Según escribo estas líneas, seres humanos sumamente civilizados me sobrevuelan intentando matarme. No sienten ninguna enemistad personal hacia mí, ni yo hacia ellos. La mayoría, no me cabe duda, son hombres bondadosos, respetuosos con las leyes, que jamás soñarían con cometer un asesinato en su vida privada. Pero si uno de ellos consigue hacerme pedazos con una bomba bien lanzada no dormirá peor. Están al servicio de su país, que tiene plenos poderes para absolverlo de todo mal». Lo escribió en septiembre de 1941 un vecino de Londres. Se llamaba Eric Blair, aunque firmaba sus artículos como George Orwell, uno de los grandes escritores del siglo XX.

No sabemos si el resto de habitantes se mostraban tan comprensivos como Orwell, pero sí que cuando este hizo la reflexión, la Luftwaffe llevaba un año bombardeando la capital británica. Eso sí, los ingleses lo vieron venir.
Cuando Gran Bretaña y Francia accedieron a que la Alemania nazi se anexionase los Sudetes checoslovacos con la vana esperanza de frenar su expansión, el Gobierno británico había repartido 38 millones de máscaras antigás entre la población. Un año más tarde, el 3 de septiembre de 1939, tras la declaración de guerra a Alemania y mientras se desarrollaba la batalla del Atlántico, en Londres se oyó una sirena y los niños fueron evacuados. Pese a la alarma, los temidos ataques aéreos germanos se hicieron esperar. A finales de la primavera de 1940 la gente ya no cargaba sus máscaras de gas y muchos refugios abandonados se habían inundado.
Tras la caída de Francia el 14 de junio de 1940 los británicos aguardaban una ofensiva aérea sin precedentes. «Un banquete de 14.000 aviones oscureciendo los cielos se abatirán sobre nosotros muy pronto», anunció el recién nombrado primer ministro: Winston Churchill.
Londres: ejemplo de resistencia
El 7 de septiembre de 1940 a las 04:43h, el cielo del sureste de Inglaterra se ensombreció y se oyó el rugido de los motores de los aviones en dirección Londres. La sirena apodada «el lamento de Winnie» se dejó oír con fuerza. Las bombas incendiarias cayeron sobre los muelles y las bodegas junto al Támesis fueron pasto de las llamas. Los fuegos sirvieron de faro a los pilotos para una segunda oleada de bombas. La zona pasó a ser un amasijo de licor ardiendo, cereales chamuscados y azúcar derretido. Las ratas huían despavoridas en todas direcciones y los bomberos a duras penas avanzaban, pues las botas se enganchaban en el suelo pegajoso.

Aunque en un principio la población civil no era el objetivo de los alemanes, los elevados «daños colaterales» resultaron inevitables, en gran parte porque los empleados vivían cerca de muelles y fábricas.
A las 6:30h los bombarderos ya estaban en Francia de regreso. Se avisó de que el peligro había pasado, pero apenas hubo tiempo de respirar. A las dos horas los aparatos volvieron y las bombas se extendieron desde el puente de Londres a lo largo de unos once kilómetros. El East End se quedó sin agua, sin gas, sin electricidad y sin teléfono.
En aquella primera gran ofensiva participaron más de 900 aviones, entre bombarderos y cazas, una cifra jamás vista hasta entones. Unas 450 personas perdieron la vida y 1.600 resultaron heridas.
Hubo un antes y un después de aquello. La tormenta de bombas sobre Londres se tornó rutina y prosiguió durante 57 noches consecutivas. «Hitler ha encendido un fuego que arderá hasta que quememos los últimos vestigios de la tiranía nazi». Las palabras de Churchill habían resultado proféticas y, mientras la tiranía era vencida, las bombas transformaron radicalmente el paisaje de la capital.

