El 10 de septiembre de 1936, un funcionario soviético de escasa relevancia pública abandonó Moscú junto a su mujer María y su hija Vera, con destino Madrid. La España republicana, inmersa en los primeros meses de la Guerra Civil, había formalizado unos días antes relaciones diplomáticas con la Unión Soviética.
El funcionario era un hombre físicamente poco imponente. De estatura baja y cuerpo asediado por una redondez prematura. Sus rasgos más señalados eran su pelo ralo, de corte militar, y una mirada inquisidora que proyectaba por igual desconfianza e inteligencia. Viajaban con pasaporte diplomático, y con él atravesaron Alemania y Francia, países en los que había desempeñado misiones con anterioridad.

En el último tramo del viaje tomó un avión en Toulouse para dirigirse a Barcelona. En el vuelo coincidió con una persona que despertó sus sospechas. Hablaba inglés alemán con fluidez, si bien su acento delataba un origen distinto.
Se presentó como comerciante de pieles, lo que acentuó más su extrañeza; un comerciante de pieles difícilmente tendría grandes oportunidades de negocio en un país de clima cálido como España inmerso en una guerra. Ambos mantuvieron un receloso silencio durante el resto del viaje.
El funcionario llegó a Barcelona el 16 de septiembre. La capital catalana vivía un tiempo de ebullición revolucionaria y tensión política. A pesar del caos, las autoridades militares del aeródromo del Prat pusieron una pequeña avioneta a su disposición para proseguir el viaje hasta Madrid. Cedió una plaza a su misterioso acompañante, quien declinó amablemente, alegando que no se dirigía a la capital.

Unos días después, ya instalado en su despacho de la embajada soviética en Madrid, recibió la visita de un militar soviético interesado en presentarle a un amigo y compatriota. Ambos se reconocieron inmediatamente. El supuesto comerciante de pieles era en realidad el general Manfred Stern, más conocido en la guerra española con el seudónimo de general Kléber, una figura legendaria en las Brigadas Internacionales y de la defensa de Madrid.
El oscuro funcionario que había atravesado una Europa convulsa para llegar al corazón de un país en guerra, se sintió entonces liberado de la clandestinidad que condicionaba su actuación. Dijo llamarse Orlov, general Alexander Orlov. Su compatriota comprendió en ese momento la relevancia que camuflaba su pasaporte diplomático.

La leyenda Orlov
En el mundo de apariencias y engaños al que estaba acostumbrado, Orlov se había creado una personalidad ficticia a medida. Se llamaba en realidad Leiba (León) Lazarevich Feldbin y había nacido el 21 de agosto de 1895 en Bobrysk (Bielorrusia). Su familia, que regentaba un modesto negocio maderero que acabó quebrando, optó en 1913 por abandonar aquel páramo aislado y buscar fortuna en Moscú.
Sus primeros hechos de armas tuvieron como escenario la guerra civil entre el ejército rojo y los rusos blancos, y la guerra ruso-polaca de 1920. En ambas campañas, el joven oficial demostró una brillante capacidad para organizar acciones de guerrilla y contraespionaje.
La sagacidad de Dzerzhinski, responsable de la recién fundada policía secreta, para detectar colaboradores apropiados reparó pronto en su hoja de servicios. En 1921 fue reclamado en Moscú. Su primer destino fue dirigir un destacamento de la guardia fronteriza al noreste de la URSS.

Durante un breve periodo retomó sus estudios de Derecho y en 1924 se graduó en leyes en la universidad. Su siguiente destino, reincorporado a la actividad en la GPU (nombre con el que entonces se denominaba a la antigua Cheka) le condujo hasta la capital georgiana: Tiflis (actual Tiblisi), donde conoció al delegado adjunto de ese departamento en la región, Laurenti Beria. Comenzó entonces una estrecha colaboración entre ambos.
A partir de 1926 inició una exitosa trayectoria en el exterior como agente de inteligencia, con actividades en París y Berlín. Solía actuar con nombre falso y cobertura diplomática. Era, en la jerga del Centro, un «residente legal», un agente amparado por la embajada soviética y que operaba como miembro de la rezidentura (residencia), la denominación con que se conocía la infraestructura de inteligencia en un país.
Sin embargo, durante su misión en Londres, Orlov actuó como agente ilegal, ajeno por tanto a la protección oficial de la embajada y en el más genuino papel de espía. Residió en la capital británica entre septiembre de 1934 y octubre de 1935, haciéndose pasar por un empresario norteamericano dedicado a la importación de frigoríficos que vendía en una tienda de Regent Street.
Su actividad fue especialmente fructífera durante esos meses como controlador de varios de los llamados «cinco de Cambridge»; el grupo más importante de infiltrados con que contó la inteligencia soviética en Occidente durante décadas. Estos agentes comunistas, Kim Philby, Anthony Blunt, Guy Burgess, John Cairncross y Donald Maclean, pertenecían a la élite de la sociedad británica y se prestaron a colaborar por convicción ideológica.

