¿Qué esconden las pinturas mitológicas de Velázquez?

La numerosa y brillante producción de obras de temática mitológica de Velázquez, en las que no faltó su característico realismo, suscitan numerosas interpretaciones en las que conviven el pasado y los asuntos de su tiempo
Las hilanderas

Diego Velázquez vivió inmerso en un mundo en que tan habituales eran las referencias a Cristo o a la Virgen María como los personajes de la mitología pagana. Así lo demuestra el hecho de que durante las fiestas de su boda con Juana, hija de su maestro y a partir de aquel día de abril de 1618 también su suegro, Baltasar Cepeda recitara un largo romance en el que, a las numerosas y previsibles referencias religiosas e históricas, añadió unas pocas más de carácter mitológico, y entre ellas una al caballo Pegaso y otra al monte Parnaso. 

La apoteosis de Hércules, pintada por Pacheco en 1603-1604, decora el techo de una de las salas de la Casa de Pilatos. Foto: Album.

Nada extraño, cuando el propio Pacheco había llenado de dioses paganos el techo de una de las habitaciones principales de la Casa de Pilatos, en Sevilla. Allí se reunía una informal academia en la que se leían poemas, se hablaba de los vestigios arqueológicos procedentes de la antigua Hispalis o de las novedades artísticas que venían de Italia o los Países Bajos, cuando no de las maravillas del Nuevo Mundo que arribaban en los barcos que atracaban en el Arenal o de las noticias que llegaban de la corte de Madrid, que según avanzaba el siglo se tornaban menos halagüeñas. No en vano era Sevilla puerto de Indias y una de las ciudades más cosmopolitas en la Europa del momento, aunque sus naturales fueran también muy conscientes del pasado ilustre de la ciudad. Esto promovía entre sus élites una inclinación por la erudición y la recolección de antigüedades que también enmarcaron la formación y la primera producción del joven pintor.

Pintura de Historia

Si bien las circunstancias vitales posteriores lo llevaron a dedicarse esencialmente a la pintura de retratos, no por ello Velázquez dejó de cultivar otros géneros pictóricos y en particular, por lo que aquí interesa, el de la pintura mitológica, que hay que entender como un subgénero, a su vez, de la pintura de historia. Este era el predilecto en la teoría clásica de las artes porque permitía al artista abordar asuntos que podían llegar a alcanzar un carácter ejemplar, pero además porque era el más complejo en términos estrictamente artísticos, ya que implicaba el dominio compositivo, el control de los gestos y los movimientos, de la perspectiva, de la iluminación y el color y, en definitiva, de la invención.

Las hilanderas o La fábula de Aracne (1655-1660) ha recibido a lo largo del tiempo muy diversas interpretaciones. Foto: Album.

El acervo mitológico era inmenso y en su amplitud radicaba la posibilidad de repensar los grandes asuntos del pasado y hacerlo de una manera renovada que, en el mejor de los casos, permitiría al artista superar a los artistas antiguos, por entonces modelos a emular para todo el que quisiera dedicarse cabalmente a las cosas del arte.

Vino viejo en odres nuevos, la mitología permitía abordar asuntos de actualidad en clave política, moral, biográfica, histórica o incluso histórico-artística, aunque para ello se requiriera de artistas capaces de plasmar esa complejidad y de un público capaz de entender y apreciar esas novedades antiguas. Velázquez lo encontró en Sevilla, sin duda, pero sobre todo en la corte.

De hecho, las seis pinturas mitológicas que hoy se le atribuyen fueron realizadas en o para el entorno cortesano y en un arco temporal tan amplio que abarca desde 1628 hasta poco antes de su muerte en 1660. Un interés, por tanto, que comprende buena parte de su carrera y que también se reflejó en su biblioteca personal, en la que hubo ejemplares de la Historia natural de Plinio el Viejo, de la Iconología de Cesare Ripa, una versión de las Metamorfosis de Ovidio y una edición de la Filosofía secreta de Juan Pérez de Moya, por ejemplo.

