Pearl Harbor, el choque entre la Armada imperial japonesa y el coloso estadounidense dormido

El ataque a Pearl Harbor puso frente a frente a dos de las mayores potenciales mundiales del momento en un enfrentamiento que marcaría el futuro de la Segunda Guerra Mundial. El rearme de la Armada Imperial japonesa pilló desprevenidos a los estadounidenses de la base de Hawai
Pearl Harbor, el choque entre la Armada imperial japonesa y el coloso estadounidense dormido

Antes del ataque a Pearl Harbor, Japón llevaba décadas construyendo una flota de guerra poderosa que afianzase su presencia dominante en el Pacífico frente a otras potencias, especialmente Estados Unidos. Las victorias militares obtenidas por el Imperio del Sol Naciente en la primera guerra contra China de 1894 y en el conflicto ruso-japonés de 1904 habían servido como carta de presentación de una potencia naval en auge que estaba dispuesta a hacerse respetar en su área de influencia. La Primera Guerra Mundial, en la que Japón luchó contra las Potencias Centrales, alentó un ambicioso programa de construcción naval que sirvió como instrumento de una política expansionista en la región. El impulso de la ingeniería naval permitió a Japón disponer, en un plazo relativamente corto de tiempo, de la tercera flota de guerra del mundo, solo superada por la Royal Navy y la US Navy.

El enfrentamiento entre Japón y Estados Unidos tras el ataque de la base de Pearl Harbor el 7 de diciembre de 1941 marcó el devenir de la Segunda Guerra Mundial. Foto: Shutterstock.

Una Armada formidable

Este desarrollo, discreto pero imparable, sorprendió al resto de potencias occidentales, que asistieron con preocupación al rearme naval nipón. En los despachos de Washington y Londres, los analistas advirtieron de una posible amenaza a la que había que poner coto antes de que fuera demasiado tarde. Las presiones internacionales forzaron la firma del Tratado Naval de Washington de 1922, por el que se intentó limitar una carrera armamentística que pudiera poner en peligro la hegemonía anglosajona en los océanos del mundo bajo el eufemismo de que se quería evitar una nueva guerra. Las autoridades japonesas aceptaron a regañadientes los principios del acuerdo y tuvieron que desguazar algunos de sus nuevos y poderosos acorazados a punto de realizar las pruebas de mar, todo por mantener unas apariencias que tal vez les permitieran ganar un poco más de tiempo.

Las limitaciones establecidas por el Tratado de Washington forzaron a los japoneses a aguzar el ingenio para mantener sus planes de expansión de la flota. En este sentido, fueron pioneros a la hora de ver las posibilidades que ofrecía el portaaviones, un nuevo tipo de buque de guerra que acabaría desplazando al acorazado como dueño de los océanos. Decididos a aprovechar el trabajo y tiempo invertidos, en 1921 botaron el Hōshō, diseñado en principio como un crucero y considerado como el primer portaaviones de la historia naval. Este barco reconvertido sirvió como plataforma de pruebas para poner en práctica las nuevas tácticas impulsadas por el almirante Yamamoto, teórico de la proyección del poder aeronaval, y entrenar a los primeros pilotos embarcados para atacar a los buques de superficie.

El Yamato –acorazado de la Armada Imperial japonesa– realiza pruebas a plena potencia en la bahía de Sukumo, el 30 de octubre de 1941. Foto: ASC.

El Primer Programa de Rearme Naval Japonés, también conocido como plan Círculo Uno, fue aprobado por el Ejecutivo japonés en noviembre de 1930 y supuso un considerable refuerzo de la Armada Imperial al financiar la construcción de 40 nuevos buques de guerra de última generación. En 1934 se dio luz verde al Segundo programa o Círculo Dos, que concedió fondos adicionales para otros 48 barcos.

Al mismo tiempo que los astilleros japoneses trabajaban a pleno rendimiento para cumplir los planes de producción, se puso especial cuidado en el adiestramiento de los oficiales y tripulaciones de los barcos de guerra. La instrucción de los marineros hacía hincapié en un duro entrenamiento en el que se exigía de los hombres obediencia absoluta y predisposición para el sacrificio por el emperador. Los errores o la falta de disciplina se penaban con castigos físicos y largos arrestos. Para la oficialidad la vida en el mar no era menos dura, pero se alentaba la capacidad de aportar ideas y la resolución a la hora de tomar decisiones. Sin embargo, nunca debían ponerse en duda las órdenes de un mando superior. Bajo estas premisas, que fomentaban el trabajo en equipo para cumplir con éxito la misión, las tripulaciones de los barcos formaban parte de un engranaje perfectamente engrasado para el combate.