Aunque para Navidad hubo una fugaz tregua, el 29 de diciembre la Luftwaffe reincidió con un nuevo destino: la City, el distrito financiero. Casi de golpe llovieron 300 bombas alrededor de la catedral de san Pablo, que se salvó gracias al dispositivo de protección desplegado por bomberos y voluntarios. No corrió la misma suerte la Cámara de los Comunes y sus señorías tuvieron que mudarse a una iglesia cercana. Las bombas alcanzaron de pleno el Museo Británico, la abadía de Westminster y el palacio de Saint James. Un artefacto impactó en el elegante Café de París y los saqueadores no tardaron en hacer acto de presencia. Buscaban carteras y joyas que arrebatar a los cadáveres.
Parecía imposible que los británicos pudiesen resistir. Las escuadrillas del Reich aparecían a cualquier hora y descargaban su mortífera carga en los lugares más inesperados: hospitales, escuelas, orfanatos, iglesias… Calles repletas de cadáveres, charcos de sangre en las aceras, familias sin hogar y escombros por doquier transformaron Londres en un escenario dantesco. Numerosas empresas cesaron su actividad y otras tantas tiendas cerraron. Los londinenses solo pensaban en sobrevivir, un milagro ante las bombas y la escasez de alimentos y medicinas.

Refugios improvisados
La ciudad solo contaba con unas 90 defensas aéreas y apenas refugios, así que hubo que improvisar. La mayoría de londinenses se escondía en refugios de hierro en sus jardines o en otros públicos de ladrillo, así como en lugares oficialmente destinados, normalmente sótanos de edificios de oficinas. Otros lo hacían bajo puentes y muchísimos escogieron estaciones de metro. Aunque la política oficial prohibía refugiarse en ellas, nadie lo impedía. Ya en la primera noche de bombardeos, presos del pánico, los habitantes del East End compraron billetes para hacer viajes cortos y se negaron a salir a la superficie. Para las autoridades era obvio que obligarles a cumplir la prohibición provocaría enfrentamientos y una bajada de moral que no podían permitirse.
Unas ochenta estaciones proporcionaron cobijo a miles de personas que esperaban a que pasase el peligro hacinadas, con frío y en condiciones insalubres. El 14 de octubre de 1940, una bomba impactó en la de Balham y murieron 68 personas, bastantes de ellas ahogadas en aguas cloacales. Ni siquiera bajo tierra la salvación estaba asegurada.
Había que animar a la población como fuese, sobre todo a los más jóvenes. Una promoción en el periódico Daily Herald alentaba a los padres a «mantenerse en calma y joviales» durante los ataques por el bien de sus hijos. Y con el fin de intentar quitar hierro al asunto, proliferaban los juegos de bombardeos y los pequeños jugaban a ser socorristas entre las ruinas.

Una noche, los oyentes de la BBC escucharon un fuerte estruendo. Una bomba había alcanzado la sede de la corporación. El presentador exhibió nervios de acero al hacer una brevísima pausa y seguir como si nada. Y es que el boletín de noticias de las 21h era indispensable para los londinenses, necesitados más que nunca de información.
Mantener la calma resultaba extremadamente difícil. Churchill lo sabía y quiso predicar con el ejemplo. Se negó a trasladar su despacho, en un sótano vulnerable del Whitehall, la sede del Gobierno, a un lugar más seguro. Tuvo suerte y ninguna bomba impactó en el edificio.
Por contra, una de las alas del palacio de Buckingham quedó considerablemente afectada sin que ningún miembro de la familia real resultase herido. Es más, quedarse en Londres fortaleció su imagen. Una frase de la reina consorte Isabel lo dejaba claro: «Mis hijos no se irán sin mí, y yo no me iré sin mi marido, que por supuesto permanecerá en Buckingham».
Habría otros bombardeos sobre Londres, pero el último contundente tuvo lugar el 10 de mayo de 1941. Cuando Hitler volvió la vista hacia el este pensando en invadir Rusia, el ataque aéreo contra el Reino Unido llegó a su fin.
Coventry: Operación Sonta Claro de Luna
El Blitz de Londres quedaría en el recuerdo no solo como la batalla aérea más espectacular de todos los tiempos, sino también como uno de los episodios más crueles llevados a cabo por los alemanes durante la guerra. Aun así, las bombas no se limitaron a castigar la capital. La Luftwaffe extendió sus blancos por toda la isla: Birmingham, Portsmouth, Plymouth, Southampton, Newcastle, Glasgow, Cardiff…
El 14 de noviembre de 1940, Coventry aguantó estoicamente 150.000 bombas en solo doce horas. Aquel ensañamiento tenía su razón de ser. Se trataba de un enclave estratégico por acumular la mayor parte de la industria de guerra británica. El problema era que las fábricas estaban tan cerca de los edificios civiles que desde el aire no podían distinguirse. El resultado fue una Coventry arrasada y una cifra de víctimas mortales sin precedentes en una sola noche: 568.