Además, la pintura mitológica permitió a Velázquez tratar, mediante recursos exclusivamente pictóricos, asuntos tan relevantes para las artes del momento como la representación de las emociones o de la persuasión, así como abordar un género que, dadas las convenciones de la época, no era habitual entre los pintores españoles contemporáneos: el desnudo. Asimismo, y dado el carácter de la propia tradición mitológica, Velázquez pudo tratar un aspecto definitorio de su obra, que caracteriza desde las obras juveniles hasta Las meninas: los límites entre realidad y ficción y las paradojas que se producen cuando estos límites se difuminan.

El último bodegón

Sin ir más lejos, el que en la documentación se denomina Triunfo de Baco y que hoy conocemos como Los borrachos, pintado en Madrid quizá en torno a 1628 y animado por la presencia de Rubens en la corte madrileña, es el último de sus bodegones y la primera de sus historias. No en vano en él se combinan la representación mimética de los objetos del primer plano con el grupo de comensales en torno a la figura central que desde siempre se ha identificado con el dios antiguo en una composición en la que domina la variedad, pero no la confusión. En ella, el asunto prestigioso de la coronación de un poeta se aborda desde un realismo que supone una novedad estilística que actualiza el asunto representado, pero que además podría ser considerado paradójico en tanto que es empleado para representar un tema ideal. Sin embargo, Velázquez no se regodea en la parodia, aunque así pudieran acentuarlo algunas de las actitudes de los acompañantes que sufren los efectos de los excesos del vino; no hay que olvidar que también disfrutan de su beneficio, en particular, la inspiración poética. Por lo demás, es la primera vez que Velázquez aborda la representación del desnudo que tanta relevancia tendrá en La fragua de Vulcano.

En La fragua de Vulcano (1630), Velázquez recoge un momento emocionalmente intenso, al conocer el herrero de los dioses el adulterio de su mujer. Foto: ASC.

Este cuadro fue seguramente realizado durante el primer viaje del pintor a Italia, entre 1629 y 1631, cuando no solo tuvo la oportunidad de culminar su formación al confrontarse con la estatuaria clásica y el arte de los maestros antiguos y modernos, sino también, y contra lo que cabría esperar, de ofrecer sus propias y muy personales respuestas a los grandes debates que se estaban produciendo entonces en torno a los géneros del retrato, del paisaje y de la gran pintura de historia.

En efecto, el año que casi pasó en Roma permitió a Velázquez conocer a los mejores pintores italianos contemporáneos como Pietro da Cortona, Guido Reni, Guercino o Domenichino, y a los franceses residentes en la ciudad como Nicolas Poussin o Claudio de Lorena a la par que las obras de un escultor de la talla de Bernini. Además, por entonces podían verse en la ciudad dos obras que después acabarían en las colecciones reales españolas, La bacanal de los andrios y La ofrenda a Venus de Tiziano

Bajo esos estímulos debió de afrontar la creación de La fragua, que, seguramente, ideó como pareja a La túnica de José. Ambas obras se caracterizan por su complejidad compositiva y por la capacidad narrativa que Velázquez desarrolló en torno a dos asuntos que versan sobre el poder de la palabra y las emociones que suscita, especialmente cuando se trata de un engaño. En efecto, Apolo anuncia a Vulcano que su mujer, Venus, está en ese momento disfrutando de la compañía de Marte. El anuncio desata un catálogo de emociones entre los presentes perfectamente trabado y, de nuevo, en un entorno realista. Velázquez recurre a la historia antigua para, además, investigar sobre la representación del desnudo masculino en distintas actitudes, y lo hace explotando los principios clásicos de la invención, la variedad y la claridad y una gama reducida de colores. Esta última remite al alarde de los pintores antiguos, capaces de un máximo de resultados con un mínimo de recursos, alcanzando nuevas cotas en la creación del espacio a través de los elementos de la composición y la modulación de la luz.