Gracias a la eficaz política militarista de rearme naval, en vísperas del ataque a Pearl Harbor la Armada Imperial japonesa contaba con una temible flota que no dejaba de expandirse. La detallada planificación del ataque incluía la participación de los grupos aéreos embarcados de los portaaviones Akagi, Kaga, Sōryū, Hiryū, Shōkaku y Zuikaku, escoltados por una impresionante escuadra de superficie compuesta por dos acorazados, dos cruceros pesados, otro ligero y una decena de destructores, sin contar con la flotilla de avanzados submarinos que merodeaban acechando a las aisladas presas norteamericanas.

Los aviones se preparan para despegar desde el portaaviones Akagi de la Armada Imperial japonesa para el ataque a Pearl Harbor, Hawái, el 7 de diciembre de 1941. Foto: ASC.

Al margen de las unidades que participaron directamente en el ataque, la Armada nipona disponía en esos días de más de una docena de gigantescos acorazados, diez portaaviones terminados o en diferentes fases de construcción, junto a medio centenar de cruceros pesados y ligeros, sin contar un sinnúmero de buques menores. Los mandos japoneses estaban convencidos, en un error de cálculo que tendría desastrosas consecuencias, que esta flota de guerra sería suficiente para doblegar a los norteamericanos en una rápida campaña con el Pacífico como escenario. Sin embargo, pronto se reveló como claramente insuficiente en lo que fue una larga guerra de desgaste.

Poder aéreo

El desarrollo de la industria aeronáutica militar japonesa fue parejo al de la Armada Imperial. La presencia de aviones embarcados en los buques de guerra nipones se remontaba a los primeros años del siglo XX, con la presencia de primitivos hidroaviones en sus cubiertas. En los años siguientes, la creciente importancia de los portaaviones impulsó el diseño de aparatos propios adaptados a las necesidades de la nueva guerra aeronaval.

En lo que se refiere al perfeccionamiento de la aviación naval, el Círculo Uno también se concentró en la aplicación de las últimas tecnologías en el diseño de nuevos aparatos, especialmente hidroaviones de ataque que pudieran ser catapultados desde las cubiertas de los acorazados, pero especialmente en aparatos que operasen desde portaaviones. Los planificadores dedicaron especial interés al entrenamiento de pilotos en tácticas de bombardeo en picado y lanzamiento de torpedos. El Círculo Dos ordenó la creación de ocho nuevos grupos aéreos navales que debían reforzar los 14 ya existentes.

A finales de 1941, el Servicio Aéreo de la Armada Imperial, rama de las fuerzas armadas japonesas que llevó el peso del ataque a Pearl Harbor, contaba con casi 2.000 modernos aviones de primera línea, entre cazas, bombarderos en picado y torpederos. La mayoría de sus pilotos, especialmente los de cazas, eran curtidos aviadores con amplia experiencia en combate adquirida en los cielos de China. El núcleo de su organización operativa era la Kidō Butai (Fuerza Móvil), que integraba al grueso de sus portaaviones y que permitía el intercambio de escuadrones completos entre los buques, lo que facilitaba su cohesión y aumentaba su fuerza de ataque.

Bombarderos Aichi D3A1 Tipo 99 de la Armada japonesa a punto de despegar de un portaaviones en la mañana del 7 de diciembre de 1941. Foto: ASC.

El grueso de las oleadas de aviones japoneses lanzadas contra Pearl Harbor estaba formado por tres modelos concretos con misiones específicas. El Aichi D3A, conocido por los aliados con el nombre en clave de “Val”, era un bombardero en picado embarcado que tuvo el privilegio de ser el primer aparato nipón en atacar un objetivo norteamericano en la campaña del Pacífico. Tripulado por un piloto y un artillero, podía transportar una bomba de 250 kilos bajo el fuselaje o dos bombas de 60 kilos en cada ala. Con una autonomía de vuelo de casi 1.500 kilómetros y una velocidad punta de 450 kilómetros por hora, el Aichi D3A fue el avión japonés que más barcos aliados hundió durante la guerra.