Orlov se vio obligado a regresar urgentemente a Moscú cuando se encontró accidentalmente en Londres con un antiguo profesor de inglés al que había frecuentado en Viena y que conocía su identidad real.
Cuando el 26 de agosto de 1936 fue convocado por Yagoda, máximo responsable de conglomerado de inteligencia, conocido ya como NKVD (Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos), le comunicaron la decisión de enviarle a España al frente del operativo de espionaje en la zona republicana.
Una de las primeras medidas asociadas a su nueva misión fue la elección de un nombre en clave. Se le sugirió que utilizara el de un conocido escritor ruso del siglo XVIII: Alexander Orlov. Al calculador espía le pareció una elección acertada. Figuraba entre sus autores favoritos. León Lazarevich Feldbin pasó así a convertirse en Orlov, el nombre con el que sería conocido en España y en la historia del KGB.

Durante los siguientes días se reunió con otros responsables del servicio con los que acordó los detalles de su misión. Supuestamente acudía a España en calidad de agregado de la embajada soviética. Así figura en el pasaporte diplomático expedido por las autoridades de Moscú, con fecha 3 de septiembre de 1936.
Antes de partir mantuvo un encuentro con el general Jan Berzin, un alto dirigente de la inteligencia militar que había sido nombrado agregado militar en España. Ambos serían en la práctica, por encima incluso del propio embajador Marcel Rosenberg, los dos soviéticos más influyentes en la España republicana.
La batalla clandestina
Orlov ejerció plenamente y desde el primer momento su influencia con la convicción de ser uno de los hombres más poderosos de la España republicana, avalado por la alargada sombra de Moscú y favorecido por la debilidad del régimen republicano en estructuras de inteligencia e información.
La legación rusa se había establecido en el Hotel Palace, «el paradigma del capitalismo reconvertido en el centro de la diplomacia soviética». Orlov no tuvo una grata impresión personal del embajador Rosenberg, como tampoco la conservó del presidente Manuel Azaña.
Sin embargo, sus relaciones fueron más fluidas con el entonces presidente del Gobierno, Francisco Largo Caballero, a quien manifestó en su primer encuentro el objetivo de su misión: crear un servicio de inteligencia tras las líneas franquistas y organizar grupos de guerrilla en su retaguardia.

Creó dos escuelas de formación, en Madrid y en Valencia. Allí recibían instrucción soldados dispuestos a introducirse en la retaguardia enemiga en misiones de sabotaje o información. Orlov reconoció en una entrevista a Stanley G. Payne en 1968 que los efectivos guerrilleros sobrepasaron los 14 000 integrantes, aunque la cifra probablemente es excesiva. Sus logros en el espionaje fueron notables, con una red de informadores amplia y bien coordinada.
Por otra parte, en aquellos meses se consolidó la presencia militar soviética. Entre octubre de 1936 y julio de 1937 la URSS envió a España 600.000 toneladas de material bélico, en el que se incluían 648 aviones, 347 tanques, 60 vehículos acorazados, 1186 ametralladoras y 340 morteros. El personal del ejército soviético desplazado en ayuda de la II República se elevó a unos mil tanquistas y pilotos, además de unos 600 asesores en diversas disciplinas militares.

La Unión Soviética se convirtió así en el principal y casi único proveedor militar de la República, lo que afianzó su influencia y el peso político de su legación. Lejos de entender esta entrega como un compromiso ideológico, Moscú obró con un calculado interés y no ordenó el envío de estas remesas hasta conocer la forma de pago del gobierno republicano, a un coste muy superior al valor real del armamento.
A este fin se destinaron las reservas de oro del Banco de España, en cuyo traslado a la URSS tuvo una responsabilidad directa Alexander Orlov.
El oro de Moscú y el caso Nin
Con el consentimiento del presidente del Gobierno Largo Caballero, el entonces ministro de Hacienda Juan Negrín autorizó el traslado de 500 toneladas de oro del Banco de España a la Unión Soviética para atender los pagos derivados de la ayuda militar. Las gestiones, en el más absoluto secretismo, las había supervisado Alexander Orlov.
Él personalmente presenció el embarque del precioso material en cuatro cargueros soviéticos en el puerto de Cartagena. Los buques abandonaron España el 25 de octubre de 1936 con 7800 cajas de oro en sus bodegas. Constituían las tres cuartas partes de las reservas.
El otro cuarto restante se había depositado en Francia. Hasta ese momento, España atesoraba las cuartas reservas de oro más cuantiosas del mundo. El otro incidente relacionado con Orlov le sitúa como responsable último de la detención y asesinato del líder del poum, Andreu Nin, en Alcalá de Henares.