La bacanal de los andrios (1523-1526), de Tiziano, se exponía en Roma durante el primer viaje a Italia del pintor. Foto: ASC.

Pinturas vinculadas

Como si se tratara de una consecuencia de la escena narrada en La fragua, el Marte que pintará años después para la Torre de la Parada tiene, a su vez, un correlato futuro con La Venus del espejo que pintó más tarde. De hecho, esta vinculación entre las tres pinturas subraya su riqueza semántica. En este caso, Velázquez remite a un modelo clásico, el célebre Ares Ludovisi, u otros modelos posteriores, pero los transforma en un soldado melancólico para, además, mostrar la superioridad de la pintura en la representación de la aparente carnalidad del dios.

Destinado a decorar un pabellón de caza, actividad que constituía en la época un sustitutivo de la guerra para los cortesanos y, en particular, para el rey, en ocasiones se ha interpretado en dudosa clave política y se ha relacionado con la decadencia militar hispánica. 

Venus del espejo (hacia 1647-1651). La presencia de Cupido identifica a la diosa romana. Foto: ASC.

Su contrapartida femenina, La Venus del espejo, pintada hacia 1650, le permitió abordar un asunto rarísimo en su época, el del desnudo de una mujer, para lo que el recurso primordial era, obviamente, el relato mitológico. Sin embargo, lo que Velázquez hace es despojar al asunto de toda tentativa narrativa y lo reduce a la mera representación del cuerpo de una mujer desnuda cuya carnalidad es tan palmaria y se hace tan presente —a pesar de que sucesivas restauraciones han arrasado la superficie pictórica del cuadro— que ha hecho pensar a muchos, entre los que me incluyo, que en realidad estamos ante la representación de una mujer real, quizá aquella amante que tuvo en Roma y con quien tuvo un hijo ilegítimo, Antonio, por quien seguiría preocupándose toda vez que volvió de Italia por segunda vez, en 1651.

Los hilos del mito

Sería ya en Madrid cuando pintara Las hilanderas, el cuadro mitológico en que Velázquez desvela la conciencia que tenía del puesto que ostentaba en una heroica historia de la pintura. En efecto, la historia que narra la obra es el desafío que la mortal Aracne planta a Atenea en torno a cuál es mejor tejedora, y por ello el cuadro se ha interpretado como una reflexión de lo que el sevillano representaba en esa historia heroica: al fondo pintó El rapto de Europa mediante un fingido tapiz inspirado en la copia que Rubens hizo a partir de un original de Tiziano. El pintor se identificaba así con una tendencia particular de la historia de la pintura representada por Tiziano y Rubens: la que primaba el color y la pincelada suelta, así como los valores táctiles de la pintura.

Al final de su carrera tuvo aún tiempo Velázquez de pintar otras cuatro obras mitológicas para el Salón de los Espejos del Alcázar de Madrid: Venus y Adonis, Cupido y Psique, Apolo y Marsias y Mercurio y Argos, de los que solo conocemos la última que, en muchas ocasiones, ha sido leída en clave política, pues podría hacer referencia a la vigilancia que el gobernante ha de ejercer siempre sobre sus súbditos, pero también sobre sus propias acciones (no caer rendido ni a los placeres ni a los halagos).

Mercurio y Argos es una de las últimas obras de Velázquez, pintada hacia 1659 para el Salón de los Espejos del Alcázar de Madrid. Foto: ASC.

En cualquier caso, Mercurio y Argos comparte notas con las obras anteriores a pesar de que fueron realizadas en épocas muy dispares y separadas en el tiempo. Aunque se inspiran en el mundo ideal de la mitología clásica, fueron materializadas a través de la representación de personajes realistas, e incluso en el caso de Venus, en situaciones o entornos también realistas. Esa vulgarización debería ser entendida como una lectura del pasado antiguo que está más allá y más acá de nuestra concepción de la Antigüedad, esa que se fundamenta aún en la idealizada, olímpica y deshumanizada de Johann Joachim Winckelmann. Tengo para mí que la concepción de Velázquez estaba más cerca que la nuestra de aquellos dioses humanos, demasiado humanos, que poblaron el Olimpo.