El Nakajima B5N “Kate” constituyó la espina dorsal de la flota de aviones torpederos del Servicio Aéreo de la Armada Imperial. Con una tripulación de tres hombres, el piloto iba en el asiento delantero de la carlinga y el navegante y bombardero estaba situado en el central, mientras que el operador de radio iba detrás y también estaba encargado del manejo de una ametralladora defensiva. Considerado en su tiempo como el mejor avión torpedero del mundo, el “Kate” podía alcanzar una velocidad de 380 kilómetros por hora y tenía una autonomía de casi 2.000 kilómetros. Podía transportar un torpedo del Tipo 91 y en su configuración como bombardero una bomba de 800 kilos.

Un caza Grumman F6F-3 Hellcat de la Armada de EE UU a bordo del USS Yorktown (CV-10), el 20 de noviembre de 1943. Foto: ASC.

Pero si hubo un avión japonés que destacó en el ataque a Pearl Harbor y en toda la campaña del Pacífico ese fue el Mitsubishi A6M “Zero-sen”. Considerado el mejor caza embarcado hasta la llegada, a finales de 1943, del avión norteamericano Grumman F6F “Hellcat”, pronto reveló sus impresionantes cualidades. Caza de gran radio de acción y excelente maniobrabilidad, adquirió fama en combates aéreos cerrados, situaciones en las que prácticamente no tenía rival. Armados con dos ametralladoras montadas sobre el morro y otras dos en las alas, los “Zero” eran un arma letal en manos de los experimentados aviadores que los pilotaban.

No existe unanimidad entre los historiadores militares a la hora de fijar con precisión el número total de aviones japoneses lanzados contra Pearl Harbor. Las cifras varían dependiendo de las distintas fuentes y oscilan entre los 390 y los 432 aparatos, contando a los que formaron parte de las oleadas que participaron en el ataque y los que realizaron misiones de patrulla defensiva de la flota. Entre las tripulaciones niponas se repartieron fotografías de la base norteamericana dividida en cuadrantes, donde se indicaba la zona concreta que cada piloto debía atacar. Los bombarderos y torpederos debían lanzarse contra portaaviones y acorazados como objetivos preferentes, mientras que los cazas debían concentrarse en ametrallar los campos de aviación y destruir en tierra los aparatos enemigos para impedir un contraataque.

Pearl Harbor: agradable destino

A principios de la década de los cuarenta, la gigantesca base aeronaval de Pearl Harbor, resguardada en una laguna costera en la isla de Oahu en Hawái, era un agradable destino para los oficiales y marinos de la US Navy destinados allí. Cercana a la localidad de Pearl City y situada al oeste de Honolulu, la capital del archipiélago, constituía un excelente puerto natural para los navíos de la confiada Flota del Pacífico de Estados Unidos.

Fotografía aérea de Pearl Harbor (Hawái) poco antes del ataque japonés de diciembre de 1941. Foto: Getty.

En sus instalaciones y alrededores, mandos navales y del Ejército, tripulaciones de los barcos, aviadores y soldados de la guarnición disfrutaban del clima benigno y la hospitalidad local en un ambiente luminoso y colonial en el que se vivía una disciplina relajada que invitaba a dejarse llevar. A finales de 1941 nadie parecía estar excesivamente preocupado por la escalada de tensión con Japón, aunque en Washington se elevaban algunas voces que advertían del rearme naval nipón. Para los más escépticos, se trataba de temores infundados de los que se hacían eco los más agoreros. Sin embargo, sobre Pearl Harbor hacía tiempo que soplaba una inquietante brisa que no tardaría en convertirse en un huracanado viento de guerra.

En aquel tiempo, Hawái todavía no tenía la categoría de estado de la Unión. El territorio del archipiélago había sido anexionado por Estados Unidos en 1898, suprimiendo la monarquía local que hasta entonces había regido su gobierno. Desde un primer momento, las autoridades norteamericanas supieron ver el valor estratégico que las islas podían tener para sus planes de expansión por el Pacífico y decidieron construir una gran base naval que diera cobertura a sus buques de guerra. De esta forma, lo que en principio fue un apostadero de carbón para abastecer las calderas de los barcos de vapor se acabó convirtiendo en una estación aeronaval de primer nivel mediante la compra y expropiación de terrenos.

