Goya, ¿el gran pintor de la Ilustración?

Son varias las obras de Francisco de Goya que, en la época de las Luces, reflejan la crisis del progreso, los comportamientos irracionales o la naturaleza más cruel y descarnada del ser humano
Gaspar Melchor de Jovellanos

Con un gesto melancólico. Así retrata Goya a Jovellanos en 1798, cuando era ministro de la corte de Carlos IV. A un lector actual, que asiste al exhibicionismo de políticos de toda índole demasiado orgullosos de sí mismos que, siguiendo simples instrucciones de marketing, se presentan tan seguros como hiperactivos, sin resquicio de duda o pausa, puede chocarle que Goya representase así a un ministro. Y no era uno cualquiera. Cuando se le nombra para tal cargo, Jovellanos es uno de los intelectuales más admirados del país, en especial entre los reformistas. Su producción escrita es amplia, variada y tiene un gran impacto entre las élites. Recto y brillante, de modales impecables y aspecto cuidado, dotado de un verbo inspirado, las academias y tertulias de la época que se precian quieren contar con su presencia.

Gaspar Melchor de Jovellanos, hacia 1798. Foto: ASC.

Pese a ello, Goya pinta al ministro Jovellanos solo, en el interior de su despacho, sentado junto a su mesa de trabajo y apoyando la cara en la palma de la mano izquierda. Desde hacía siglos, ese era el gesto de la melancolía en el arte europeo. La luz es delicada y Goya despliega una gran maestría en las pinceladas. Es uno de sus mejores retratos. Es un placer acercarse al cuadro y gozar de las manchas, libres y sabias, con las que define la mesa o la casaca del ministro. Luego hay que alejarse, observar el lienzo desde cierta distancia, disfrutarlo, aprehenderlo. Jovellanos mira al espectador y su vista parece cansada. Es cierto que unos años antes se le había expulsado de la corte y, cuando vuelve a Madrid, la situación no está para echar cohetes. España se encontraba inmersa en una profunda crisis política y económica.

Tampoco cabe olvidar que Goya fue un retratista de gran éxito y pintaba a las principales figuras de la corte de Carlos IV utilizando las convenciones que en la época definían a un personaje de la realeza, un alto cargo o un aristócrata. Goya no critica ni evidente ni sutilmente a los clientes que le pagan (y mucho) para que les retrate. Por supuesto, no lo hace con su admirado amigo Jovellanos. De hecho, el carácter melancólico con el que retrata a este intelectual se ha interpretado como un recurso para destacar su inteligencia y su sabiduría, para presentar al ministro como un destacado erudito.

No obstante todos sus posibles sentidos, este retrato de Jovellanos pintado por Goya se ha utilizado en muchas ocasiones como emblema de la presunta derrota de la Ilustración en España, del fracaso de sus intentos de modernización y regeneración. A los ojos de Goya, Jovellanos parecería darse cuenta del fatal destino de su país a las puertas de una crisis profunda, una devastadora guerra contra un ejército extranjero y, algo más allá, un largo pulso, no pocas veces sangriento, entre los propios españoles. La esperanza de un posible consenso pacífico para desbrozar sendas hacia el progreso quedaría más allá de las fuerzas de los individuos, incluso de los más brillantes; el sueño de la razón se desdibujaría en la bruma melancólica que envuelve el retrato de Jovellanos.

Melancolía I, 1514. Grabado de Alberto Durero, forma parte de las denominadas Estampas maestras. Foto: ASC.

¿Qué es un ilustrado?

La propia obra de Goya, parte de la cual muestra con crudeza a un pueblo zafio y crédulo, a autoridades egoístas y crueles; en la que pululan multitud de personajes tenebrosos, en la que campesinos sostienen a burros, las mujeres son compradas, los semejantes son degollados y los fantoches se convierten en ídolos; en la que, en definitiva, la violencia, la ignorancia y la estupidez campan a sus anchas, se ha ligado a veces a una España brutal y abocada a un destino oscuro. La trayectoria vital del pintor de Fuendetodos, que muere exiliado en Francia tras la vuelta del absolutismo de manos de Fernando VII, sería un signo más de la imposibilidad de la Ilustración en España. A pesar de que la paleta de Goya es muy rica y su obra presenta muchas caras, sus tintas negras, su producción de mayor contenido dramático se ha identificado en distintos niveles con un presunto fracaso de su país y de las Luces.

