue trasladado a este espacio. Pero, las obras de la sacristía, pináculos, cerramientos y la ejecución de casi todos los elementos muebles (coro, retablo, órganos y los bultos) se alargaron hasta el primer tercio del siglo XVI, mucho después de la muerte de Mencía.
La magnificente obra de Simón de Colonia
Simón de Colonia construyó aquí uno de los espacios más monumentales del tardogótico hispano.
Diseñó una capilla de planta centralizada hexagonal, resultado de fusionar un octógono y un rectángulo para resolver la unión con la catedral. Utilizó la antigua capilla de la girola como pórtico de entrada, de forma que la nueva construcción se proyectaba desde los muros de la catedral hacia el exterior, donde no estaba constreñida por ninguna edificación previa que limitase su tamaño. En 1523 se instaló una magnífica reja, obra de Cristóbal de Andino, que limitaba el acceso desde la catedral. Tanto la reja como la inclusión del pórtico a modo de espacio de transición entre la catedral y la capilla, acentuaban la sensación de independencia espacial, que era un reflejo de su independencia litúrgica.
La capilla contaba con su propio cuerpo de capellanes, que se encargaban de celebrar las misas y dirigir los rezos encargados por los patronos antes de su muerte.
El modelo de planta centralizada contaba ya con antecedentes prestigiosos en Castilla: la capilla de Gil de Albornoz o la del también condestable don Álvaro de Luna, ambas en la catedral de Toledo, eran dos ejemplos muy presentes. Por otra parte, es posible que el panteón familiar en Medina de Pomar, desaparecido tras la reforma de la iglesia en el siglo XVII, también sirviera de inspiración, como propusieron Felipe Pereda y Alfonso R. Gutiérrez de Ceballos.

No obstante, la nueva capilla de la catedral de Burgos suponía un avance respecto a las anteriores por la complejidad en la articulación de los espacios, por su progresiva independencia y por el refinamiento a la hora de materializar las necesidades de los patronos, que abarcaban cuestiones devocionales, religiosas, sociales y familiares.
Una de las principales cuestiones a la hora de interpretar esta capilla en su contexto es el ideal de magnificencia, definido por Aristóteles en su Ética a Nicómaco y que diversos humanistas del siglo XV estaban recuperando y utilizando en sus tratados. La magnificencia se estaba perfilando como una de las virtudes propias de la nobleza que, de forma cada vez más consciente, deseaba realizar obras que se encuadrasen en este ideal como forma de mantener su fama en el futuro. La magnificencia aristotélica se concebía como un gasto grande y adecuado. El noble que deseaba ser considerado magnífico debía no solo gastar mucho dinero, sino hacerlo en obras que fueran dignas de tal inversión y que resultaran “lo más hermosas y adecuadas posible”.
La gran capilla de la Purificación, que solo en sus primeros cuatro años supuso una inversión de más de cuatro mil ducados de oro, sin duda correspondía a esta idea de obra magnificente, con una resolución material adecuada al enorme coste que implicaba para las arcas familiares.
Sus dimensiones dejaban clara la importancia de la nueva fundación: una planta centralizada de veinticinco metros de largo, cubierta por una bóveda de treinta metros de alto. En el exterior, su verticalidad se reforzaba mediante un coronamiento de pináculos. La nueva capilla modificaba el perfil de la catedral de Burgos, en competencia directa con el nuevo cimborrio, y creaba un nuevo hito visual en el skyline de Burgos, visible desde la lejanía. En el interior, el tamaño se veía acentuado mediante la colocación en las dos paredes que flanqueaban el altar de dos enormes escudos, el de los Velasco al norte y el de Mencía de Mendoza, cuartelando las armas de su padre y de su madre, al sur. Estos escudos sobredimensionados jugaban con la percepción espacial del espectador y, además, hacían presente la fama y la memoria de ambos cónyuges, cuya presencia quedaba así fijada en piedra.