Tras la ampliación y dragado de los canales, se construyeron un astillero y un arsenal que cambiaron el perfil del paisaje. El perímetro de la base se amplió con almacenes, talleres, depósitos de combustible, hospitales, barracones para la guarnición y pistas de aterrizaje, instalaciones que le dieron el aspecto de una ciudad en la que convivía el personal de la US Navy y del Ejército junto a sus familias

En este proceso de transformación se produjeron varios hitos. El 28 de mayo de 1903 recaló en la base el USS Wisconsin, el primer acorazado que entraba en la dársena del puerto. En 1917, la isla Ford, situada en el centro de Pearl Harbor, fue comprada por el Gobierno federal para establecer un campo de aviación militar de uso compartido entre la Fuerza Aérea del Ejército de EE.UU. y la US Navy, pistas que debían servir para el desarrollo del poderío aéreo, especialmente el de la aviación naval. Desde finales de los años treinta, esta isla albergó un fondeadero para barcos de gran porte y una base de mantenimiento de submarinos. Hasta el ataque japonés, los únicos hechos dramáticos que vivió la base fueron un brote de peste bubónica en 1900 y el derrumbe de la estructura de un dique seco en 1913.

El acorazado estadounidense USS Wisconsin (BB-64) fotografiado en alta mar entre 1988 y 1991. Foto: ASC.

Desprevenidos

A pesar del clima de relajación que se vivía en Pearl Harbor, el potencial de la flota japonesa era un peligro latente que nadie podía ignorar y que acabó forzando la adopción de medidas preventivas. En una fecha tan temprana como el 1 de febrero de 1933, la Marina de Estados Unidos organizó un simulacro de ataque a gran escala contra la base que debía servir para poner a prueba la capacidad de reacción del personal encargado de su defensa. Sin embargo, este ejercicio no tendría continuidad en años posteriores a pesar del empeoramiento de la situación.

La invasión japonesa de la Indochina francesa en 1940 supuso un aumento de la tensión entre las dos potencias y, ante los informes de inteligencia que advertían de una posible acción hostil contra intereses norteamericanos en la región, en mayo de ese mismo año el presidente Franklin D. Roosevelt ordenó trasladar el cuartel general de la Flota del Pacífico desde San Diego a Hawái como gesto de disuasión ante un posible ataque nipón. Al mismo tiempo, se ordenó reforzar las defensas de las Filipinas para prevenir una ofensiva en Extremo Oriente. A esas alturas, la mayoría de los analistas estaban convencidos de que en caso de que los japoneses decidieran ir más lejos en su amenaza atacarían antes las bases norteamericanas del archipiélago filipino. En las oficinas de los estrategas del Departamento de Marina en Washington, nadie con autoridad se planteaba que los japoneses se atrevieran y fueran capaces de atacar un objetivo tan lejano como Pearl Harbor.

Algunos de los más confiados eran el almirante Husband E. Kimmel, comandante de la Flota del Pacífico con base en Hawái, y el general Walter Short, jefe de las defensas militares terrestres y aéreas del archipiélago. Ambos mandos se habían dejado contagiar por el clima relajado que se vivía en la base y desoyeron las advertencias de Henry L. Stimson, secretario de Guerra y hombre que conocía bien Extremo Oriente por haber desempeñado el cargo de gobernador general en Filipinas.

Ante el aumento de las acciones bélicas japonesas, Stimson recomendó intensificar los vuelos de reconocimiento, incrementar el nivel de alerta de las unidades aéreas desplegadas y mejorar el entrenamiento y mantenimiento de las defensas antiaéreas. Sin embargo, el almirante Kimmel y el general Short consideraron estos consejos innecesariamente alarmistas y decidieron no adoptar ningún tipo de medida tendente a incrementar la protección de la base.

El contralmirante Husband E. Kimmel en 1939 a bordo de su buque insignia, el USS San Francisco. Foto: ASC.