Esa cualidad humana permitió al pintor emplearlos, de hecho, para reflexionar a propósito de las debilidades y las incertidumbres, de los placeres y los dolores que acompañan cualquier vida, y también sobre los logros y las limitaciones de la representación y, por ende, del arte de la pintura. Es por esa razón por la que, si algo caracteriza a las obras mitológicas de Velázquez, es su multiplicidad de significados, unos configurados solo para unos pocos, otros evidentes para la mayoría. Quizá esa estrecha relación con el observador, pasado y actual, sea la primordial característica de la obra velazqueña. Ahí radica su paradójica atracción: porque apenas tenemos datos a propósito del contexto de su ideación, su producción y su primera exhibición y valoración, esas obras siguen constituyendo insondables misterios hoy y se configuran como preguntas siempre abiertas.

Superar a los antiguos

El conocimiento de las pinturas de la Antigüedad por parte de los artistas y teóricos de los siglos XVI y XVII fue puramente literario y llegó, sobre todo, a través de la lectura de anécdotas protagonizadas por Apeles, Zeuxis o Parrasio, tres de los artistas más famosos de la Antigüedad, si bien la escasez de restos de pintura impedía comprobar la veracidad de los testimonios que Plinio recogía en su Historia natural. Sin embargo, esa misma ausencia fue un acicate para los artistas modernos. Por un lado, la repetición o la variación de esas anécdotas de tratado en tratado y de conversación en conversación les animaron a representar miméticamente la realidad como habían hecho los antiguos, y no necesariamente de una forma idealizada, aunque fuera esa la pretensión de los teóricos. Por otro, les incitaron a hacerlo emulando y, por tanto, intentando superar la destreza y el ingenio de los antiguos; Velázquez, como antes Tiziano o Rubens entre otros muchos, fue uno de tantos pintores que, a través de los asuntos mitológicos, quiso parangonarse y superar a los míticos artistas de la Antigüedad.

Las “Poesías” de Tiziano

Uno de los más célebres conjuntos de pintura mitológica que se podía ver en las Colecciones Reales españolas en vida de Velázquez era el constituido por las “Poesías” de Tiziano. En su correspondencia, el propio Tiziano se refiere a ellas como seis pinturas de tema mitológico realizadas para Felipe II entre 1553 y 1562 y destinadas a un camerino de uso privado cuya función se desconoce: El rapto de Europa; Dánae; Perseo y Andrómeda; Diana y Acteón; Diana y Calisto y Venus y Adonis. En ellas destacan fundamentalmente los aspectos formales con sus implícitas referencias al debate sobre la superioridad entre la pintura y la escultura y, especialmente, entre Tiziano y su rival, Miguel Ángel, abanderados de cada una de las respectivas artes. 

Una de las seis “Poesías” de Tiziano, Dánae recibiendo la lluvia de oro (hacia 1553–1554), se expone en el Museo del Prado de Madrid. Foto: ASC.

Por ejemplo, Venus y Adonis establece un sensual diálogo con Dánae al contraponer la espalda de la diosa y el frente de la hija de Acrisio. Además, las cualidades pictóricas de Dánae contrastan con las más escultóricas de Venus y Adonis, un contraste que sin duda supondría un acicate para los pintores que, como Rubens o Velázquez, tuvieron acceso a las Colecciones Reales hispánicas. De hecho, que Velázquez viera a Rubens copiar buena parte de la producción de Tiziano que se conservaba en Madrid entre 1628 y 1629 ha sido considerado uno de los episodios más relevantes en la vida del pintor sevillano. Muchas de esas copias fueron compradas después por Felipe IV a la muerte de Rubens, un indicio vital de la relevancia que ese proceso de emulación debió de tener tanto para el monarca como para los pintores implicados.

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