Pero si se parte de una mirada demasiado melancólica, se puede distorsionar aquello que se observa. La España ilustrada existió y Goya participó de ella. No obstante, en esta relación de Goya con la Ilustración hay un problema: no me veo capaz de definir qué fue la Ilustración y dudo que alguien pueda hacerlo. Las Luces son un cajón de sastre demasiado amplio. Hay quienes solo quieren llamar ilustrados a pensadores escogidos que plantearon una ruptura radical con el sistema político y filosófico anterior; en el lado opuesto, se ha etiquetado como ilustrado a cualquiera que en el siglo XVIII manifestase cierta voluntad reformista, aunque fuese muy superficial y se hiciese desde un rotundo compromiso con el Antiguo Régimen. De hecho, ciertos monarcas absolutistas han sido alineados en las Luces: los llamados «déspotas ilustrados». A algunos de estos reyes se les han erigido monumentos conmemorativos en las democracias contemporáneas. Sin ir más lejos, a Carlos III, que durante su reinado tuvo que huir de Madrid, se le ha montado recientemente en un caballo de bronce para que desde esa altura domine la céntrica Puerta del Sol.

Carlos III, cazador, hacia 1786. Goya sigue la tipología de los retratos de Velázquez. Foto: ASC.

En defensa del progreso

El perímetro de la Ilustración, pues, no puede trazarse con exactitud, y a veces fue más una actitud que la comunión con un decálogo establecido. En todo caso, sabemos que Goya tuvo buenos amigos entre los reformistas y pintó, dibujó o grabó algunas de sus preocupaciones. Aunque tiene límites en lo que plantea y debe tener en cuenta el formato en el que lo hace, Goya utiliza las bellas artes para censurar costumbres populares que considera bárbaras, creencias absurdas e intolerantes, el egoísmo y la crueldad de los poderosos, la violencia brutal de los ejércitos, a los privilegiados que abusan de los sometidos; en definitiva, lo que él y muchos contemporáneos ilustrados calificaban de «caprichos», «disparates» y, por descontado, «desastres de la guerra». Del mismo modo, Goya no solo retrata a reyes absolutos y a las autoridades de su época. Fuese a través de determinados encargos o durante ciertos periodos —pero en todo caso no desde una plena y sostenida libertad, que en su época resultaba utópica—, nuestro artista defiende desde los valores de progreso de las Luces hasta el constitucionalismo político.

En la serie de estampas conocida como Desastres de la guerra, que elabora entre 1810 y 1814, Goya incluye en el juego que regala al académico ilustrado Juan Agustín Ceán Bermúdez un grabado titulado Esto es lo verdadero. Aparece un personaje femenino tocado por una corona de laurel y envuelto en luz, que muestra a un campesino los frutos de una naturaleza pródiga. El personaje femenino, tal vez una alegoría de la agricultura, abraza y mira con honesta ternura al labrador, mientras le señala un árbol repleto de frutos. El rostro del campesino todavía está inmerso en las sombras. Gracias a un prodigioso uso del buril y los ácidos sobre la plancha de bronce, Goya juega poderosamente con los contrastes de luz y oscuridad. 

Esto es lo verdadero, 1814-1815. En la serie Desastres de la guerra, Goya censura la irracionalidad y brutalidad de ambos bandos, sin afanes propagandísticos. Foto: Museo Nacional del Prado.

La serenidad de esta estampa contrasta con el dramatismo de la serie. En ella encontramos algunas de las caras más terribles de la hambruna y la guerra que azotan el país: cuerpos de enemigos ajusticiados, colgados y desmembrados con absurda inquina; pobres macilentos muriendo de hambre mientras ciertos privilegiados los observan con desprecio; una niña sola que sigue al cuerpo de su madre fallecida cuando va a ser enterrada. 

