El exilio en Burdeos: las últimas pinceladas de Goya

Tras la vuelta del absolutismo a España en la figura de Fernando VII, Goya se exilió a Burdeos junto a otros amigos «afrancesados». Hasta su fallecimiento, el 16 de abril de 1828, en la ciudad francesa siguió pintando retratos e innovando con técnicas pioneras como la litografía
La lechera de Burdeos, Goya

Hacia 1826, Francisco de Goya y Lucientes, por entonces octogenario, representaba en uno de sus dibujos a un enigmático anciano que emergía de entre las sombras. Se trata de una figura maltrecha y desharrapada que apenas puede sostenerse en pie gracias a un par de muletas. Pese a su evidente falta de fuerza física, sin embargo, el enigmático personaje parece clavar su atenta mirada en nuestra retina mientras nos interpela con una escueta pero directa moraleja: «Aun aprendo».

Dibujo Aun aprendo, del Cuaderno de Burdeos I de Goya. Foto: Museo Nacional del Prado.

Aunque los rasgos del anciano del dibujo titulado Aun aprendo no se corresponden con los de Goya en su madurez, los expertos coinciden en que se trata de una representación metafórica del pintor en sus últimos años de vida. Completamente sordo y aquejado de múltiples dolencias que lo debilitaban, el propio maestro reconocía que por aquel entonces prácticamente carecía de pulso. Pero, a pesar de las mermas físicas, lo cierto es que Goya no solo siguió dibujando y pintando sin descanso durante su vejez, sino que además, en ocasiones, lo hizo de manera asombrosamente innovadora.

En el periodo que pasó en el exilio, el pintor de Fuendetodos realizó más de 120 dibujos, miniaturas y varias pinturas. Incluso llegó a coquetear con la técnica de la litografía, una novedosa invención que no se desarrollaría plenamente hasta finales del siglo XIX. Y es que, como bien señalaba el anciano de su dibujo, Goya siguió aprendiendo hasta el mismo día de su muerte.

El exilio

En mayo de 1824, Francisco de Goya abandonaba España atravesando los Pirineos con la excusa de tomar las aguas de Plombières, un célebre balneario situado en la norteña región francesa de los Vosgos. Tenía 78 años. La realidad de su partida, como bien sabemos hoy, poco tuvo que ver con asuntos de ocio o salud. El retorno de Fernando VII al trono español en 1823, tras la caída de Napoleón, había supuesto el fin del liberalismo y la instauración de un nuevo gobierno absoluto. Se trataba de un periodo en el que toda persona sospechosa de haber apoyado al régimen anterior —aquellos conocidos popularmente como «afrancesados»— fue objeto de hostigamiento e incluso de abierta persecución. Goya probablemente se encontraba entre ellos. Por este motivo, quizá temeroso de represalias, decidió abandonar su país como ya habían hecho muchos de sus amigos ilustrados.

Fernando VII con uniforme de capitán general, 1814, por Vicente López Portaña. Foto: ASC.

Como era de prever, el destino del pintor no fue el balneario de Plombières, sino la cercana localidad de Burdeos, en el sur de Francia. La elección no parece casual. Allí habían recalado algunos de sus colegas exiliados tras la instauración del absolutismo en España, personajes ilustres tales como el escritor Leandro Fernández de Moratín o el abogado Manuel Silvela. Y lo que es más importante, allí podría reunirse también con su amante Leocadia Weiss, reconocida liberal y madre de dos hijos llamados Rosario y Guillermo.

Goya en París

Una vez en Francia, Goya entró de nuevo en contacto con gran parte de aquellos ilustrados que habían abandonado España, muchos de ellos residentes en París, como la condesa de Chinchón o la marquesa de Pontejos. Sabemos que al poco tiempo el pintor también acudió a la capital francesa, donde permaneció al menos durante un mes. En ella pudo asistir al Salón de 1824, donde se exponían cuadros de autores tan reputados como Delacroix, Ingres o Constable. Sin embargo, y a pesar de encontrarse en pleno epicentro artístico de la modernidad, parece que Goya no mantuvo contacto con ninguno de los principales artistas de París. Ni tan siquiera con el propio Eugène Delacroix, que se había declarado admirador de los Caprichos del pintor aragonés y que incluso pretendía realizar litografías a «la manera de Goya».