Pese a que él negó reiteradamente los hechos, la evidencia de las pruebas que le señalan como inspirador y ejecutor de su detención y posterior asesinato son abrumadoras. El principal elemento de acusación contra Nin era un supuesto documento en el que se detallaban las posiciones artilleras republicanas en la Casa de Campo de Madrid.
El documento había sido incautado a Javier Fernández Golfín, un falangista madrileño miembro de la Quinta Columna. Sobre el mapa milimetrado, los hombres de Orlov habían añadido en el reverso un texto escrito con tinta simpática utilizando el código cifrado habitual de las tropas franquistas. En él se evidenciaban supuestos vínculos entre la Falange y el POUM, al que se tildaba de organización de espionaje al servicio de Franco. El Centro denominó esta purga Operación Nikolai.
El 16 de junio de 1937, tras los enfrentamientos de mayo de 1937 en Barcelona entre comunistas de un lado, y poumistas y anarquistas de otro, Andreu Nin y los principales dirigentes del poum fueron arrestados. Una delegación especial de agentes del Servicio de Investigación Militar (SIM) se había desplazado expresamente desde Madrid para efectuar la detención del político catalán.
Nunca más se le volvió a ver. Se sabe de su paso por diversas checas de Madrid y de su muerte en un centro de detención de Alcalá de Henares a manos de los sicarios del NKVD, ubicado en un palacete que había pertenecido a los comunistas Constancia de la Mora e Ignacio Hidalgo de Cisneros. Nunca se han encontrado los restos de Andreu Nin.
Fuga y silencio
A pesar de sus méritos, o quizás debido a ellos, Orlov sabía mejor que nadie que el conocimiento de estas operaciones podía constituir una salvaguarda o una condena. Y no tuvo dudas al respecto cuando recibió la orden de acudir a una cita con sus superiores fuera de España.
Casi sin excepción, todos los responsables de la delegación soviética en España habían sido ejecutados a su regreso, incluido su amigo el general Kléber. Orlov tomó la decisión de abandonar España y fugarse junto a su familia. Su primera medida consistió en situar a su mujer María y a su hija Vera en un lugar seguro y alejado de la influencia de Moscú. Las trasladó en coche en la primavera de 1938 al Gran Hotel de Toulouse, con la instrucción de aguardar su espera en un plazo indeterminado. Regresó a España para no despertar sospechas.
En julio recibió las instrucciones que temía. El Centro le ordenaba que acudiera a una cita con otros agentes los días 13 y 14 de julio en el buque soviético Svir, anclado en el puerto de Amberes. Orlov abandonó Barcelona el 11 de julio supuestamente con la intención de dirigirse al encuentro.
Portaba un salvoconducto especial para cruzar la frontera firmado por el ministro de Estado, Julio Alvárez del Vayo. Viajaba en compañía de Soledad Sancha, su leal traductora, y el chofer. Orlov realizó el viaje sin contratiempos. Al cruzar la frontera de La Junquera exhibió el pase facilitado por el Gobierno.

Una vez en territorio francés ordenó a sus acompañantes que le esperaran seis días y que, transcurrido ese plazo, regresaran a Barcelona. Recogió a su familia y tomó el tren que unía la ciudad de Perpignan con París. Llegó a la capital en la mañana del 13 de julio. Se inscribió en el Hotel Crillon con nombre falso, por su proximidad a la embajada norteamericana.
Sus interlocutores en Amberes ya habían advertido su retraso y esperaban impacientes cualquier señal. Cuando acudió a la legación de Estados Unidos le informaron que el embajador, William C. Bullit, estaba ausente. Consciente de que no tenía un minuto que perder, Orlov se dirigió entonces a la embajada canadiense, alegando que pretendía entrar en Estados Unidos desde Canadá.
Su petición fue atendida. Orlov y su familia embarcaron en un buque canadiense en el puerto de Cherburgo y el día 21 de julio llegaron a Québec. Una vez en Canadá, escribió una extensa carta de 37 páginas a Stalin, con copia a su superior Yezhov, en la que exponía los motivos de su fuga y amenazaba con publicar un libro esclarecedor sobre los crímenes del régimen estalinista, que saldría a la luz si a él o a su familia le sucediese algún percance. Los Orlov entraron finalmente en Estados Unidos el 13 de agosto de 1938.
Orlov publicó varios libros, colaboró con la CIA y el FBI y prestó declaración en varias ocasiones ante la justicia norteamericana, aunque nunca desveló la totalidad de los secretos que conocía, especialmente la verdad sobre el episodio Andreu Nin o sobre las redes de agentes soviéticos que operaban en Occidente. De alguna forma, su pacto de silencio garantizó su futuro. Falleció en Estados Unidos en 1973.