El ajuar litúrgico de la capilla del Condestable
Más allá de las dimensiones, su ajuar litúrgico también reflejaba este deseo de magnificencia. Destacaba el conjunto de vestiduras litúrgicas, de las que solo se ha conservado la capa pluvial conocida como “Capa de los Condestables”, hecha con un lampás de seda de origen nazarí, que se remataba con una franja de terciopelo con las armas de los Velasco y los Mendoza.

Junto a ella, se han conservado una serie de objetos litúrgicos de orfebrería relacionados con los mejores artistas del momento, tanto burgaleses como de otros centros. Es el caso de la impresionante naveta atribuida a Juan de Valladolid, artista que también trabajó para la reina Isabel, y, sobre todo, del portapaz con una figura de María con el Niño en azabache y marfil, proveniente de los talleres parisinos de finales del XIV y que se ha identificado con una pieza de la colección del famoso duque de Berry.
La riqueza de sus materiales, la enorme delicadeza de su trabajo y su origen convierten esta pieza en algo especialmente prestigioso, que establece la medida de la magnificencia deseada en la dotación de esta capilla.
El singular trabajo arquitectónico de la capilla del Condestable
Los muros de la capilla del Condestable se estructuraban en tres cuerpos, articulados mediante soportes verticales que reforzaban la sensación de altura de la capilla incluida en la catedral de Burgos.
El primer cuerpo, el más bajo, tenía las puertas de acceso a la catedral y a la sacristía y acogía los retablos y la gran decoración heráldica tallada en piedra. Sobre él se situaban las tribunas, un pasillo que permitía recorrer todo el perímetro de la capilla en alto. La tribuna se comunicaba con el espacio central mediante arcos de medio punto festoneados con los símbolos devocionales y heráldicos de los patronos. El tercer cuerpo estaba formado por un gran claristorio, con ventanas decoradas con magníficas vidrieras encargadas al maestro Arnao de Flandes, que también trabajó para los reyes en la Cartuja de Miraflores. Parte de las vidrieras originales, incluida una con la firma del maestro, han perdurado a lo largo de los siglos hasta hoy. En estas vidrieras, junto a los escudos heráldicos de los patronos, aparecían escenas de la vida de Cristo y un ciclo dedicado a santa Elena y la inventio de la Vera Cruz. El conjunto se cubría mediante una bóveda estrellada cuya parte central estaba calada y dejaba pasar la luz natural, aunque de forma más indirecta y tamizada que en la actualidad.
El efecto lumínico que vemos hoy en la capilla del Condestable corresponde a las obras de restauración de Lampérez, quien sustituyó la cubierta exterior de teja por una de cristal y destapó la estrella. Esta bóveda estrellada compendia a la perfección las complejidades y sutilezas estéticas, técnicas y simbólicas que Colonia desarrolló en esta capilla.

Desde el punto de vista estético, habría que tener en cuenta los debates sobre la arquitectura funeraria de la época. Tal y como estudió Begoña Alonso para el caso de la capilla real de Granada, la nobleza castellana entendía la magnificencia de estos espacios en términos de esbeltez y de luz. Con la apertura de la bóveda, levantada sobre un cuerpo de ventanas que formaba una corona de luz, Simón de Colonia colocaba esta capilla entre los enterramientos más suntuosos de su momento, compitiendo –si no superando– con los panteones de la familia real.
La estética también estaba íntimamente relacionada con la técnica, que en esta capilla se exhibía y no se ocultaba mediante la decoración, como un elemento más, digno de la admiración de los espectadores. Destaca la limpieza en el corte de la piedra, así como el alarde que supone entrecruzar los nervios de la bóveda justo sobre el enjarje, es decir, en el punto crítico de unión de la bóveda con el muro. Los terceletes que forman la estrella no solo tenían una función decorativa, sino también tectónica. Ayudaban a transmitir los pesos, de forma que el arquitecto pudo permitirse abrir ventanas sobre las dos trompas, los elementos cónicos sustentantes que facilitaban la transición desde la planta cuadrangular de la capilla hasta la octogonal de la bóveda. La maestría técnica de Simón de Colonia se manifiesta en cada uno de los detalles de este lugar.