La barca de Dante, 1822, por Eugène Delacroix. Museo del Louvre, París. Foto: ASC.

Por su parte, el aragonés aprovechó su estancia en París para realizar algunos retratos de españoles exiliados, conocidos entonces como «josefinos», entre los que se encuentran los del diputado Joaquín María de Ferrer y su esposa Manuela de Álvarez. Probablemente, mediante estos encargos, el pintor estaba intentando forjar nuevas y poderosas amistades que pudieran proporcionarle futuros proyectos artísticos. Este hecho nos habla, sin duda, de la activa personalidad de Goya a pesar de su avanzada edad. Antonio Brugada, también pintor y amigo de Goya, llegó a comentar sobre la actividad del artista que trabajaba cada día y que, incluso, «a veces cubría por la mañana lo que había pintado la noche anterior».

Retrato de Joaquín María Ferrer, 1824. Colección particular. Foto: Album.

Los últimos retratos

Si por algo se caracteriza la producción pictórica de Goya en el exilio es porque se centró casi en exclusiva en el género del retrato. No podemos olvidar que, tras su escapada, el pintor aragonés había dejado la mayor parte de su patrimonio en España y que el género del retrato era, sin lugar a dudas, uno de los que mayores beneficios económicos y publicitarios le podían reportar. En total debió pintar más de media docena de retratos durante sus últimos años, en los que todavía puede observarse que el maestro, que ya pasaba los ochenta años de edad, aún se encontraba en plenas facultades.

Podría decirse que los últimos retratos de Goya supusieron una verdadera ruptura en su manera de encarnar la figura humana, al alcanzar una extraordinaria captación de la psicología de los personajes basada en la escasez de recursos. Así, los protagonistas de estos lienzos aparecen invariablemente ante un fondo oscuro e indefinido en el que con frecuencia solo destacan el rostro y la mirada. El pintor elimina así todo elemento accesorio de la pintura.

Quizá el mejor ejemplo de estos retratos sea precisamente uno de los últimos que realizó el pintor, el de Juan de Muguiro, un banquero que a su vez era lejano pariente de Goya. Se trata de una composición extremadamente sólida en la que apenas destacan sobre la oscuridad las manos y el rostro del banquero. El pintor aragonés, sin embargo, consiguió dotar a la figura de un aire de confianza y tranquilidad acorde a los sentimientos que debía inspirar la profesión del retratado.

Retrato de Juan Bautista Muguiro, 1827. Museo del Prado, Madrid. Foto: ASC.

Goya experimental

No deja de resultar extraordinario que Goya, una vez establecido en Francia, dedicase sus años más avanzados a la experimentación artística. Por ejemplo, sabemos que realizó alrededor de unas cuarenta miniaturas sobre marfil, con una técnica nunca vista hasta la fecha. Tradicionalmente, la pintura en miniatura se había ejecutado mediante pequeñísimos y precisos toques de color que eran aplicados a través de pinceles minúsculos. Sin embargo, el pintor aragonés desarrolló una nueva técnica que consistía en emplear el color mediante largas pinceladas que quedaban fijadas al marfil gracias a incisiones realizadas con un punzón. El propio Goya se sentía especialmente orgulloso de estas creaciones y llegó a compararlas con la pincelada libre del mismísimo Diego Velázquez.

Otra de las innovaciones que introdujo en su obra durante su estancia en Burdeos fue, como se ha dicho, la de la técnica de la litografía. Esta era un sistema de impresión inventado en Bohemia que apenas contaba con veinte años de antigüedad y que aún se encontraba en pleno desarrollo. Consistía en la estampación en papel de un diseño que previamente se había dibujado sobre una piedra calcárea mediante la aplicación de tintas grasas que solo se adherían a ciertas zonas de la piedra. 