En esos mismos años, la luz reaparece reencarnada igualmente en un personaje femenino alegórico en el dibujo Lux ex tenebris. Aquí la figura femenina, en etéreo vuelo, sostiene un libro rodeado de un aura de luz que se ha interpretado como la Constitución de 1812. Abajo, entre manchas que crea con tinta china, Goya deja entrever magistralmente a un grupo de personas en la oscuridad.

Lux ex tenebris, hacia 1812-1814. Foto: Museo Nacional del Prado.

Resulta complejo definir qué es la Ilustración, pero el pintor aragonés gozó, como se ha dicho, de la amistad de algunas de sus principales figuras en España —Jovellanos, sin ir más lejos— y compartió con ellas tiempo y conversaciones, pero también valores y deseos de regeneración de la sociedad. Si la Ilustración se definió en ocasiones como la madurez del individuo, como la adquisición de una autonomía que requería del atrevimiento del sujeto para romper con las ataduras y las dependencias creadas, Goya no duda en apartarse de ciertas corrientes tradicionales y buscar otros caminos. Lo hace también en el ámbito estético, explicitando su distancia respecto al academicismo neoclásico de Anton Raphael Mengs; por el contrario, defiende un acercamiento a la naturaleza y a algunos de sus principales intérpretes como Diego de Velázquez, una postura compartida por influyentes críticos y estudiosos de las bellas artes como Jovellanos o Ceán Bermúdez. 

Aunque Goya se mueve en el espacio de una libertad necesariamente negociada, no solo parte de los contenidos de sus obras, sino también su gesto, su actitud frente al arte abogando por la posibilidad de nuevas sendas podría calificarse de ilustrada. Su relación con este fenómeno fue tan privilegiada que creo que las Luces tienen en Goya, un pintor español, uno de sus máximos exponentes.

El drama de la razón

Poco después de pintar el retrato de Jovellanos, aparecieron los Caprichos. El grabado 43 de esta serie es el famoso El sueño de la razón produce monstruos. Ha dado pie a muchas y diversas interpretaciones, algunas muy sesudas. Pero hay una lectura bastante obvia que no significa que fuese la única posible pretendida por Goya: la razón dormida genera la aparición de creencias grotescas. A lo largo de los Caprichos, el pintor aragonés representa a algunos de estos «monstruos», la mayoría denunciados por la literatura ilustrada. Pero su denuncia y su ridiculización no son suficientes. La obra posterior de Goya demuestra que muchos más monstruos estaban por llegar.

Divina Razón. No deges ninguno, 1814-1823. Foto: Museo Nacional del Prado.

En ningún lugar la ruptura con el Antiguo Régimen fue sencilla. El siglo XIX estuvo repleto de episodios dramáticos, y España no fue una excepción: si Goya predica melancolía de la razón, lo hace más allá de cualquier geografía concreta. Y es que si el drama de la razón fue común se debió a que la razón ilustrada no resultaba seguramente tan razonable; y, por ello, los monstruos nos acompañarán siempre. No hay razón que pueda definir las cosas de manera clara y universal. No obstante, Goya y los ilustrados más preclaros sitúan al individuo ante ciertos rasgos de sus semejantes y del mundo de una manera nueva, pero a la vez destinada a permanecer. 

El pintor de Fuendetodos fue uno de los primeros artistas plásticos en enfrentar al individuo a la crueldad, la intolerancia, la violencia o la injusticia, a la naturaleza humana más descarnada. Este posicionamiento resulta de una gran modernidad, puesto que nos ha acompañado hasta el día de hoy; a pesar de la distancia que nos separa, es una mirada con un fuerte componente contemporáneo. De ahí que esas obras de Goya, a diferencia de otras, nos resulten tan cercanas, y que a este pintor, nacido en un pequeño pueblo de Aragón en 1746, se le haya considerado muchas veces el iniciador de la pintura moderna. Y si lo es, lo es en gran medida por sus Luces.

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