Aquilino Duque comienza su texto sobre La España de Velázquez recordando que el poeta Luis Rosales le dio una lección de hidalguía al decirle: «Si los españoles somos “hijos de algo”, es gracias a Cervantes y Velázquez».
Sabemos de sobra que Velázquez aspiraba a la nobleza y que, a la postre, encontró el reconocimiento en esa Cruz de Santiago que está pintada sobre su hábito de pintor en Las Meninas. Este provinciano asimilado en la corte madrileña tuvo que moverse en labores diplomáticas y algo, sin duda, aprendió de Rubens, el embajador de los virreyes de Flandes.

A pesar de las enormes dificultades económicas de la monarquía, durante el reinado de Felipe IV se acrecientan de manera extraordinaria las colecciones artísticas y, en esas compras y trabajos de estricta decoración real, Velázquez va a cumplir su misión, pasando del cargo inicial de ujier de cámara al de aposentador mayor de palacio. Tuvo la posibilidad de estudiar a fondo las colecciones que se atesoraban en el alcázar y en distintos sitios reales y, verdaderamente familiarizado con la pintura veneciana y flamenca, viajó en dos ocasiones a la Roma contrarreformista donde compró y copió numerosas obras de arte, entre otras, paisajes de Poussin, pero sobre todo pudo estudiar detenidamente a Miguel Ángel y Rafael.
“Gran pintura española”
Manuel Bartolomé Cossio señaló que la llamada Escuela Española del siglo XVII no es otra cosa que pintura castellano-andaluza. Y, sin duda, en la formación de Velázquez fue decisivo el ambiente artístico y poético que latía en las tertulias de la casa sevillana de su suegro, Francisco Pacheco. La gran pintura española surge de la brillante síntesis de elementos de la pintura y el grabado flamencos con la pintura italiana posterior a Masaccio. Velázquez pintó menos de un centenar y medio de cuadros, dedicado a numerosas tareas cortesanas, pero bastan detalles, como esa hermosa copa de cristal que nos hechiza con su transparencia en El aguador de Sevilla, para que tenga el rasgo de la maestría absoluta.

Teología de la pintura
Alfonso E. Pérez Sánchez, en el texto que escribió en el enorme catálogo de la exposición dedicada a Velázquez en el Museo del Prado en 1990, comienza recordando que este pintor ha sido siempre «la cifra y compendio de la pintura española», el autor del cuadro que llego a ser calificado por Luca Giordano como la «teología de la pintura»; sin duda, Las Meninas es, como apostilló Palomino, «lo superior de la Pintura».
En la pintura velazqueña no hay “misticismo”, sino más bien una preocupación constante por la verdad que late en la naturaleza. Sus composiciones mitológicas, el género culto por excelencia, tienen una suerte de “tono menor”. En ellas que se introduce siempre la experiencia de lo cotidiano; a través del pincel de Velázquez se humaniza a los dioses olímpicos. En sus cuadros aparece gente humilde y laboriosa, paisanos con arrugas en el rostro y sonrisas francas como aquellos «borrachos» que quitan toda trascendencia a los rituales dionisiacos. Lafuente Ferrari elogió la capacidad que tenía para captar la vida y para penetrar y «salvar» a sus modelos. Incluso cuando retrata a los bufones, no deja de ofrecer imágenes de la dignidad, como también sucede en el gesto del Marqués de Spínola recibiendo las llaves de la rendida ciudad de Breda que es, para Manuel García Morente, la perfecta encarnación de la «elegancia española».
Ortega y Gasset llegó al “exceso” de apuntar que no hay más pintura que la italiana; para el pensador de la «deshumanización del arte», Velázquez es, mal que pueda pesar a muchos obsesos “patrioteros”, el último gran pintor italiano.
Un favor del Prado
Lo cierto es que tuvo que pasar casi un siglo y medio para que Velázquez comenzara a ser valorado como un maestro indiscutible. Propiamente, fue la apertura del Museo del Prado (1819) lo que posibilitó la “demostración” de la grandeza velazqueña. Si Delacroix propuso unir el estilo de Miguel Ángel con el de Velázquez, Eduard Manet no duda en calificar al español, en las cartas que escribió a Fantin-Latour y Baudelaire, tras visitar el Prado en 1865, como el más grande pintor que jamás haya existido. Sus cuadros no dejaron ya de atrapar a todo tipo de pintores, desde Renoir a Sargent, dejando una profunda huella en compatriotas como Rusiñol, Sorolla o Zuloaga. «Esa prodigiosa y casi mágica facilidad» —apunta Pérez Sánchez—, «que hace fluir sobre el lienzo la pintura con precisión rigurosísima, pero con sorprendente libertad, constituye la fascinación mayor de un artista que no ofrece en modo alguno halagos efectistas al espectador ni imágenes cargadas de resonancias expresivas, fáciles de conectar con el mundo en que vivimos, como sucede con Goya».

Príncipe de pintores
El capítulo final de la monografía que Jonathan Brown le dedicó a Velázquez apunta que, aunque este pintor de príncipes terminaría por convertirse en príncipe de pintores, en realidad no dejó seguidores inmediatos y ocupa un lugar en solitario: «El más grande de los pintores españoles fue también el menos característico del arte español». Brown sintetiza esa diferencia: viajó a Italia mientras sus colegas permanecieron en España, tuvo una amplia educación (algunos de los pintores de la época eran apenas capaces de leer y escribir) y, según sabemos por el inventario de Mazo y Fuensalida, poseía una biblioteca de 154 libros dedicados no solamente a la teoría del arte, sino a cuestiones matemáticas, mecánicas, anatómicas y de arquitectura. Pero, sobre todo, la posición política de Velázquez le permitió «redefinir la finalidad y función de su arte», sustrayéndose a los programas de la pintura religiosa. «Uno tras otro» —dice Ortega— «los testigos hacen constar que Velázquez no ha ejercido nunca el oficio de pintor, que ha vivido siempre con el decoro y la actitud de un noble, que su pintura es un don, una “gracia” y no una manera de vivir».
Este pintor de pocas palabras, flemático y con ínfulas de caballero, no fue otra cosa que un hidalgo en el teatro de la grandeza. En cierto sentido, su misión fue estetizar la política decadente de la Casa de Austria, componiendo “las apariencias” en una monarquía que perdía su esplendor en la geopolítica europea de mediados del siglo XVII. Tampoco podemos olvidar que cuando Velázquez realiza su segundo viaje todavía no ha terminado la insurrección en Cataluña. Los muros de la patria, valga la evocación de Quevedo, estaban desmoronándose, y el afán coleccionista de la realeza española tiene el signo de la sublimación del fracaso. Tal vez esos monarcas que apenas son visibles en el espejo de Las Meninas puedan ser interpretados, desde nuestra mirada marcada por las sugerencias que Foucault hiciera en Las palabras y las cosas, como la aparición “espectral” de un poder que comenzaba a borrarse.

Velázquez buscó obsesivamente el “ennoblecimiento” de la pintura, consiguiente que en su hábito, acaso trazada por la mano del rey, surgiera la cruz del caballero. Ortega señaló que Velázquez es «uno de los hombres menos prensiles que haya existido. Vivir va a ser para él mantenerse distante. Su arte es la confesión, la expresión de esta actitud radical ante la existencia. Es el arte de la distancia». La virtud de este pintor fue, en el arte de la vida, la frialdad (un rasgo que no tiene nada de típicamente “español”), aunque lo que sentimos en sus cuadros es el latido de lo cotidiano, el calor cordial de una mirada humanista que plasmó la verdad.