El ataque, con el nombre en clave de Operación Sonata Claro de Luna, resultó tan decisivo que Joseph Goebbels, jefe de la propaganda nazi, acuñó el verbo coventrate (coventrizar), «devastar por medio de un fuerte bombardeo», para hablar de destrucciones parecidas en otras urbes inglesas.
Años después del brutal bombardeo de Coventry se propagó la sospecha de que Churchill sabía de antemano que este iba a ocurrir. Según el capitán F. W. Winterbotham, que trabajó para la inteligencia militar británica durante el conflicto, lo hizo gracias al desciframiento de los códigos de la máquina Enigma con la que los nazis transcribían sus mensajes. Así lo plasmó en su libro The Ultra Secret. Según este oficial, el primer ministro habría callado para que los alemanes no sospechasen que sus comunicaciones habían sido interferidas.
Su teoría cuenta con detractores. Entre ellos Peter Calvocoressi, jefe de la sección aérea en Bletchley Park, encargada del desciframiento de las comunicaciones de la Luftwaffe. En su opinión, en la información de Enigma no aparecía Coventry y, aunque Churchill estaba al tanto de un ataque inminente, ignoraba el objetivo y creyó que sería Londres.

Coventry padecería aún nuevas ofensivas aéreas. La última, el 3 de agosto de 1942. Pero para aquel momento nadie dudaba de que Gran Bretaña no se iba a doblegar ante Alemania.
Bristol, Manchester y Liverpool
Diez días después de Coventry, le tocó el turno a otra ciudad histórica: Bristol. Aunque el plan alemán era destruir el puerto, donde se fabricaban y reparaban buques de guerra, así como la Bristol Airplane Company, los mayores estragos fueron en el centro medieval.
Bristol vivió seis bombardeos. En total, alrededor de 1.300 personas perdieron la vida. Mildred Ford, que entonces era una niña, declararía a la BBC que pasó aquella noche «en un gran armario bajo las escaleras». Y que, durante un parón, salió al jardín con un casco de hojalata en la cabeza y vio llamas en la iglesia de la Santa Natividad. «Era un sentimiento extraño: emocionante y aterrador al mismo tiempo», reconocería. Como «aterrador» fue para Eric Tyley, bombero voluntario. Él y sus colegas no fueron del todo conscientes del peligro al que se enfrentaban. Tanto es así que se dispusieron a recoger los proyectiles con palas.
A medida que se acercaba la Navidad de 1940, las bombas arrasaron el centro de Manchester. En la noche del 22 de diciembre, el llamado «Christmas Blitz» mató a cientos de personas y sembró de ruinas la ciudad. Durante el ataque, la gente quemaba muebles viejos en el jardín para calentarse y aprovechaba para cocinar. Más de uno y más de dos se vieron obligados a beber agua de la cisterna porque las tuberías habían sido dañadas.

Otra ciudad en la diana de los bombardeos nazis fue Liverpool, el centro de control de la batalla del Atlántico. En el condado del que es capital, Merseyside, se contaron ochenta ataques aéreos, concentrados en mayo de 1941.
Los muelles de Liverpool permanecieron inoperativos una semana y aunque el número de muertos fue bastante menor que en otros casos (unos 2.500), más de 70.000 personas se quedaron sin casa. Y es que la mitad de los edificios quedaron demolidos. Entre ellos, la iglesia de san Lucas, cuya fachada se ha conservado como símbolo de resistencia.
La vida sigue...
«Cuando irrumpieron los alemanes y vi los docks [muelles] ardiendo pensé que nadie podía contemplar esos enormes fuegos sin pensar que eran el fin de una época, que habría inmensos cambios en la sociedad, pero ese sentimiento era equivocado. Para mi asombro las cosas han vuelto a la normalidad, gracias a la inmensa solidaridad de la gente corriente», escribió Orwell.

Efectivamente, la vida en Londres y en el resto de ciudades bombardeadas siguió. Atrás quedaron las carreras, las taquicardias, los llantos… Pero los daños provocados por el Blitz difícilmente podrían olvidarse. Los del patrimonio artístico son incalculables, no así los de las víctimas humanas: 43.000 civiles en toda Gran Bretaña (20.000 solo en Londres), más de cien mil heridos y un millón de familias sin vivienda.
* Este artículo fue originalmente publicado en la edición impresa de Muy Historia.