Goya debió familiarizarse con esta novedosa técnica durante su viaje a París de 1824, quizás mediante su visita a los talleres de artistas como Horace Vernet. Sea como fuere, lo cierto es que hacia 1825 creó una serie de ocho litografías, cinco de las cuales conforman la famosa serie titulada Toros de Burdeos. En ella el pintor vuelve a innovar de manera pasmosa sobre la tradición anterior. Mientras que las litografías realizadas hasta la fecha se caracterizaban por un dibujo lineal y preciso, Goya representó en sus Toros de Burdeos a figuras y masas de gente realizadas mediante pinceladas sueltas que en ocasiones se llegaban a convertir en masas informes. El resultado, que hoy es calificado unánimemente de magistral, fue considerado «inacabado» en su época. Uno de sus amigos llegaría a asegurar, incluso, al ver el resultado final, que la vista del pintor estaba empezando a fallar, sin atender a la intencionalidad del artista.

Plaza partida, la última litografía de la serie Los toros de Burdeos, realizada entre 1824 y 1825. Foto: ASC.

Los últimos días: Madrid y Burdeos

En 1827 Goya se desplazó a Madrid con el objetivo de completar los trámites necesarios para cobrar una pensión de retiro que le había concedido el rey Fernando VII. Su fama no había decrecido un ápice, y buena muestra de ello es que durante su estancia en Madrid el artista es retratado por el pintor más importante de la corte, el valenciano Vicente López, quien dejaría para la posteridad una de sus más célebres representaciones. Probablemente, nuestro artista se alojara con su familia en la Quinta del Sordo, donde pudo ver a sus hijos Javier, Gumersinda y Mariano. De este último llegó a realizar un conmovedor retrato. Pero la estancia no duraría mucho más de un mes, lo necesario para dejar cerrados los trámites administrativos de su retiro oficial. Goya abandonaba Madrid en junio de 1827 con destino a Burdeos, y ya no volvería a pisar suelo español.

Quizá durante esos últimos días en la ciudad francesa, el pintor diese forma a la que ha sido considerada su última obra: La lechera de Burdeos. Se trata del retrato de una bella joven sosteniendo un cántaro de leche, sobre la que desciende un extraordinario baño de luz natural. Es una figura pintada casi a la manera de un esbozo, que ha sido calificada como uno de sus lienzos más evocadores.

La lechera de Burdeos (hacia 1727) se considera una de las últimas obras de Goya. Sería la única posesión de valor en manos de Leocadia Zorrilla, la compañera de sus últimos años. Foto: ASC.

La despedida del maestro

Durante la primavera de 1828, dos de los hijos del pintor, Mariano y Javier, tomaban la decisión de desplazarse hasta Burdeos para ver a su padre. Se trataba de una visita muy esperada por Goya; sin embargo, la felicidad no duraría mucho. Apenas unos días tras la llegada de Mariano y su mujer, el artista sufrió un infarto que le impediría volver a levantarse de la cama. Finalmente, la parca alcanzaría al maestro el 16 de abril en un estado de seminconsciencia, rodeado de sus amigos Brugada y Pío de Molina. Su hijo Javier ni tan siquiera llegaría a tiempo de ver por última vez a su padre antes de su fallecimiento.

Tras su muerte Goya fue enterrado en el cementerio de La Chartreuse de Burdeos, en el panteón de su amigo Martín Miguel de Goicoechea. Sin embargo, una última sorpresa esperaba a la que había sido la compañera del pintor durante sus últimos años. Tras las rápidas maniobras del hijo mayor de Goya, tanto Leocadia como su hija Rosario quedaron prácticamente excluidas de la herencia en contra del deseo del pintor. Fue tan drástica la decisión que, apenas un año después de este suceso, la única posesión de valor en manos de Leocadia era precisamente La lechera de Burdeos, que había escapado al cuidadoso escrutinio de Javier. Desgraciadamente, las dificultades económicas hicieron que tuvieran que deshacerse de ella ese mismo año. Se trató, seguro, de una de sus decisiones más dolorosas.

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