Cuando los godos derrotaron al ejército de Valente y humillaron al Imperio romano

Al poco tiempo de ser nombrado emperador, Constantino emprendió una campaña militar contra las bandas de invasores bárbaros que acechaban el Imperio e intentaban adentrarse en él por los ríos Rin y Danubio. Sus sucesores continuaron la lucha
Arco de Constantino

Uno de los primeros combates de Constantino contra los bárbaros fue la lucha que mantuvo con una banda de invasores francos, cuyos líderes fueron apresados y exhibidos en el circo de la ciudad de Tréveris, donde fueron devorados por las fieras. También combatió en el Rin y el Danubio para frenar las embestidas de los pueblos germánicos. Aunque estaba convencido de que Dios le había ayudado a conseguir la victoria sobre sus enemigos, fueron sus legiones las que le permitieron obtener el control absoluto del Imperio. Tras veinte años de guerras civiles, muchos pensaron que Roma renacía de sus cenizas.

Entre el Coliseo y la colina del Palatino, en Roma, se sitúa el arco del triunfo erigido para conmemorar la victoria de Constantino en la batalla del Puente Milvio en el año 312. Foto: Alamy.

Constantino se convirtió en un entusiasta constructor de edificios. Suya fue la iniciativa de erigir el nuevo complejo de baños en Roma y la enorme basílica cristiana, cuyas ruinas todavía destacan en el Foro romano. Constantino también ordenó construir numerosos monumentos, como el Arco Triunfal que lleva su nombre y que todavía puede admirarse en el Foro romano, que fue erigido para conmemorar su victoria ante el emperador Majencio en la batalla del Puente Milvio. Pero su mayor proyecto urbanístico lo inició en el año 324 con la remodelación de la antigua Bizancio, a la que bautizó con su propio nombre, Constantinopla.

Cristianismo, nueva religión del Imperio

La urbe de Constantino se extendía sobre una superficie de 13.000 hectáreas y, al igual que la Ciudad Eterna, sobre siete colinas, situadas en el Bósforo, entre el mar Negro y el mar de Mármara. Desde entonces, Constantinopla se adornó con grandes construcciones y conjuntos palaciegos que hicieron de ella una de las ciudades más bellas del mundo. También pasó a ser la capital del Imperio de Oriente y el centro neurálgico de las rutas comerciales que enlazaban Asia y Europa oriental.

Desde la fundación de Constantinopla como capital del Imperio romano de Oriente por Constantino, las murallas que la protegían sufrieron diversas ampliaciones y modificaciones. Foto: Getty.

Desde siglos atrás, los romanos adoraban numerosos dioses, como Júpiter, Juno, Marte o Minerva, que eran fácilmente identificables con los griegos Zeus, Hera, Ares o Atenea. Pero el panteón de divinidades también incluía otras deidades menores a las que se rendía pleitesía para aplacar su ira. El culto a esos dioses prevenía el mal de ojo, las plagas de las cosechas, o cualquier otra desgracia que pudiera afectar a los hogares. Fue a partir de Constantino cuando el cristianismo barrió todas aquellas creencias, convirtiéndose en la nueva religión del Imperio.

En un arranque de absoluta arrogancia, Constantino escribió una carta al monarca persa Sapor II en la que le comunicaba que el poder de su Dios le había facilitado el triunfo ante sus enemigos. En la carta mostraba su satisfacción por la numerosa comunidad cristiana que vivía en Persia y exigía al monarca sasánida que la apreciara y protegiera. No hay constancia documental de la reacción de Sapor II y de si éste tomo alguna represalia contra los cristianos.

Sucesores de Constantino

Lo que sí sabemos es que poco después de enviar la misiva Constantino ordenó una campaña militar contra los persas, aunque no pudo concluirla ya que falleció poco después, en el año 337. En su testamento, el emperador había nombrado “césares” a sus tres hijos (Constantino II, Constancio II y Constante), que fueron proclamados emperadores al desaparecer su padre. La medida restauraba de alguna forma la gobernanza colegiada del Imperio. Pero sus ambiciones y discrepancias desembocaron en una nueva guerra civil que concluyó con la victoria de Constancio II, que fue proclamado emperador único del Imperio en el año 353.

Constancio II (en el busto) elevó a su primo Juliano al rango de césar, pero éste reclamó el cargo de augusto e inició una guerra que no se libró por la muerte del emperador en 361. Foto: Alamy.

Desde el mismo inicio de su reinado, Constancio II se vio acosado por innumerables intentos de usurpación que alimentaron su paranoia y agudizaron los enfrentamientos armados. Para él, todos los que le rodeaban eran potenciales enemigos que conspiraban en la sombra para arrebatarle la púrpura imperial. No le tembló el pulso cuando ordenó pasar a cuchillo a una rama de la familia imperial, que incluía al padre de su primo Juliano. De aquella salvaje purga sólo se salvó este y su hermano Galo.