Ambos militares tenían bajo su mando una fuerza formidable que en un exceso de confianza les hacía sentirse invulnerables. En el momento de producirse el ataque contra Pearl Harbor, en su puerto había atracados ocho acorazados, entre ellos el USS Arizona, buque que había entrado en servicio durante la Primera Guerra Mundial, el USS Oklahoma, otro veterano de la Gran Guerra que había evacuado a ciudadanos norteamericanos al comienzo de la Guerra Civil española, y el USS Nevada, el único que consiguió zarpar bajo el fuego enemigo en un intento por ponerse a salvo. A estos buques, integrados en las llamadas Divisiones de Acorazados de la Flota del Pacífico, había que añadir ocho cruceros, una treintena de destructores, cuatro submarinos y medio centenar de barcos menores, abarloados en el puerto y en la laguna interior de Pearl Harbor. 

Por fortuna, no había ninguno de los portaaviones que los japoneses habían esperado encontrar, principal objetivo del ataque. El USS Saratoga se encontraba en San Diego, mientras que su gemelo el USS Lexington navegaba con rumbo a Midway transportando aviones de la Marina. El USS Enterprise, el último de los portaaviones de la terna que tenía su base en Pearl Harbor, regresaba a Hawái después de entregar una escuadrilla de aviones en la isla Wake cuando fue informado en directo del ataque japonés. 

Algunos de sus bombarderos y cazas consiguieron despegar para interceptar al enemigo, con la mala fortuna de ser recibidos por fuego amigo al ser confundidos con aparatos nipones, confusión que costó el derribo de varios aviones. Si los japoneses hubieran destruido estos portaaviones, posiblemente el resultado final de la campaña del Pacífico hubiera sido muy distinto.

Cinco bombarderos estadounidenses Helldivers de la flota pacífica regresan a sus portaaviones tras atacar Haha Jima y Chichi Jima, a 600 millas al sur de Tokio. Foto: Getty.

En la Naval Air Station de Ford Island y en las bases aéreas de Hickam Field, Wheeler Field y Bellows Field se concentraban los casi 400 aviones destinados en Pearl Harbor. La mayoría eran cazas P-40 “Warhawk” y P-36 “Hawk” de la USAAF, estacionados en las pistas sin adoptar ningún tipo de medidas para protegerlos. A ellos había que añadir varios bombarderos e hidroaviones de la Marina aparcados indefensos. Una docena de bombarderos de largo alcance B-17 “Flying Fortress”, que habían hecho escala en su vuelo del continente a las Filipinas, también fueron cogidos por sorpresa. Durante el ataque, tan solo unos pocos cazas norteamericanos consiguieron despegar para interceptar a los aparatos japoneses concentrados en destruir los aviones en tierra.

Mientras el cielo límpido de Oahu se cubría con el humo negro de los incendios y las explosiones, un puñado de marineros, soldados y marines corrieron a las posiciones antiaéreas para descubrir que la munición estaba guardada bajo llave. De la misma forma, los acorazados que componían el grueso de la Flota del Pacífico estaban anclados sin la protección de redes antitorpedos. Cuando dos horas más tarde se retiraron los aviones japoneses, fue evidente la magnitud del desastre.

Explosión del USS Shaw durante el ataque japonés a Pearl Harbor, el 7 de diciembre de 1941. El destructor fue reparado y sirvió en el Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial. Foto: Shutterstock.

El que fue conocido como “Día de la Infamia” exigió responsables, y todas las miradas se dirigieron hacia el almirante Kimmel y el general Short. Acusados de negligencia y degradados, sus respectivas carreras terminaron en 1942.

* Este artículo fue originalmente publicado en la edición impresa de Muy Historia.

Recomendamos en

¿Quién fue el último virrey británico de la India? Esta es la historia de los infructuosos intentos de Lord Mountbatten por conciliar a hindúes y musulmanes antes de la independencia

Al bisnieto de la reina Victoria, leyenda de la II Guerra Mundial, le correspondió la difícil tarea de poner punto final a la presencia de su país en la India. Como último virrey, se vio forzado a entregar la joya de la corona del Imperio y luego, como primer gobernador general, a sellar la independencia. En la India lo quisieron y él se enamoró de ella, pero ya en casa Churchill se negó a darle la mano porque se había comportado como “un nativo más”
  • Carolina del Prado