Esta bóveda también resulta ilustrativa a la hora de valorar el protagonismo de la luz y de su simbolismo en este espacio. La luz natural, que inundaba el interior gracias a la bóveda calada y a la corona de ventanas sobre la que esta se situaba, se complementaba con la representación de elementos solares. Hay soles tallados en las trompas de la bóveda y en la clave, donde aparece un relieve de la Presentación en el Templo rodeado por un sol. Los relieves tallados en la entrada de la capilla están rodeados de rayos solares y los arcos laterales, que se abren a dos pequeños nichos con retablos, se decoran también con los mismos rayos.
Dos espacios para la memoria del matrimonio Condestable
La presencia de los rayos de sol en la capilla del Condestable tenía, además, otro significado añadido. El símbolo del sol con el anagrama de Cristo (IHS) era el símbolo parlante de san Bernardino de Siena, santo de la reforma franciscana del que tanto Mencía como su marido eran muy devotos.
Este símbolo se multiplicaba en la capilla en combinación con otros signos heráldicos: escudos y el símbolo personal de Mencía, la cruz de Jerusalén. Así aparece en los arcos de las tribunas, en los que se van combinando soles y cruces, y sobre todo en los muros exteriores de la capilla, que se decoraron con el escudo de Mencía y leones heráldicos sosteniendo los signos del sol y de la cruz hierosolimitana. El escudo de los Velasco quedaba reservado para el muro de la sacristía.
La presencia de decoración heráldica en el exterior suponía una gran novedad. Ninguna otra capilla dejaba traslucir de esa manera quiénes eran sus patronos y, en el contexto urbano de Burgos, esta decoración tenía una extraordinaria relevancia.
La capilla del Condestable se situaba en uno de los accesos más importantes hacia los mercados de la ciudad. Y los mercaderes, peregrinos y visitantes que transitaban de forma incesante por él quedaban así expuestos a la presencia simbólica de los condes de Haro en la ciudad.
En el interior de la capilla del Condestable, la exhibición de la memoria de ambos cónyuges tenía espacios separados. Los grandes escudos de los muros de la cabecera, uno con las armas de los Velasco y el otro con las de Mencía de Mendoza, se situaban en correspondencia con la posición de los sepulcros y marcaban dos espacios de memoria, uno masculino al norte y otro femenino al sur.
En el piso de las tribunas, los escudos también se encontraban separados. Al norte se situó el de los Velasco, sostenido por una pareja de hombres salvajes, y al sur el de Mencía, sostenido por mujeres salvajes que dejaban a la vista el pecho, símbolo de su feminidad.
En ambos lados se abrían, a modo de crucero, dos pequeños nichos, donde se colocaron dos retablos. El del lado norte estaba cuajado con los símbolos heráldicos de los Velasco y dedicado a san Pedro, patrono del Condestable, rodeado por una serie de santos masculinos. El del lado sur incluía solo la heráldica de Mencía y estaba presidido por la figura de santa Ana Triple (santa Ana, la Virgen y el Niño), en una exhibición del linaje femenino de Cristo.

Todo el retablo estaba poblado por santas, que demostraban su cultura al llevar libros abiertos en las manos. Es el primero que se hizo, de los tres que decoraban la capilla, y fue el único iniciado en vida de doña Mencía. Fue realizado en su mayor parte por Gil de Siloé, mientras que los otros dos, el central y el del nicho norte, fueron realizados por Bigarny ya iniciado el siglo XVI.
Más allá de tener un espacio de memoria diferenciado del de su marido, los estudios de investigadores como Pereda han puesto de manifiesto cómo todo el espacio transpira el ideal individual de doña Mencía, que se impone al de su marido. Su heráldica aparece en los lugares más importantes. En los signos devocionales se alterna el sol de san Bernardino, común a ambos cónyuges, con su sello personal, y la liturgia para ser desarrollada en sus ceremonias funerarias coincide con los elementos arquitectónicos de la capilla.
Mediante este sepulcro insigne, doña Mencía contribuyó a garantizar la salvación de su alma, pero también a establecer su posición social y su importancia individual en el seno de la familia a la que pertenecía en la Tierra.