Defensa de la frontera imperial de Oriente

Años después, el enloquecido emperador nombró “césar” a su primo Juliano para que controlara los territorios occidentales del Imperio. Pese a que Constancio había ordenado la muerte de su padre, Juliano aceptó el encargo de su primo y demostró sus habilidades militares venciendo a los alamanes cerca de la actual Estrasburgo y frenando a los bárbaros que llegaban a las fronteras del Imperio. A la presión de los pueblos germánicos se añadió la que ejerció el ejército persa, que en el año 359 se apoderó de las posesiones romanas en Mesopotamia, Armenia y el Cáucaso.

La frontera oriental del Imperio volvía a estar seriamente amenazada. Constancio II reaccionó y organizó un gran ejército para enfrentarse al monarca sasánida, para lo cual pidió a su primo Juliano que le aportara fuerzas del frente occidental. Éste había prometido a sus hombres que nunca serían trasladados a Oriente. Cuando les comunicó la orden imperial enfurecieron tanto que días después eligieron a Juliano como nuevo emperador.

Aunque el reinado de Juliano II (en la estatua), apodado por los cristianos, «el Apóstata», fue breve, su figura ha despertado un gran interés debido a su peculiar personalidad. Foto: Alamy.

Aunque al principio mostró ciertas reticencias, probablemente fingidas, Juliano se puso al frente de sus hombres y se dirigió hacia Constantinopla para hacer valer sus derechos. Antes de llegar a la capital imperial de Oriente, llegó la noticia de la muerte de Constancio II. El nuevo emperador llegó al trono sin derramar una gota de sangre y sin ninguna oposición a la vista. Juliano había sido educado como cristiano y llegó a ser ordenado miembro de rango inferior del clero. “Todos los signos externos parecían sugerir que, al crecer, Juliano se había convertido en una persona pía y sin ambición, pero en secreto rechazaba tanto a Constancio (que ordenó el asesinato de su padre) como a su dios cristiano”, escribe Adrian Goldsworthly en su libro La caída del Imperio Romano: el ocaso de Occidente. Para sorpresa de la metrópoli, Juliano se destapó como un ferviente defensor de las religiones paganas, lo que le valió el sobrenombre de “Apóstata”. Su reinado fue muy breve. Perdió la vida en una campaña contra los persas en el año 363.

Las tropas eligieron como sucesor a Joviano, que antes de morir logró replegar las fuerzas romanas de Oriente sin sufrir grandes pérdidas. El vacío de poder fue rápidamente subsanado por las legiones, que otorgaron la púrpura imperial a Valentiniano I. Su primera medida fue nombrar “augustos” a su hermano Valente y a su hijo Graciano. Tras luchar con éxito contra las tribus germanas, el nuevo emperador falleció mientras mantenía una negociación con el jefe de los cuados en la frontera del Danubio.

En el año 375, Valentiniano I entró en Iliria al frente de un numeroso ejército, pero falleció durante una violenta audiencia con los embajadores de los cuados. Foto: Album.

Las tropas volvieron a mostrar su influencia otorgando la púrpura imperial a su hijo Valentiniano II, un niño de corta edad que fue manejado a placer por la camarilla palaciega. El poder real fue a manos de Valente, que quedó al frente de los territorios orientales, y de Graciano, que controló los de occidente. Italia y el norte de África fueron gobernados por los cortesanos que cuidaban del pequeño Valentiniano II.

Inmigrantes en el Imperio

Atento a los movimientos del ejército persa, Valente se trasladó a Antioquía para organizar el contraataque romano. Allí recibió la visita de un grupo de embajadores del pueblo tervingo, que formaba parte del grupo étnico de los godos. Le contaron las penurias de su pueblo a manos de los hunos, unos feroces guerreros que provenían de las estepas de Asia Central. Su crueldad y violencia eran tales que los tervingos decidieron huir hacia el Oeste hasta llegar a orillas del Danubio.

Los embajadores pidieron permiso a Valente para que su pueblo, encabezado por su jefe Fritigerno, pudiera cruzar la frontera y asentarse en tierras del Imperio. Lo cierto es que Roma necesitaba incrementar su población, dadas las enormes pérdidas humanas que habían causado las epidemias y las guerras civiles. Además, sus guerreros siempre podrían incrementar las filas del mermado ejército romano. En sus escritos, el historiador romano Amiano (siglo IV) desvela que los asesores del emperador le convencieron para que permitiera la llegada de inmigrantes a territorios despoblados del Imperio, ya que generarían más ingresos a las empobrecidas arcas de Roma.

Nuevos colonos despreciados

La única condición que se les impuso fue que aceptaran la fe cristiana, a lo que no opusieron ninguna resistencia. Los tervingos cruzaron el Danubio y se pusieron a las órdenes de las autoridades romanas en Tracia a la espera de que se les indicase cuál iba a ser el lugar de asentamiento definitivo. Mientras tanto, los romanos se comprometieron a alimentar al pueblo de Fritigerno. Pero pronto comenzaron los problemas. El oficial al cargo de la región, llamado Lupicino, trató con desprecio a los nuevos colonos, que apenas recibían grano para abastecer sus necesidades.

Lupicino trasladó a Fritigerno y a su pueblo a un mísero campamento en las afueras de Marcianópolis, donde continuó maltratándolos. El romano desplazó a soldados de la frontera para que controlasen a los inmigrantes, lo que dejó desguarnecida la orilla del río, circunstancia que aprovecharon otros pueblos godos para penetrar en el Imperio. En el campamento de los tervingos la tensión era tal que Lupicino invitó a Fritigerno y a algunos de sus guerreros a un banquete en la ciudad para tratar de limar asperezas.

En la ilustración, un guerrero, un joven, una mujer y un niño con la indumentaria y armas propias de los godos en los siglos III y IV. Foto: Photoaisa.

El resultado fue nefasto. En un momento de la noche se produjo un choque entre soldados romanos y guerreros tervingos. Los oficiales arrestaron a los tervingos involucrados en la pela y los condenó a muerte, lo que desató la ira en el campamento de refugiados. Sus guerreros se encaminaron a la cercana Marcianópolis dispuestos a plantar cara a los romanos. Para evitar males mayores, el romano ordenó que los tervingos detenidos fueran liberados. Pero la lucha ya había comenzado. La guarnición fue masacrada en un abrir y cerrar de ojos, pero Lupicino logró escapar y salvar su vida. Su ineptitud provocó una peligrosa guerra en territorio imperial.

Una desordenada batalla

Las noticias que llegaron de Marcianópolis sublevaron a los godos que servían en el ejército romano. Muchos desertaron y se unieron a los tervingos, que comenzaron a saquear las villas y poblados que encontraban a su paso. El ejército bárbaro vagó por los Balcanes, donde el Imperio no tenía ninguna legión disponible para detenerlo. En el año 377, tropas de Graciano y Valente llegaron a la región para hostigar a los godos. Ambos ejércitos se enfrentaron en la batalla de Ad Selices, cuyo resultado fue un mísero empate que en nada favorecía a los romanos.

Aquel año, el emperador Valente firmó un tratado de paz con los persas, lo que le permitió dejar de lado los problemas en Oriente y centrar su atención en los godos. En la frontera del Rin, los alamanes sabían que los romanos preparaban un ataque frontal contra los godos en Tracia y dedujeron que al otro lado del río apenas habría tropas vigilando el paso, por lo que aprovecharon la ocasión para lanzar un ataque contra territorio romano. El ejército de Graciano tuvo que recular para frenar el nuevo ataque de los bárbaros. Por su parte, Valente y su ejército prosiguieron el avance hacia Tracia para dar caza a los godos de Fritigerno.

A comienzos de agosto del año 378, Valente tuvo noticias de que los tervingos se encontraban en las inmediaciones de Adrianópolis y que las tropas de Graciano podrían llegar en pocos días para reforzar el ataque. Sin embargo, Valente decidió iniciarlo antes de recibir refuerzos. Pensaba que su ejército podía acometer la batalla sin ayuda. El 9 de agosto los hombres de Fritigerno se parapetaron en un círculo de carromatos y prendieron fuego a unos matorrales para que el viento reinante desviara el humo hacia el ejército romano.

Antes de que las unidades del flanco izquierdo de las tropas romanas se desplegaran del todo, dos unidades de caballería del flanco derecho iniciaron el ataque sin haber recibido órdenes de Valente. El empuje de la caballería fue rechazado por los godos, que aprovecharon aquel movimiento para atacar con dureza a los romanos. La batalla no tuvo orden ni concierto, lo que beneficiaba la forma de guerrear de los godos. En medio de la refriega, los tervingos recibieron la ayuda de la caballería greutunga, que traspasó como un afilado ariete las desordenadas filas romanas. Estos emprendieron la retirada acosados por la caballería goda. Las crónicas dicen que en ese momento Valente fue herido mortalmente por una flecha. Nunca hallaron su cuerpo.

Valente fue cercado en una choza en su huida de Adrianópolis. No quiso rendirse, los godos prendieron fuego a la cabaña y el emperador murió abrasado (arriba, la escena en un grabado). Foto: Alamy.

Además de cobrarse la vida de unos diez mil soldados, la derrota de Valente fue un duro mazazo para el orgullo del Imperio. ¿Cómo era posible que los bárbaros tratasen de tal modo a la civilizada Roma? Los romanos parecían haber olvidado que su poder y grandeza se habían gestado gracias a la conquista de territorios y al sometimiento de pueblos enteros, así como a los saqueos, botines y prisioneros que fueron esclavizados por el Imperio.

Los compatriotas de Vercingétorix, los numantinos y los pueblos germánicos sometidos durante tantos años fueron vengados en la batalla de Adrianópolis. Animados por la aplastante victoria que habían logrado ante las todopoderosas legiones romanas, los godos se encaminaron a Constantinopla para tomarla. Pero la visión de sus imponentes murallas frenó los ánimos de Fritigerno y de sus hombres. Los guerreros y sus familias dieron media vuelta y dirigieron sus pasos hacia los Balcanes, donde vagaron durante meses a la espera de mejores oportunidades.

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